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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

El Mar De Fuego (26 page)

BOOK: El Mar De Fuego
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—Nada de magia. Se mueve por agua —respondió Jonathan—. Por vapor, en realidad. —Ante la mirada de sorpresa de Haplo, el duque dio muestras de ligera incomodidad y se puso a la defensiva, añadiendo—: Pero hace mucho, en los tiempos antiguos, es cierto que los barcos se movían mediante la magia.

—Antes de que fuese necesaria para resucitar y mantener a los muertos, ¿no? —intervino Alfred, dirigiendo una mirada de horrorizado pesar a los cadáveres alineados en filas harapientas en la cubierta.

—Sí, así es —respondió Jonathan, más alicaído de lo que Haplo recordaba haberlo visto desde su primer encuentro—. Y, para ser totalmente sincero, también para mantenernos nosotros, los vivos. Vosotros estáis descubriendo ahora la fuerza mágica que se requiere aquí abajo sólo para sobrevivir. Este calor tremendo y los humos nocivos se cobran un alto precio. Cuando lleguemos a la ciudad, os veréis sometidos constantemente a un tipo de lluvia terrible que no nutre nada sino que lo corroe todo: piedra, carne...

—No obstante, pese a lo que dice el duque, esta tierra resulta habitable en comparación con el resto del mundo —intervino Edmund con la vista fija en las nubes de tormenta que envolvían la ciudad en la distancia—. ¿Creéis que huimos de nuestra tierra en el momento en que la vida se nos puso difícil? ¡No! ¡Sólo nos marchamos cuando se hizo imposible! Llega un punto en que ni la más poderosa magia rúnica puede sostener la vida en un reino donde no hay calor, donde la propia agua se vuelve dura como la roca y la oscuridad perpetua se cierne sobre la tierra.

—Y, a cada ciclo que pasa —terció Jera sin alzar la voz—, el mar de magma por el cual navegamos se encoge un poco más y la temperatura en la ciudad disminuye ligeramente. ¡Y eso que estamos cerca del núcleo de nuestro mundo, según ha calculado mi padre!

—¿Es cierto lo que dices? —inquirió el príncipe con inquietud.

—Querida, no deberías decir estas cosas —susurró Jonathan, nervioso.

—Mi esposo tiene razón. Según los edictos, se considera traición incluso tener estos pensamientos. Pero sí, Alteza, lo que digo es cierto. Yo y otros como yo y como mi padre continuaremos proclamando la verdad aunque algunos no quieran escucharla. —Jera alzó el mentón con orgullo—. Mi padre estudia temas científicos, las leyes y propiedades físicas, asuntos que se consideran carentes de interés para nuestro pueblo. Podría haber sido nigromante, pero se negó a ello afirmando que era hora de que la gente de este mundo concentrara su atención en los vivos, y no en los muertos.

Edmund dio la impresión de considerar demasiado radical tal afirmación.

—Estoy de acuerdo con él, pero hasta cierto punto. Sin nuestros muertos, ¿cómo podríamos sobrevivir los demás? Nos veríamos obligados a utilizar nuestra magia para realizar trabajos manuales, en lugar de conservarla para nuestro mantenimiento.

—Si dejáramos morir a los muertos y construyéramos y empleáramos máquinas como las que impulsan esta nave, si trabajáramos y estudiáramos y aprendiéramos más sobre los recursos de nuestro mundo, mi padre está convencido de que, no sólo sobreviviríamos, sino que podríamos prosperar. Tal vez incluso aprender el modo de devolver la vida a regiones como las tuyas, Alteza.

—Querida..., ¿te parece prudente hablar así delante de extraños? —murmuró Jonathan con las mejillas pálidas.

—¡Mucho mejor delante de ellos que hacerlo a esos que se llaman nuestros amigos! —respondió Jera con amargura—. Dice mi padre que ya hace tiempo que deberíamos haber dejado de esperar a que vengan a «rescatarnos» desde otros mundos. ¡Es hora de que nos rescatemos nosotros mismos!

Su mirada se dirigió, como por casualidad, a los dos forasteros. Haplo mantuvo los ojos fijos en la mujer, con el rostro impasible. No se atrevió a mirar a su compañero de viaje, pero no necesitaba verlo para saber que Alfred pondría tal cara de culpabilidad como si llevara escrita en la frente la leyenda: «Sí, vengo de otro mundo».

—En cambio tú, duquesa, te hiciste nigromante —apuntó Edmund, rompiendo el incómodo silencio.

—Sí, en efecto —reconoció Jera con pesar—. Fue preciso. Estamos atrapados en un círculo que es como una serpiente y que sólo puede mantenerse viva alimentándose de su propia cola. Es fundamental un nigromante para el funcionamiento de cada familia. Muy especialmente de la nuestra, desde que hemos sido desterrados a las Antiguas Provincias.

