—Además, no querríamos montar una escena —añadió Jonathan—. A veces, los muertos son muy tercos. Y si se les hubiera metido en la cabeza que éramos sus prisioneros... —se encogió de hombros—. En fin, podría haber resultado difícil tratar con ellos. ¡Piensa en el escándalo si Su Señoría y yo fuéramos vistos discutiendo con cadáveres!
El nigromante encargado del tráfico pensó en ello, evidentemente, pues hizo una reverencia y empezó a mover las manos en el aire, trazando las runas y entonándolas. La expresión de los cadáveres cambió, se hizo algo confusa, perdida, desvalida. El controlador les ordenó entonces, con voz enérgica:
—Regresad a palacio. Informad a vuestro superior que habéis perdido al prisionero. —Se volvió hacia los duques y añadió—: Enviaré a alguien con ellos para que no molesten a nadie más por el camino. Y ahora, Señorías, si me excusáis... —añadió, llevándose la mano a la capucha de la túnica.
—Desde luego. Gracias. Has sido de gran ayuda.
Jera alzó la mano y trazó una cortés runa de buenos deseos.
El nigromante se la devolvió apresuradamente y corrió a encargarse del atasco que obstruía el túnel. Jera se cogió del brazo de su esposo, quien asió a Alfred por el codo. Los duques condujeron al sartán hasta un túnel que se alejaba en ángulo recto del que los había llevado hasta allí.
Aturdido por el ruido, la multitud y la atmósfera claustrofóbica de los túneles, Alfred tardó unos momentos en darse cuenta de que sus compañeros y él estaban libres.
—¿Qué ha sucedido? —quiso saber. Volvió la vista atrás, no se fijó dónde pisaba y trastabilló.
Jonathan lo ayudó a mantener el equilibrio.
—Una cuestión de tiempo, en realidad. Había que buscar el momento oportuno. Por cierto, ¿crees que podrías apresurar un poco la marcha y tener cuidado de dónde pisas? Aún no hemos salido de ésta y cuanto antes lleguemos a la Puerta de la Grieta, mejor.
—Lo siento. —Alfred notó que le ardía la cara de rubor. Prestó suma atención adonde ponía los pies y los vio hacer las cosas más insospechadas: meterse en cada hoyo del camino, introducirse entre los pies de los demás y doblar esquinas que su mente no le ordenaba doblar.
—Pons tenía tanta prisa en conducirte a presencia del dinasta... ven, permite que te ayude a levantarte ...que se ha descuidado de renovar las instrucciones a los muertos. Es preciso hacerlo periódicamente o les sucede lo que a ese grupo de soldados. Vuelven a actuar de memoria, guiados por sus propios recuerdos.
—Pero, a pesar de lo que dices, nos conducían a palacio como les habían ordenado...
—Sí, y habrían llevado a cabo la misión con toda seguridad. La habrían cumplido con tenacidad, de hecho. Por eso no nos atrevíamos a librarnos de ellos por nosotros mismos. Tal como han ido las cosas, ese otro nigromante los ha confundido lo suficiente como para romper el fino hilo que aún los unía a las órdenes recibidas. La menor distracción puede enviar a esos cadáveres de vuelta a los tiempos pasados. Ésta es una de las razones de que haya apostados controladores como ésos en la ciudad. Se encargan de los muertos que vagan por ahí perdidos y desconcertados. ¡Cuidado con ese carro! ¿Te ha sucedido algo? Un trecho más y habremos dejado atrás las calles más congestionadas.
Jera y Jonathan metieron prisas a Alfred, llevándolo casi a rastras y volviendo la vista a su alrededor con gesto nervioso mientras lo hacían. En su avance, buscaban la protección de las sombras siempre que era posible, evitando los charcos de luz de las lámparas de gas.
—¿Vendrán tras nosotros?
—¡Puedes estar seguro de ello! —exclamó el duque con rotundidad—. Cuando los guardias lleguen a palacio, Pons mandará a otros con nuestra descripción. Tenemos que llegar a las puertas antes que ellos.
Alfred no dijo nada más. No podía hacerlo, pues no tenía resuello para seguir hablando. El paso de la Puerta de la Muerte, el continuo sobresalto que habían significado los terribles acontecimientos de los últimos ciclos, el espantoso descubrimiento que había efectuado y el constante recurso a la magia para ayudarlo a sobrevivir habían dejado al sartán al borde del colapso. A ciegas, agotado, siguió avanzando a tumbos por donde sus acompañantes lo conducían.
Sólo tuvo una confusa impresión de llegar a otra puerta, de salir por fin del laberinto de túneles. Escuchó a Jera y Jonathan respondiendo a las preguntas que les formulaba un centinela muerto, los oyó hablar de que llevaban a un enfermo y se preguntó vagamente quién sería; vio aparecer entre la niebla el corpachón peludo de una pauka, se sintió caer de bruces en el fondo de un carruaje y, como en un sueño, escuchó la voz de Jera que decía: «...la casa de mi padre...». Y una oscuridad eterna y horrible se cerró sobre él.
