—Noble Jonathan, eres afortunado de tener por esposa a una mujer como ésta —proclamó el príncipe con cortesía—. Y tú, señora, de tener tal marido.
—Gracias de nuevo, Alteza. Tu relato inspira, ciertamente, piedad —continuó Jera—, y temo que mi pueblo sea, en muchos aspectos, responsable de vuestra desdicha...
—Yo no he hablado de culpas —la interrumpió Edmund.
—Cierto, Alteza —sonrió la mujer—, pero es fácil ver la acusación en las imágenes que evocan tus palabras. De todos modos —una expresión ceñuda frunció su entrecejo, liso como el mármol—, no creo que nuestro dinasta acepte con agrado a unos subditos que acuden a él como mendigos...
Edmund se irguió cuanto pudo. Baltazar, que no había dicho palabra hasta aquel momento, lanzó una mirada torva con sus oscuras cejas contraídas y el mortecino fulgor rojo del mar de magma en sus ojos negros.
—¡El dinasta! —repitió, incrédulo—. ¿Qué dinasta? ¿Y a quién llama subditos? ¡Nosotros somos una monarquía independiente...!
—Paz, Baltazar. —Edmund posó la mano en el brazo de su hechicero—. Señora, no hemos venido a suplicarles nada a nuestros hermanos —recalcó esto último—. Entre nuestros muertos contamos con campesinos, hábiles artesanos y guerreros. Sólo pedimos que se nos dé la oportunidad de trabajar, de ganarnos el pan y el cobijo en vuestra ciudad. La mujer lo miró fijamente.
—¿De veras no sabéis que os encontráis bajo la jurisdicción de nuestra Santísima Majestad Dinástica?
—Señoría —Edmund parecía avergonzado de tener que llevarle la contraria—, yo soy el gobernante de mi pueblo. Su único señor.
—¡Pues claro! —Jera juntó las manos en una sonora palmada, con expresión radiante e impaciente—. ¡Eso lo explica todo! ¡Se trata de un terrible malentendido! Alteza, tienes que venir inmediatamente a la capital para rendir pleitesía a Su Majestad. Mi esposo y yo nos sentiremos honrados de escoltarte hasta él y efectuar las presentaciones.
—¡Pleitesía! —La barba negra de Baltazar destacó en contraste con la palidez extrema de sus facciones—. ¡Es ese autoproclamado dinasta quien...!
—Agradezco tu amable invitación, duquesa Jera. —La mano de Edmund se cerró en torno al antebrazo de su ministro con una presión ligeramente superior a la que hubiera podido considerarse normal—. El honor de acompañaros es mío. Sin embargo, no puedo dejar a mi pueblo con un ejército hostil apostado ante él.
—Retiraremos nuestro ejército —propuso el duque—, si nos dais palabra de que el vuestro no cruzará el mar.
—Dado que no disponemos de barcos, tal travesía es impensable...
—Disculpa, Alteza, pero en el puerto hay una nave amarrada. Nunca antes habíamos visto una cosa parecida y hemos supuesto que...
—¡Ah! ¡Ahora soy yo quien entiende...! —Edmund asintió y volvió la vista a Haplo y Alfred—. Habéis visto la nave y habéis pensado que nos proponíamos embarcar al ejército y cruzar ese mar... Como has dicho antes, señora, existen muchos malentendidos entre nosotros. Esa embarcación pertenece a dos extranjeros que han arribado a Puerto Seguro durante este mismo ciclo. Nos ha complacido ofrecerles cuanta hospitalidad hemos podido, aunque... —añadió el príncipe sonrojándose, entre orgulloso y avergonzado— aunque lo cierto es que ellos nos han dado más de lo que nosotros hemos podido ofrecerles.
Alfred se puso en pie a duras penas. Haplo se incorporó de la pared, muy erguido. La duquesa se volvió hacia ellos. Su rostro, aunque no hermoso en cuanto a la figura y perfección de sus rasgos, resultaba atractivo por su expresión de inteligencia fuera de lo normal y por su voluntad, evidentemente firme y resuelta. Sus ojos, pardos con un matiz verdoso, eran tremendamente perspicaces y reflejaban la capacidad de la mente que funcionaba tras ellos. La mirada de la mujer recorrió a los dos extranjeros e identificó de inmediato a Haplo como propietario de la nave.
—Hemos pasado junto a tu nave, señor, y la hemos encontrado interesantísima...
—¿Qué clase de runas son las de su casco? —inquirió su marido con juvenil impaciencia—. Nunca he visto...
—Querido —lo interrumpió ella con voz suave—, éste no es momento ni lugar para hablar de runas. El príncipe Edmund querrá informar a su pueblo del honor que le espera al ser presentado a Su Majestad Dinástica. Nos encontraremos en Puerto Seguro cuando estés preparado, Alteza. —Los ojos verdes de Jera observaron a Haplo y, tras él, a Alfred—. Y también nos sentiremos honrados de conducir a estos extranjeros a nuestra hermosa ciudad.