—¿Qué son? —inquirió Edmund, contento de cambiar de tema y alejar la conversación de unos asuntos que, sin duda, consideraba peligrosos y quizá blasfemos.

—Ya lo verás. Tendremos que atravesarlas camino de la ciudad.

—Alteza, caballeros... Tal vez os gustaría observar cómo funciona este barco —propuso Jonathan, impaciente por poner fin a la conversación—. Lo encontraréis muy entretenido y sorprendente.

Haplo accedió al instante, pues era fundamental para él cualquier conocimiento acerca de aquel mundo. Edmund asintió, tal vez con la secreta esperanza de que naves como aquélla llevaran a su pueblo a través de la Puerta de la Muerte. El inepto de Alfred, pensó Haplo sin la menor benevolencia, se limitó a acompañarlos para tener la oportunidad de caer de cabeza por una escalerilla de peldaños de hierro hasta el vientre oscuro y caliente del barco.

La nave estaba tripulada por una dotación de cadáveres, mejor conservados que los soldados, que habían realizado tareas de marinero en vida y continuaban llevándolas a cabo una vez muertos. Haplo exploró los misterios de algo llamado «caldera» y dio educadas muestras de asombro ante otra pieza fundamental de la maquinaria que recibía el nombre de «rueda de palas» y cuyas planchas de hierro al rojo, situadas en la popa, batían el magma impulsando la nave hacia adelante.

Los mecanismos del barco recordaban claramente, a juicio del patryn, los de la Tumpa–chumpa, la asombrosa máquina construida por los sartán y que ahora hacían funcionar los gegs de Ariano. La máquina prodigiosa cuyo propósito nadie había descubierto hasta que el chiquillo, Bane, dio con él.

«Ya hace tiempo que deberíamos haber dejado de esperar a que vengan a "rescatarnos" desde otros mundos.»

Mientras subía de nuevo a cubierta, contento de abandonar el calor terrible y la oscuridad opresiva de la sala de máquinas, Haplo recordó las palabras de Jera. El patryn no pudo evitar una sonrisa. ¡Qué dulce ironía! Quien había acudido a «rescatar» a aquellos sartán era su enemigo ancestral. ¡Cómo se reiría su Señor!

El barco de hierro llegó a un puerto mucho mayor y más activo que el lugar del que habían zarpado. Varios barcos flotaban sobre el mar de magma a proa y a popa del lugar donde amarró la nave de los duques. Las prósperas Nuevas Provincias, indicó Jonathan, estaban situadas junto a las riberas del mar de Fuego, lo bastante cerca para aprovechar su calor pero a la distancia suficiente para no padecerlo.

Una vez que abandonaron el barco, los duques entregaron el mando de su ejército a otro nigromante, que meneó la cabeza a la vista de los cadáveres y se los llevó en formación para efectuar las reparaciones que fuera posible.

Satisfechos de librarse de sus obligaciones, Jera y su esposo llevaron a sus invitados a dar una breve vuelta por los muelles. Haplo tuvo la impresión de que, pese a los sombríos augurios de la duquesa, Necrópolis era una comunidad rica y llena de actividad, a juzgar por los productos que se apilaban en los muelles o que eran cargados en los barcos por brigadas de cadáveres.

Dejaron la zona portuaria y se dirigieron a la calzada principal que conducía a la ciudad pero, antes de llegar al camino, Jera mandó detenerse al grupo y señaló un punto de la costa del océano hirviente.

—Mirad ahí —dijo, extendiendo la mano—. ¿Véis esas tres piedras colocadas una encima de la otra? Las coloqué así antes de zarpar. Y, cuando las amontoné, el mar de magma llegaba justo hasta la base.

El océano ya no llegaba hasta allí. Haplo podría haber colocado la mano en la franja de costa pelada que separaba las piedras del mar de lava.

—En el breve plazo transcurrido —apuntó Jera—, el magma ha retrocedido toda esa distancia. ¿Qué será de este mundo y de nosotros cuando se haya enfriado por completo?

CAPÍTULO 20

CAMINO REAL DE LA NUEVA PROVINCIA, ABARRACH

Un carruaje abierto esperaba a los duques y a sus invitados. El vehículo estaba construido con el mismo material herboso, entretejido y recubierto con un acabado de barniz brillante en colores luminosos, según había advertido Haplo en el pueblo.

—Un material muy distinto del empleado en la construcción de tu nave —comentó Jera, subiendo al carruaje y tomando asiento al lado del patryn.

Haplo guardó silencio, pero Alfred cayó en la trampa con su habitual torpeza.

—¿La madera, te refieres? Sí, la madera es muy común en..., esto..., bien... —se dio cuenta de su error y continuó balbuciendo, pero era demasiado tarde.

Haplo vio en las palabras entusiastas del sartán imágenes de los árboles de Ariano, alzando sus ramas verdes y llenas de hojas hacia los cielos azules y bañados por el sol de aquel mundo lejano.