NECRÓPOLIS, ABARRACH
—Así pues, Pons, lo has perdido —dijo el dinasta y, con gesto ocioso, dio un sorbo de un licor potente y ardiente de color rojizo, conocido como stalagma, que era la bebida favorita de Su Majestad después de las comidas.
—Lo siento, señor, pero no tenía idea de que iba a tener que encargarme de transportar cinco prisioneros. Pensaba que iba a ser sólo uno, el príncipe, y que me encargaría de él personalmente. Por eso tuve que confiar en los muertos. No tenía nadie más a mano.
El Gran Canciller no estaba preocupado. El dinasta era justo y no haría responsable a su ministro por las insuficiencias de los cadáveres. Los sartán de Abarrach habían aprendido hacía mucho tiempo a comprender las limitaciones de los muertos. Los vivos eran tolerantes con ellos, los trataban con paciencia y buen ánimo, igual que los padres afectuosos toleran las insuficiencias de sus hijos.
—¿Un vaso, Pons? —preguntó el dinasta, despidiendo con un gesto al criado cadáver y ofreciéndose a llenar una pequeña copa de oro con sus propias manos—. Tiene un sabor excelente.
—Gracias, Majestad —dijo Pons; el canciller detestaba el stalagma pero ni por un instante se le habría pasado por la cabeza la idea de ofender al dinasta negándose a beber con él—. ¿Veréis ahora a los prisioneros?—¿Qué prisa hay, Pons? Casi es la hora de nuestra partida de fichas rúnicas, ya lo sabes.
—La duquesa Jera mencionó algo acerca de la profecía, señor.
Kleitus estaba a punto de llevarse la copa a los labios, pero detuvo el gesto al oír sus palabras.
—¿De veras? ¿Cuándo?
—Después de que el extranjero hiciera..., hum..., hiciera lo que fuese al capitán de la guardia.
—Antes has dicho que «lo mató», Pons. La profecía habla de traer la vida a los muertos, no de ponerle fin.
El dinasta apuró el resto del licor, echándolo al fondo de la garganta y tragándolo de inmediato, como hacía cualquier bebedor de stalagma experimentado.
—La duquesa es muy hábil para transformar las palabras de manera que sirvan a sus propósitos, señor. Pensad en los rumores que podría difundir acerca de ese extranjero. Pensad en lo que podría hacer el propio extranjero para conseguir que la gente creyera en él.
—Es cierto, es cierto. —Al principio, Kleitus frunció el entrecejo con aire preocupado. Después, se encogió de hombros—. Pero sabemos dónde está y con quién. —El stalagma lo dejaba de un humor relajado.
—Podríamos enviar tropas... —apuntó el canciller.
—¿Y levantar en armas a la facción del viejo duque? Es posible que éste se aliara con esos rebeldes de Kairn Telest. No, Pons; continuaremos llevando este asunto con sutileza. Podría proporcionarnos la excusa que necesitamos para quitarnos de en medio de una vez a ese entrometido viejo y a su hija, la duquesa. Confío en que habrás tomado las precauciones de costumbre, ¿no?
—Sí, señor. El asunto ya está bajo control.
—Entonces, ¿a qué viene preocuparse por nada? ¿Has pensado, por cierto, a quién pasan las tierras del ducado de los Cerros de la Grieta si el joven Jonathan muere antes de tiempo?
—No tiene hijos, de modo que heredaría la esposa...
El dinasta hizo un ademán cansino. Pons bajó los párpados, dando muestras de haber entendido la insinuación.
—En tal caso —dijo—, la propiedad revierte en la corona, Majestad.
Kleitus asintió e indicó a un criado que le llenara otra vez la copa. Cuando el cadáver terminó de hacerlo y se retiró, el dinasta alzó la copa y se preparó a disfrutar del licor, pero su mirada se cruzó con la de su canciller y, con un suspiro, dejó de nuevo la copa sobre la mesa.
—¿Qué sucede, Pons? Con esa expresión avinagrada conseguirás echar a perder el disfrute de este excelente stalagma.
—Os pido perdón, señor, pero temo que no os estáis tomando este asunto con la seriedad que merece. —El canciller se acercó más al dinasta y le habló en voz baja pese a que estaban completamente solos, salvo los cadáveres de los servidores—. El otro hombre que he traído con el príncipe también es extraordinario. Tal vez lo es más incluso que ese otro que ha escapado. Creo que deberíais ver al prisionero inmediatamente.
—Ya has dejado caer varias vagas insinuaciones acerca de ese individuo. ¡Suéltalo todo, Pons! ¿Qué tiene de..., de tan extraordinario?