Haplo miró a la mujer, pensativo. El príncipe no lo había reconocido como a su enemigo ancestral, pero aquella última conversación había hecho comprender al patryn que el pueblo de Edmund no era sino un pequeño satélite que giraba en torno a un sol mayor y más brillante. Un sol que podía estar mucho mejor informado.
Si se marchaba en aquellos momentos, nadie podría reprochárselo; ni siquiera su Señor. Pero, si lo hacía, tanto él como su amo sabrían siempre que había dado media vuelta y había escapado.
—El honor será para nosotros, señora —respondió, pues, con una inclinación de cabeza. Jera le sonrió y miró de nuevo al príncipe.
—Mandaremos noticia de vuestra llegada, Alteza, para que se lleven a cabo los preparativos para recibiros.
—Sois muy amables —respondió Edmund.
Tras las últimas reverencias de despedida, los interlocutores se separaron. El duque y la duquesa volvieron junto a su ejército de cadáveres, lo agruparon (algunos soldados se habían alejado del resto durante la conversación), dieron orden de formar filas y condujeron a sus soldados muertos hacia Puerto Seguro. Baltazar y el príncipe regresaron a la caverna.
—¡Un dinasta! —masculló el nigromante con acritud—. ¡Que las gentes de la nación soberana de Kairn Telest son sus subditos! ¡Dime ahora, Edmund, que los habitantes de Necrópolis provocaron nuestra catástrofe por ignorancia!
El príncipe daba visibles muestras de preocupación. Su mirada se dirigió hacia la lejana ciudad, apenas visible bajo la masa de nubes suspendida sobre ella a escasa altura.
—¿Qué puedo hacer, Baltazar? ¿Qué puedo hacer por nuestro pueblo si no voy?
—¡Yo te lo diré Alteza! Estos dos —el nigromante señaló a Haplo y Alfred— conocen la ubicación de la Puerta de la Muerte. ¡Han llegado aquí atravesándola!
El príncipe los miró con perplejidad.
—¿La Puerta de la Muerte? ¿De veras? ¿Es posible que...? Haplo se apresuró a mover la cabeza en gesto de negativa.
—No resultaría, Alteza. Está muy lejos de aquí. Necesitaríais naves, muchísimas naves, para transportar a vuestro pueblo.
—¡Naves! —Edmund mostró una sonrisa pesarosa—. ¡No tenemos comida y hablas de barcos...! Dime —añadió tras una pausa—, ¿la gente de la ciudad sabe..., conoce algo de la Puerta de la Muerte?
—¿Cómo voy a saberlo, Alteza? —respondió Haplo, encogiéndose de hombros.
—Hay que ver si realmente dice la verdad —masculló Baltazar—. ¡Y, respecto a los barcos, sí que podemos conseguirlos! ¡Ellos los tienen! —exclamó, moviendo la cabeza en dirección a Necrópolis.
—¿Y cómo los pagaríamos, Baltazar?
—¿Pagar, Alteza? ¿No hemos pagado ya? ¿No hemos pagado con nuestras vidas? —exclamó el nigromante, con los puños apretados—. ¡Yo digo que cojamos lo que queremos! ¡No te arrastres ante ellos, Edmund! ¡Condúcenos a ellos! ¡Guíanos a la guerra!
—¡No! —El príncipe señaló hacia los duques que se alejaban—. Esos hechiceros han sido comprensivos con nosotros. No tenemos ninguna razón para pensar que el dinasta mostrará menos disposición a escucharnos y entendernos. Primero voy a probar por medios pacíficos.
—«Vamos», Alteza. Yo te acompañaré, por supuesto...
—No. —Edmund tomó de la mano al nigromante—. Tú quédate con el pueblo. Si me sucede algo, tú serás su líder.
—Por fin habla tu corazón, mi príncipe. —La voz de Baltazar era amarga, apenada.
—Creo sinceramente que no nos sucederá nada, pero sería un mal gobernante si no tomara precauciones por si sucediera algún imprevisto. —Edmund continuó apretando la mano del hechicero—. ¿Puedo confiar en ti, amigo mío? Más que amigo: mentor..., mi segundo padre...
—Puedes confiar en mí, Alteza.
Esta última frase del nigromante fue apenas un susurro sofocado.
Edmund se dirigió a conferenciar con su pueblo, mientras Baltazar se retrasaba unos momentos entre las sombras para tranquilizarse y recuperar el dominio de sí mismo.
Cuando el príncipe se hubo alejado, el nigromante levantó la cabeza. Los estragos de una pena terrible, sobrecogedora, habían envejecido sus pálidas facciones. La mirada penetrante de sus ojos azabache se posó en Alfred, traspasó el cuerpo tembloroso del sartán y penetró en Haplo.
«No soy mala persona, pero sí soy un hombre desesperado.» Haplo escuchó el eco de las palabras del nigromante en la oscuridad iluminada por el fuego.
