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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

El Mar De Fuego (17 page)

BOOK: El Mar De Fuego
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Aquellos desconocidos eran sartán, sin la menor duda. Los ojos de Haplo recorrieron rápidamente la multitud y sólo vio sartán. Ningún miembro de las razas inferiores: ni elfos, ni humanos ni enanos.

Pero había algo extraño en aquellos sartán. Algo que no cuadraba. El patryn había conocido a un sartán vivo, Alfred, y había visto imágenes de otros sartán en Pryan. Las había mirado con desdén, pero tenía que reconocer que eran figuras hermosas, radiantes. En cambio, los sartán que ahora contemplaba parecían envejecidos, decaídos; su brillo estaba apagado. Algunos tenían, en realidad, un aspecto espantoso. El patryn sintió repulsión al verlos y captó un nítido reflejo de aquella repulsión en los ojos de Alfred.

—Están celebrando algún tipo de ceremonia —susurró Alfred.

Haplo se disponía a decirle que guardara silencio cuando se le ocurrió que tal vez pudiera descubrir algo útil para sus fines. Se abstuvo, pues, de comentarios y se recomendó paciencia, un duro ejercicio que había aprendido en el Laberinto.

—Es un funeral —continuó Alfred en tono conmiserativo—. Celebran un funeral por los difuntos.

—Sí es así, han esperado bastante para darles sepultura —murmuró Haplo.

Veinte cadáveres de diferentes edades, desde un niño pequeño hasta el cuerpo de un hombre muy anciano, yacían en el suelo de roca de la caverna. La multitud permanecía a una distancia respetuosa, lo que proporcionaba a Haplo y Alfred, observadores clandestinos, una excelente visión. Los cadáveres estaban amortajados, con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos cerrados en el sueño eterno. Sin embargo, era evidente que algunos de ellos llevaban muertos mucho tiempo. El aire estaba impregnado de olor a podrido aunque, gracias probablemente a la magia, los sartán habían conseguido evitar que la carne se descompusiera.

Los cadáveres tenían la piel blanca, cerúlea, los ojos y las mejillas hundidos y los labios amoratados. Algunos mostraban unas uñas anormalmente crecidas y el cabello largo y despeinado. Haplo creyó advertir algo familiar en el aspecto de los difuntos, pero no logró concretar de qué se trataba. Se disponía a comentar el asunto con Alfred cuando el sartán le indicó que guardara silencio y observara.

Uno de los sartán se adelantó a la multitud y se detuvo ante los muertos. Hasta su aparición, la gente había estado cuchicheando y murmurando entre sí. Ahora, todos guardaron silencio y volvieron la mirada hacia él. Haplo casi pudo ver el amor y el respeto que les infundía el desconocido.

—Es un príncipe sartán —oyó murmurar a Alfred, y al patryn no le sorprendió el comentario, pues sabía reconocer a un líder cuando lo veía.

El príncipe levantó las manos para atraer la atención de los presentes. Fue un gesto innecesario, pues pareció que todos los ocupantes de la caverna tenían los ojos fijos en él.

—Pueblo mío —dijo, y pareció que se dirigía tanto a los vivos como a los muertos—, hemos viajado muy lejos de nuestra patria, de nuestra querida tierra...

La voz se le entrecortó y tuvo que hacer una pausa para recobrar la compostura. Entonces, su pueblo dio muestras de quererlo aún más por su debilidad. Algunos se llevaron las manos a los ojos para enjugar las lágrimas. El príncipe exhaló un profundo suspiro y continuó:

—Pero eso ya queda atrás. Lo hecho, hecho está. Ahora nos toca continuar y construir una nueva vida sobre los restos de la vieja. Delante de nosotros —el príncipe extendió el brazo y señaló, sin saberlo, precisamente hacia donde estaban Haplo y un sobresaltado Alfred— se encuentra la ciudad de nuestros hermanos...

Unos murmullos encolerizados rompieron el silencio. El príncipe alzó la mano en un gesto suave pero autoritario y perentorio y las voces cesaron, aunque dejaron tras sí el calor de sus emociones, como el que se alzaba del mar de magma.

—Digo «nuestros hermanos» y lo digo en serio. Pertenecen a nuestra misma raza; tal vez son los únicos de nuestra raza que quedan en el mundo. O en ningún otro rincón del universo, por lo que a nosotros respecta. Si nos hicieron algún mal, cosa que aún está por ver, fue por desconocimiento. ¡Lo juro!

—¡Nos han robado todo lo que teníamos! —exclamó una anciana, blandiendo el puño. El peso de la edad le daba derecho a hablar—. Todos hemos oído los rumores que has intentado silenciar. Nos robaron nuestra agua y nuestro calor. Nos condenaron a morir de sed, si no nos mataba antes el frío y el hambre. ¡Y dices que no lo sabían! ¡Yo digo que sí lo sabían, y que no les importaba!

La anciana calló, apretó los labios y movió la cabeza con aire conocedor. El príncipe dirigió a la anciana una sonrisa afectuosa y paciente. Sin duda, la mujer había evocado unos recuerdos placenteros.

