Cuando la conversación entre Baltazar y Alfred finalizó, Haplo se alegró de no haber intervenido. Ahora sabía qué se proponía el nigromante. Y, si Baltazar quería realizar un pequeño viaje a través de la Puerta de la Muerte, Haplo estaría más que contento de complacer sus deseos. Por supuesto, Alfred no lo aceptaría nunca pero, a partir de aquel momento, su compañero de viaje sartán había dejado de ser imprescindible. El nigromante sartán era una pieza mucho más valiosa que un moralista lloriqueante como Alfred.
Habría problemas. Baltazar era un sartán y, por tanto, poseía una bondad innata. Si amenazaba con asesinar, era por su desesperada y profunda lealtad para con su pueblo y su príncipe. No era probable que aceptara dejar a su pueblo, abandonar a su príncipe y marcharse solo. Por otra parte, Haplo estaba seguro de que a su Señor no le haría la menor gracia ver a un ejército de sartán atravesando la Puerta de la Muerte y penetrando en el Nexo.
No obstante, se dijo el patryn, encontraría el modo de solventar las dificultades que se presentaran.
El príncipe, un poco por delante de Haplo, se detuvo. —El enemigo —anunció.
Habían llegado a la boca de la caverna. Oculto en las sombras, en pie, vieron a la fuerza que se aproximaba. Era un ejército de cadáveres putrefactos y andrajosos que avanzaba, tambaleante y arrastrando los pies, en lo que aquellos muertos vivientes recordaban como una formación militar. Varios grupos de enemigos de las primeras avanzadillas ya habían chocado con las tropas del príncipe y se iniciaban las escaramuzas en el campo de batalla.
Era la batalla más extraña que Haplo había visto nunca. Los muertos combatían con los recursos que recordaban haber utilizado en vida, repartiendo y recibiendo golpes de espada, parándolos y descargándolos. Todos luchaban con evidente intención de matar al oponente. Y, sin embargo, no estaba claro si batallaban contra aquel enemigo concreto o contra alguno al que se habían enfrentado años antes.
Uno de los soldados muertos paró una estocada que su oponente no había lanzado. Otro dejó que una lanza le atravesara el pecho sin hacer el menor gesto para defenderse. Los golpes eran descargados a conciencia, aunque mal dirigidos, y unas veces eran detenidos y otras, no. La hoja de la espada empuñada por una mano muerta se hundía en una carne muerta que no la notaba. Las cadáveres extraían el arma y continuaban luchando, golpeándose una y otra vez, produciéndose daños considerables pero sin conseguir grandes progresos.
El combate entre los muertos habría podido continuar indefinidamente de haber estado parejas las fuerzas de ambos ejércitos. Pero los combatientes del ejército de Necrópolis mostraban un estado de putrefacción mucho más avanzado que los soldados del príncipe. Aquellos muertos parecían peor cuidados que los del príncipe, si era posible decir tal cosa.
En muchos casos, la carne de los cadáveres se había desprendido de los huesos. Todos presentaban numerosas heridas, recibidas en su mayor parte, al parecer, después de su muerte. A gran número de soldados les faltaban diversas partes del cuerpo, algún hueso aquí y allá, parte de un brazo o de una pierna... Las armaduras estaban muy oxidadas y los correajes de cuero que las mantenían en su lugar estaban casi podridas; corazas y espalderas colgaban de un hilo y las espinilleras, caídas en torno a los tobillos, hacían que los cadáveres tropezaran una y otra vez.
Los muertos hacían torpes intentos para pasar por encima o a través de los obstáculos y parecían constantemente estorbados por sus propios pertrechos, que iban perdiendo por el camino. Así, aquellos ejércitos de difuntos parecían pasar más tiempo recuperándose de sus tropiezos que avanzando. Los combatientes estaban siendo desmenuzados en montones de huesos y piezas de armadura sobre los cuales se agitaban y se retorcían sus fantasmas, extendiendo en gesto de súplica sus brazos como volutas de humo. Habría constituido un espectáculo cómico, de no haber sido tan horroroso.