El primer impulso del patryn fue agarrar a Alfred por el cuello gastado de su gabán y sacudirlo con fuerza. A juzgar por sus expresiones, Jera y Jonathan habían visto aquellas mismas imágenes y contemplaban a Alfred con indisimulado asombro. Ya era suficientemente malo que aquellos sartán supiesen o sospechasen que venían de un mundo distinto del suyo, pero ¿era necesario que Alfred les mostrara hasta qué punto era distinto?

Alfred se encaramó al carruaje sin dejar de hablar, tratando de ocultar su desliz con un exceso de verborrea sin conseguir otra cosa que causar más perjuicio. Haplo deslizó su bota entre los tobillos del sartán y lo mandó de cabeza contra el regazo de Jera.

El perro, excitado ante la confusión, decidió ayudar a su amo y se puso a ladrar frenéticamente a la bestia que tiraba del vehículo, una gran criatura peluda que medía lo mismo a lo ancho que a lo alto y tenía dos ojillos negros, brillantes como cuentas, y tres cuernos en su enorme cabeza. Pese a sus dimensiones, la bestia se movía con rapidez y lanzó un zarpazo de sus garras afiladas hacia el can incordiante. El perro saltó a un lado con agilidad, hizo varias fintas fuera del alcance de la bestia y volvió al asalto, lanzándose a mordisquearle las patas traseras.

—¡So, pauka! ¡Quieta! ¡Basta ya!

El cochero, un cadáver bien conservado, descargó el látigo sobre el perro mientras, a duras penas, trataba de mantener el control de las riendas. La pauka intentó volver la cabeza para echar un buen vistazo (y un buen mordisco) a su molesto antagonista. Los ocupantes del carruaje se vieron zarandeados y sacudidos, el propio vehículo pareció a punto de volcar y todos los pensamientos sobre otros mundos se borraron de sus mentes ante la preocupación por mantenerse vivos en el que se hallaban.

Haplo saltó al suelo, agarró al perro por el collar y lo arrastró lejos del revuelo. Jonathan y Edmund corrieron a tranquilizar a la pauka, nombre que recibían aquellas bestias de tiro, según dedujo Haplo de las maldiciones que le lanzaba a la suya el cochero cadáver.

—¡Cuidado con el cuerno del hocico! —gritó con alarma Jonathan al príncipe.

—Ya he tratado con estos animales en otras ocasiones —replicó Edmund con frialdad. Asiéndose con fuerza al pelaje de la pauka, se encaramó con agilidad a su ancho lomo. Sentado a horcajadas sobre la bestia, que cabeceaba frenética, el príncipe se agarró a la parte curva del cuerno puntiagudo que sobresalía justo detrás del hocico del animal. Entonces, con un tirón rápido y enérgico, obligó a la pauka a echar atrás la cabeza.

La bestia abrió desmesuradamente sus ojos, como cuentas de cristal, y sacudió la cabeza con tal fuerza que estuvo a punto de descabalgar al príncipe. Edmund se agarró con firmeza al cuerno y volvió a tirar de él. Después, inclinándose hacia adelante, dijo unas palabras tranquilizadoras al oído de la pauka y le dio unas palmaditas en el cuello. La pauka se detuvo a reflexionar sobre lo dicho por su jinete y dirigió una mirada malévola al perro, que aún le enseñaba los dientes. El príncipe añadió unas palabras más; la pauka pareció asentir y, con aire digno y ofendido, permaneció tranquila e impasible en el arnés.

Jonathan suspiró de alivio y se volvió hacia la parte trasera del carruaje para ver si el resto de los pasajeros había sufrido algún percance. El príncipe descabalgó del lomo de la pauka y volvió a darle unas palmaditas en el cuello. El cochero recuperó las riendas, que se le habían escapado de las manos. Alfred alzó la cara del regazo de Jera, del cual emergió con las mejillas encendidas de rubor y con un rosario interminable de disculpas en los labios. Un pequeño grupo de nigromantes portuarios que se había congregado a presenciar el espectáculo volvió a sus ocupaciones habituales, que consistían en mantener a los cadáveres en las suyas. Los duques y sus invitados subieron de nuevo al carruaje, que se puso en marcha otra vez. El perro avanzó al trote tras las ruedas de hierro, con la lengua fuera y los ojos brillantes ante el recuerdo de aquel rato de diversión.

No volvió a hacerse referencia a la madera pero Haplo advirtió que, a lo largo del trayecto, Jera lo observaba de vez en cuando con una sonrisa en los labios.

—¡Qué tierra tan fértil y frondosa! —exclamó Edmund contemplando con indisimulada envidia el territorio por el que avanzaban.

—Estamos en las Nuevas Provincias, Alteza —indicó Jonathan.

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