—Insisto en que lo ignoraban, Marta, y confío en tener razón. ¿Cómo podría ser de otro modo? —El príncipe alzó la vista hacia el techo de roca de la cavidad, pero su mirada pareció taladrar las estalactitas y transportarlo mucho más allá de las sombras de la caverna—. Nosotros, los que vivíamos ahí arriba, hemos estado separados durante mucho tiempo de nuestros hermanos que viven aquí abajo. Si su vida ha sido tan difícil como la nuestra, no es extraño que hayan olvidado hasta que existíamos. Nosotros tenemos suerte de contar con unos sabios que han mantenido el recuerdo del pasado y del lugar de donde procedemos...

Alargando una mano, el príncipe la posó en el brazo de otro sartán que se había acercado hasta él. Al distinguir a este segundo individuo, Alfred exhaló un jadeo profundo y horrorizado que el eco repitió entre las rocas.

El príncipe y la mayor parte de la multitud que lo rodeaba iban envueltos en abrigos de todo tipo y material, principalmente con pieles de animales, como si el lugar que habían dejado atrás fuera una región terriblemente fría. El hombre al que se había referido el príncipe llevaba una indumentaria completamente distinta. Lucía un casquete negro y una larga túnica negra que, aunque incómoda de llevar, estaba limpia y cuidada. La túnica tenía unas runas bordadas en plata. Haplo reconoció aquellos signos mágicos como de origen sartán, pero no sacó nada más en claro de ellos. Alfred, evidentemente, sí; pero, cuando Haplo le dirigió una mirada inquisitiva, el sartán se limitó a mover la cabeza de un lado a otro y a morderse el labio.

El patryn concentró de nuevo su atención en el príncipe.

—Hemos traído a nuestros muertos con nosotros a lo largo de este lento y penoso trayecto. Muchos son los que han perdido la vida en el viaje. —El príncipe se acercó a los cadáveres y se arrodilló ante uno de ellos, colocado delante de los demás, que lucía una corona de oro sobre su cabeza de fina cabellera—. Mi propio padre se cuenta entre ellos. Y os juro —el príncipe alzó la mano una vez más, en gesto solemne—, os juro ante nuestros muertos que estoy seguro de que el pueblo de Kairn Necros resultará inocente del daño que nos ha causado. Creo que cuando se enteren de ello llorarán por nosotros y nos acogerán y nos ofrecerán refugio, como nosotros habríamos hecho con ellos. ¡Tan convencido estoy de lo que digo que yo mismo me presentaré ante ellos, solo y desarmado, y me entregaré a su compasión!

Los sartán alzaron sus lanzas y golpearon con ellas sus escudos. La multitud lanzó exclamaciones de sobresalto. Haplo también se llevó una gran sorpresa: ¡los pacíficos sartán empuñando armas! Varias lanzas apuntaban a los muertos y Haplo vio que cuatro de los cadáveres eran los de unos varones jóvenes, cuyos cuerpos yacían sobre sus respectivos escudos.

El príncipe tuvo que gritar para hacerse oír en aquel clamor. Sus agraciadas facciones se hicieron severas; sus ojos lanzaron una mirada llameante a la multitud y el pueblo enmudeció, abrumado ante la demostración de ira de su líder.

—Sí, es cierto, nos han atacado. ¿Qué esperabais? ¡Os han visto lanzaros sobre ellos de repente, armados hasta los dientes y formulando demandas! Si hubierais tenido paciencia...

—¡Cuesta mucho tener paciencia cuando uno ve desfallecer de hambre a su hijo! —protestó un hombre con la vista fija en un chiquillo delgado que se agarraba a la pierna de su padre. Con la mano, el hombre acarició la cabecita del pequeño—. Sólo les pedimos agua y comida...

—Se lo pedíais a punta de lanza —lo corrigió el príncipe, pero su rostro se dulcificó en una mueca de compasión y moderó su tono de voz—. ¿No crees que te comprendo, Raef? Yo, he tenido en mis brazos a mi padre agonizante. Yo...

El príncipe bajó la cabeza y se llevó las manos a los ojos. El sartán de la túnica negra le comentó algo y el príncipe, con un gesto de asentimiento, alzó de nuevo el rostro.

—Ya nada podemos hacer respecto a la batalla. Como todo lo pasado, pasado está. La responsabilidad es mía. Debería haber mantenido a todo el grupo unido, pero creí mejor enviaros mientras yo me quedaba a preparar el cadáver de mi padre. Llevaré nuestras disculpas a nuestros hermanos. Estoy seguro de que lo entenderán.

A juzgar por el sordo gruñido de protesta de la multitud, el pueblo no compartía la certeza de su príncipe. La vieja estalló en lágrimas. Se adelantó hasta el príncipe, asió el brazo de éste entre sus débiles manos y le suplicó, por el amor que tenía a su pueblo, que no fuera.

—¿Qué querrías que hiciera, Marta? —preguntó el príncipe dando unas afectuosas palmaditas en los dedos nudosos de la anciana. Ésta alzó los ojos hacia él y respondió:

—¡Querría que lucharas como un hombre! ¡Qué les arrebataras lo que nos robaron!