Haplo tuvo ganas de echarse a reír, pero un vuelco en el estómago le hizo ver que, si lo hacía, no podría contener las náuseas.
—Muertos viejos —dijo el príncipe, observando al ejército rival.
—¿Qué? —respondió Haplo—. ¿A qué te refieres?
—Necrópolis está utilizando sus antiguos difuntos, los muertos de generaciones pasadas. Manda a uno de tus hombres a buscar a Baltazar —ordenó Edmund al capitán de su propio ejército. Después, se volvió a Haplo y le comentó, como si tal cosa—: Los muertos viejos siempre son reconocibles. Los nigromantes de la ciudad no eran muy expertos en su arte. Les faltaba el conocimiento de cómo evitar que la carne se corrompa, de cómo conservar el cadáver.
—¿Vuestras guerras siempre las libran los muertos?
—Ahora que disponemos de ejércitos lo bastante numerosos, sí, ellos se encargan de la mayor parte. En otro tiempo, combatían los vivos —Edmund movió la cabeza—. Un trágico despilfarro. Pero eso fue hace mucho tiempo, mucho antes de que yo naciera. Necrópolis envía a sus muertos viejos. Me pregunto qué significará eso —añadió con gesto de preocupación.
—¿Qué puede significar?
—Podría ser un amago, un intento de atraernos y forzarnos a revelar nuestra fuerza real. Esto es lo que diría Baltazar. Pero también puede ser una señal del pueblo de Necrópolis para mostrarnos que no pretenden causarnos graves daños. Como verás, nuestros muertos nuevos pueden derrotar a los suyos con facilidad. Mi opinión —añadió el príncipe— es que Necrópolis quiere negociar.
Edmund miró hacia adelante y entrecerró los ojos para que no lo deslumbrase el fulgor rojizo del mar de magma.
—Tiene que haber algún vivo entre ellos —murmuró—. Sí, ya los veo. Están ahí, en retaguardia.
Dos nigromantes vestidos de negro y encapuchados caminaban tras su miserable ejército, fuera del alcance de las lanzas arrojadizas. Haplo se sorprendió al advertir la presencia de unos hechiceros vivos pero, al observar con más cuidado, comprobó que los nigromantes debían ocuparse no sólo de conducir al ejército y mantener la magia que conservaba unidos los cuerpos en descomposición, sino también de actuar como macabros pastores.
Con cierta frecuencia, algún cadáver se quedaba inmóvil, dejaba de luchar o caía y no volvía a levantarse. Los nigromantes se movían entre las tropas repartiendo órdenes, instándolos a continuar avanzando. A veces, cuando uno de los muertos ambulantes caía y se volvía a incorporar, quedaba orientado en otra dirección y se alejaba con rumbo errático, dirigido por su defectuosa memoria. El nigromante, como un perro ovejero concienzudo, corría tras el soldado, le daba la vuelta y lo obligaba a regresar al lugar de la batalla.
Los muertos de Edmund, a quienes Haplo supuso que podía considerar «nuevos», no parecían sujetos a tales fallos. La pequeña fuerza que había enviado a la lucha se batía bien, reduciendo el número de enemigos, haciendo literalmente pedazos a los muertos viejos y sembrando el suelo de roca con sus huesos. La mayor parte del ejército del príncipe permaneció agrupado tras él a la entrada de la caverna, como unas fuerzas experimentadas a la espera de órdenes. La única precaución de Edmund consistía en recordarle continuamente sus órdenes al capitán de los muertos. A cada recordatorio del príncipe, el capitán asentía con vigor, como si recibiera las instrucciones por primera vez. Haplo se preguntó si el mensajero enviado a Baltazar recordaría el mensaje para cuando llegara hasta el nigromante.