El canciller tardó un momento en responder, estudiando la manera de producir más efecto.
—Majestad —dijo al fin—, he visto antes a ese hombre.
—Soy consciente de la amplitud de tus relaciones sociales, Pons —respondió el monarca. El stalagma solía disparar el humor sarcástico de Kleitus.
—Pero no lo he visto en Necrópolis, señor. Ni en ninguna otra parte. Lo he visto esta mañana..., en la visión.
El dinasta devolvió la copa a la bandeja próxima, sin llegar a tocar su contenido.
—Está bien, recibiré a ese hombre... y al príncipe.
—Muy bien, señor. —El Gran Canciller hizo una reverencia—. ¿Deseáis que los traigan aquí o preferís la sala de audiencias?
El dinasta echó un vistazo en torno a la estancia. Conocida como la salita de juegos, era mucho más pequeña e íntima que la imponente sala de audiencias y estaba bien iluminada por varias lámparas de gas de formas artísticas. En la estancia había numerosas mesas de hierba de kairn y sobre cada una de ellas había cuatro juegos de fichas de hueso blancas y rectangulares, adornadas con runas rojas y azules. Las paredes tenían unos tapices que representaban varias batallas famosas libradas en Abarrach. La atmósfera de la salita era seca y acogedora, calentada mediante el vapor que circulaba por unos conductos de hierro forjado con adornos de oro.
Todo el palacio era calentado mediante el vapor. Se trataba de un añadido moderno pues, en tiempos antiguos, el edificio —erigido como fortaleza y uno de los primeros que habían construido los sartán a su llegada a aquel mundo— no dependía de artilugios mecánicos para mantener unas condiciones de vida confortables. Pese al tiempo transcurrido, aún se podían ver rastros de las viejas runas en las partes más antiguas del palacio, unos signos mágicos que habían proporcionado calor, luz y aire fresco a la gente que habitaba en su interior. La mayoría de las runas, cuyo uso había caído en el olvido por descuido, habían sido borradas deliberadamente. La real consorte las consideraba una repulsiva ofensa para la vista.
—Recibiré a nuestros huéspedes aquí.
Kleitus, con otro vaso de stalagma en la mano, tomó asiento ante una de las mesas de juego y empezó a preparar ociosamente las fichas, como si se preparara para una partida.
Pons hizo un gesto a un sirviente, que a su vez hizo una seña a un soldado, y éste desapareció por una puerta para volver a entrar, instantes después, junto a un retén de guardias que conducía a los dos prisioneros a presencia del dinasta. El príncipe entró con aire orgulloso y desafiante, llameando de cólera, como si bajo la frialdad superficial de la etiqueta regia se agitara la lava hirviente. Tenía un lado de la cara amoratado y un labio hinchado; sus ropas estaban hechas harapos y sus cabellos, desgreñados.
—Majestad, permitid que os presente al príncipe Edmund, de Kairn Telest —anunció Pons.
El príncipe hizo una leve inclinación de cabeza. No fue una reverencia. El dinasta hizo una pausa en su tarea de colocar las fichas en el tablero, miró al joven y enarcó las cejas.
—¡De rodillas ante Su Realísima Majestad! —susurró el escandalizado canciller por la comisura de los labios.
—No es mi rey —replicó el príncipe Edmund, erguido y con la cabeza muy alta—. Como soberano de Kairn Necros, lo saludo y le presento mis respetos...
El príncipe inclinó la cabeza otra vez, con gesto elegante y altivo. En los labios del dinasta apareció una sonrisa mientras colocaba una ficha en su sitio.
—Igual que confío en que Su Majestad me presentará también sus respetos —continuó Edmund con las mejillas encendidas y las cejas contraídas—, como príncipe que soy de un reino que, ciertamente, ha sido víctima de las penalidades, pero que en otro tiempo fue hermoso, rico y poderoso.
—Sí, sí —dijo el dinasta, sosteniendo en la mano una ficha de hueso con el signo rúnico grabado. Se pasó la ficha por los labios con gesto pensativo—. Todo el honor al príncipe de Kairn Telest. Y ahora, canciller, ¿cuál es el nombre de este extranjero que has traído a mi real presencia?
Los ojos ocultos en las sombras de la capucha negra entretejida de púrpura y oro se volvieron hacia Haplo.
El príncipe tomó aire, enfurecido, pero contuvo la cólera pensando tal vez en su gente que, según los informes, estaba pasando hambre en una caverna. El otro prisionero, el que tenía la piel tatuada de runas, permaneció en pie, callado, altivo e impertérrito, casi se diría que desinteresado por lo que sucedía a su alrededor de no ser por sus ojos, que se fijaban en todo sin delatar a nadie que lo estaban naciendo.