—Sí, mi príncipe —prometió Baltazar con fervor, en un susurro—. Puedes confiar plenamente en mí. ¡Nuestro pueblo se salvará!
NECRÓPOLIS, ABARRACH
—Majestad, un mensaje de Jonathan, el duque de los Cerros de la Grieta.
—¿El duque de los Cerros...? ¿No había muerto?
—El joven duque, Majestad. Recordad, señor, que lo enviasteis con su esposa a enfrentarse a esos invasores de la otra orilla...
—¡Ah, sí, es cierto! —El dinasta frunció el entrecejo—. ¿El mensaje tiene que ver con los invasores?
—Sí, Majestad.
—Despedid a la corte —ordenó el dinasta.
El Gran Canciller, consciente de que el asunto debía ser tratado con discreción, había hablado hasta entonces en voz baja, al oído del dinasta. La orden de despejar la corte no fue ninguna sorpresa, ni presentó la menor dificultad. El Gran Canciller sólo tuvo que volver los ojos hacia el chambelán, siempre atento, para verla cumplida.
Un bastón golpeó el suelo.
—La audiencia de Su Majestad ha terminado —anunció el chambelán.
Quienes habían acudido con sus peticiones enrollaron sus pergaminos con rapidez, los guardaron en sus envoltorios, hicieron la correspondiente reverencia y salieron de la sala del trono. Quienes se limitaban a rondar por la corte y a pasar el mayor tiempo posible cerca de Su Majestad Dinástica con la esperanza de captar la atención del rey bostezaron, se desperezaron y se propusieron unos a otros unas partidas de fichas rúnicas que los ayudaran a pasar otro día de aburrimiento. Los cadáveres de la guardia del rey, excepcionalmente bien cuidados y conservados, escoltaron a todos los reunidos hasta los vastos pasadizos del palacio real, cerraron las puertas de la sala del trono y tomaron posiciones ante ellas, indicando que Su Majestad se encontraba en conferencia privada.
Cuando en la sala se apagó el bullicio de las conversaciones y las risas afectadas, el dinasta ordenó con un gesto de la mano a su Gran Canciller que iniciara la lectura. El canciller asintió, desenrolló un pergamino y empezó:
—«Con el más reverente respeto a Su Gracia...»
—Sáltate todo eso.
—Sí, Majestad.
El Gran Canciller tardó unos instantes en pasar la vista por las profusas alabanzas a la persona del dinasta, a sus ilustres antepasados en el cargo, al ecuánime mandato del dinasta y demás. Por fin, el canciller encontró el meollo del mensaje y pasó a leerlo.
—«Los invasores proceden del círculo exterior, Majestad, de una tierra conocida como Kairn Telest, Las Cavernas Verdes, debido a la..., a la frondosa vegetación que crecía en esa región en otro tiempo. Al parecer, esa tierra ha sufrido últimamente una serie de infortunios. El río de magma que la calentaba se ha enfriado y la fuente de agua de ese pueblo se ha secado.» Según parece, Majestad —añadió el Gran Canciller, levantando la vista del manuscrito—, esas Cavernas Verdes podrían ser llamadas ahora las Cavernas del Arruinado.
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El dinasta no dijo nada; su respuesta al comentario irónico del canciller fue un simple gruñido. El Gran Canciller reanudó la lectura:
—«Debido a esta catástrofe, el pueblo de Kairn Telest se ha visto obligado a abandonar su tierra. Ha encontrado innumerables peligros en su viaje, entre ellos...»
—Sí, sí —masculló el dinasta con impaciencia, y dirigió una mirada de astucia a su canciller—. ¿Menciona el duque por qué ha sentido esa gente de las Cavernas Verdes la necesidad de venir precisamente aquí?
El Gran Canciller leyó rápidamente el mensaje hasta el final, lo revisó de nuevo para cerciorarse de que no se dejaba nada, pues Su Majestad era muy poco tolerante con los errores, y movió por último la cabeza.
—No, Majestad. Por el tono de la carta, casi se diría que esa gente ha aparecido junto a Necrópolis por casualidad.
—¡Ja! —En los labios del dinasta apareció una leve sonrisa de astucia mientras hacía un gesto de negativa—. Te equivocas, Pons. Saben lo que se hacen. ¡Lo saben muy bien! En fin, sigue leyendo. Vayamos al grano: ¿cuáles son sus demandas?
—No hacen ninguna, Majestad. Su jefe, un tal príncipe... —el canciller consultó de nuevo el manuscrito para refrescar la memoria—... Edmund, de una casa desconocida, solicita la oportunidad de presentar sus respetos a Su Majestad Dinástica. En una nota final, el duque añade que el pueblo de Kairn Telest parece encontrarse en un estado de gran necesidad. Considera el duque que es probable que seamos, de algún modo, responsables de los citados desastres y espera que Su Majestad se entreviste con el príncipe cuando tenga ocasión.