Edmund se estremeció, inquieto. De pronto, siguiendo un impulso, se encaramó de un salto a un peñasco, dejándose ver.
—¡Deteneos! —ordenó a sus tropas, y se volvió hacia el enemigo con las manos levantadas y las palmas abiertas, en un gesto de petición de tregua.
—¡Alto! —gritaron los nigromantes enemigos. Tras un momento de confusión, ambos ejércitos se quedaron inmóviles, tambaleándose. Los nigromantes permanecieron junto a sus tropas, donde podían ver y escuchar pero seguían protegidos por sus muertos.
—¿Por qué venís contra mi pueblo? —preguntó Edmund.
—¿Por qué atacasteis a los ciudadanos de Puerto Seguro? Quien había hablado era una mujer, cuya voz sonó clara y potente en el aire cargado de vapores sulfurosos.
—No atacamos a nadie —replicó el príncipe—. Acudimos a ese puerto con la intención de comprar provisiones y fuimos atacados por...
—¡Os presentasteis armados! —lo interrumpió la mujer con frialdad.
—¡Pues claro que nos presentamos armados! Hemos atravesado tierras peligrosas. Incluso nos ha atacado un dragón de fuego, desde que abandonamos nuestra patria. ¡Vuestro pueblo nos atacó sin mediar provocación! Como es lógico, nos defendimos, pero no teníamos intención de causar daños y, como prueba de lo que digo, podéis comprobar que hemos abandonado el puerto dejando intactas todas sus pertenencias, aunque mi pueblo está hambriento.
Los dos nigromantes conferenciaron en voz baja. El príncipe permaneció de pie sobre la roca negra, ofreciendo una estampa orgullosa y señorial.
—Lo que dices es cierto. Lo hemos comprobado —intervino el otro nigromante, un hombre, al tiempo que avanzaba unos pasos dando un rodeo en torno al ala derecha de su ejército y dejando atrás a la mujer. El hechicero se quitó la capucha y mostró su rostro. Era joven, más que el príncipe, y tenía la cara bien afeitada, unos grandes ojos verdes y los largos cabellos castaños de los sartán, con las puntas blancas cayéndole en rizos sobre los hombros. Mientras avanzaba hacia el enemigo, su expresión era seria, grave y valiente.
—¿Queréis que sigamos hablando? —preguntó a Edmund.
—Sí, me encantaría —respondió éste, y se dispuso a saltar de su roca. El joven nigromante levantó la mano en gesto de advertencia.
—No, por favor. No vamos a aceptar ventajas injustas sobre ti. ¿Tienes algún ministro de los muertos que pueda acompañarte?
—Mi nigromante viene hacia aquí mientras hablamos —contestó Edmund con un gesto de satisfacción ante aquella muestra de cortesía. Haplo volvió la cabeza hacia el fondo de la caverna y vio acercarse apresuradamente la figura de Baltazar, envuelta en sus negros ropajes. O bien el cadáver había recordado el mensaje, o el nigromante había decidido acudir junto a su príncipe por decisión propia. Y con él, avanzando tras la negra figura con la misma torpeza que los cadáveres, venía Alfred acompañado del fiel perro.
Mientras esperaba a que Baltazar llegara a su altura, Edmund impartió órdenes a su ejército de que dejara ver la cantidad de tropas suficiente para impresionar al enemigo sin descubrir a éste su verdadero número. El nigromante enemigo aguardó, paciente, a la cabeza de sus soldados espectrales. Si la demostración de fuerza de Edmund le produjo alguna impresión, su rostro juvenil no dio la menor señal de ello.
La mujer mantuvo el rostro oculto bajo la capucha. Haplo, atraído por el sonido de su voz suave y melodiosa, sentía una gran curiosidad por ver sus facciones, pero la nigromante permaneció tan inmóvil como las rocas que la rodeaban. De vez en cuando, el patryn escuchaba su voz entonando las runas que mantenían en acción a los cadáveres.