El sordo gruñido creció en intensidad y las armas volvieron a batir contra los escudos. El príncipe se encaramó a un peñasco para poder ver y ser visto por toda la multitud reunida en la caverna. Estaba de espaldas a Haplo y Alfred, pero el patryn adivinó, por su postura rígida y sus hombros cuadrados, que al sartán se le había terminado la paciencia.

—El rey, mi padre, ha muerto. ¿Me aceptáis como nuevo monarca? —el tono de su voz cortó el murmullo general como el silbido del filo de una espada—. ¿O alguno de vosotros tiene intención de desafiar mi derecho? ¡Si lo hay, que salga! ¡Nos batiremos en duelo aquí y ahora!

El príncipe echó a un lado su capa de pieles y dejó a la vista un cuerpo joven, fuerte y musculoso. A juzgar por sus movimientos, era ágil y claramente experto en el uso de la espada que portaba al cinto. Pese a su cólera, era frío y mantenía el dominio de sí. Haplo lo hubiera pensado dos veces antes de enfrentarse a alguien así. Entre la multitud, nadie respondió al reto del príncipe. Todos parecían avergonzados y alzaron sus voces en un grito de apoyo que podría haberse oído en la lejana ciudad. De nuevo, las lanzas golpearon los escudos, pero esta vez era en homenaje, no en desafío.

El hombre de los ropajes negros se adelantó y habló en voz alta por primera vez.

—Nadie te está desafiando, Edmund. Eres nuestro príncipe —nuevos vítores— y te seguiremos como seguimos a tu padre. Sin embargo, es lógico que temamos por tu seguridad. Si te perdiéramos, ¿a quién recurriríamos?

El príncipe estrechó la mano de su interlocutor, contempló a su pueblo y, cuando habló, era patente en su voz la emoción.

—Ahora soy yo el que está avergonzado. He perdido la calma. No soy un ser especial, salvo que tengo el honor de ser hijo de mi padre. Cualquiera de vosotros podría conducir a nuestro pueblo. Cada uno de vosotros es digno de ello.

Muchos se echaron a llorar. Las lágrimas cayeron copiosamente por las mejillas de Alfred. Haplo, que jamás habría creído poder sentir lástima o compasión por nadie que no perteneciera a su propia raza, contempló a aquellas gentes, se fijó en sus indumentarias andrajosas, en sus caras macilentas, en sus tristes pequeños, y tuvo que recordarse a sí mismo con severidad que todos ellos eran sartán, que eran sus archienemigos.

—Es preciso que continuemos la ceremonia —indicó el hombre de negro. El príncipe asintió, descendió del peñasco y ocupó su lugar entre el pueblo.

El sartán de la túnica negra deambuló entre los cadáveres. Después, levantó ambas manos y empezó a trazar extraños dibujos en el aire, al tiempo que entonaba un cántico con una voz potente y monótona. Moviéndose entre los muertos, recorriendo arriba y abajo la silenciosa fila de cuerpos, el individuo dibujó un signo mágico sobre cada uno de ellos y el espectral sonsonete se hizo más sonoro, más insistente.

Aunque no tenía la menor idea de lo que decía la canción, Haplo notó que se le erizaba el vello de la nuca y se le ponía la piel de gallina. Un desagradable hormigueo nervioso lo recorrió de pies a cabeza.

Aquello, se dijo, no era un funeral ordinario.

—¿Qué está haciendo ese tipo? ¿Qué sucede ahí abajo? Alfred, mortalmente pálido, tenía una expresión de horror en sus ojos, abiertos como platos.

—¡No está dando sepultura a los muertos! ¡Está resucitándolos!

CAPÍTULO 14

CAVERNAS DE SALFAG, ABARRACH

—¡Nigromancia! —susurró Haplo con incredulidad, presa de emociones contrapuestas y abrumado por unos pensamientos descabellados que lo llenaban de confusión—. ¡Mi Señor tenía razón! ¡Los sartán poseen el secreto de devolver la vida a los muertos!

—¡Sí! —reconoció Alfred en un susurro, retorciéndose las manos—. ¡Lo descubrimos hace tiempo, lo conocemos! ¡Pero no debía utilizarse jamás! Jamás!

El individuo de negro había iniciado una danza que lo llevaba en gráciles movimientos entre los cadáveres, dando vueltas en torno a cada uno de ellos. Con las manos alzadas en el aire sobre los cuerpos, continuó trazando los extraños signos que Haplo reconocía ahora como poderosas runas. Y entonces, de pronto, el patryn cayó en la cuenta de qué era lo que le había resultado familiar en aquellos cadáveres. Al observar a la multitud, advirtió que muchos de los reunidos, sobre todo los que se acurrucaban al fondo de la cavidad, no eran en absoluto seres vivos. Tenían el mismo aspecto que los cadáveres, la misma palidez acusada, las mismas mejillas hundidas y los mismos ojos velados por las sombras. ¡Entre la multitud, eran muchos más los muertos que los vivos!

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