Baltazar alcanzó al príncipe, jadeando intensamente debido al esfuerzo, y los dos salieron del túnel al territorio neutral que había quedado entre los dos ejércitos. El joven nigromante avanzó a su vez, y el trío se encontró a medio camino. Haplo mandó al perro tras el príncipe y, apoyando la espalda en una pared, se instaló cómodamente.
Alfred, resoplando, casi se le echó encima.
—¿Has oído lo que decía Baltazar? ¡Conoce la existencia de la Puerta de la Muerte!
—¡Chist! —replicó Haplo con irritación—. ¡Baja la voz o todo el mundo se va a enterar! Sí, lo he oído. Y, si quiere atravesarla, yo le mostraré el camino.
Alfred se quedó mirándolo, estupefacto.
—¡No puedes hablar en serio!
El patryn, con los ojos fijos en los negociadores, ni se dignó contestar.
—¡Ya entiendo! —exclamó Alfred con un temblor en la voz—. ¡Tú..., tú quieres ese conocimiento! —El sartán señaló con un gesto las filas de cadáveres alineadas ante ellos.
—¡Exacto!
—¡Vas a traernos la perdición! ¡Destruirás todo lo que hemos creado!
—¡No! —replicó Haplo, volviéndose bruscamente—. ¡Fuisteis vosotros, los sartán, quienes lo destruisteis todo! —exclamó, y acompañó sus palabras con unos golpecitos de su índice acusador en el pecho de Alfred—. ¡Nosotros, los patryn, pondremos de nuevo las cosas como estaban! Ahora, calla y déjame escuchar.
—Te detendré —declaró Alfred en actitud resuelta y desafiante—. No permitiré que lo hagas. Yo...
Un poco de grava cedió bajo su pie y el sartán resbaló y perdió el equilibrio. Sus manos se agitaron frenéticamente en el aire, pero no encontraron ningún asidero y Alfred fue a caer sobre la dura roca con un ruido sordo.
Haplo bajó la vista hacia el patético tipejo, maduro y casi calvo, que yacía a sus pies como un bulto.
—Sí, hazlo —dijo al sartán con una sonrisa—. Impídemelo.
Apoyado en la pared, concentró toda su atención en el parlamento.
—¿Qué queréis de nosotros? —preguntaba el joven nigromante, una vez llevadas a cabo las formalidades de presentación.
El príncipe expuso su historia con dignidad y orgullo. No realizó acusaciones contra el pueblo de Kairn Necros, sino que tuvo buen cuidado de atribuir al infortunio o a la ignorancia de la verdadera situación las desgracias que había padecido su pueblo.
El idioma sartán, incluso en aquella forma alterada y algo corrompida, es dado a evocar imágenes mentales. A juzgar por la expresión del joven nigromante, era evidente que veía mucho más allá de la superficie de las palabras de Edmund. El joven intentó mantener el rostro impasible, pero un hálito de duda y un tímido sentimiento de culpa provocaron unas leves arrugas en su frente lisa y un ligero temblor en los labios; después, dirigió una rápida mirada a la mujer, que permanecía inmóvil en la retaguardia del ejército, invitándola a intervenir.
La nigromante entendió su gesto, avanzó como si flotara y llegó junto a los dos hombres a tiempo de escuchar el final del relato de Edmund.
Echando atrás la capucha con un grácil gesto de sus blancas manos, la mujer se descubrió y dirigió una apacible mirada al príncipe.
—Se nota que habéis sufrido mucho. Lo siento por ti y por tu pueblo.
—Tu compasión te honra, señora... —dijo Edmund con una reverencia.
—Gracias —respondió ella—. Mi nombre público
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es Jera. Este hombre —se volvió hacia su acompañante y lo miró con una sonrisa— es mi esposo, Jonathan, de la casa ducal de los Cerros de la Grieta.