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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

El Mar De Fuego (30 page)

BOOK: El Mar De Fuego
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NECRÓPOLIS, ABARRACH

Los habitantes de Necrópolis habían aprovechado una peculiar formación rocosa natural para levantar las murallas de la ciudad. Una larga hilera de estalagmitas, que se alzaban del suelo de la caverna, se extendía desde un lado del fondo de la caverna hasta el otro lado, cerrando un semicírculo. Desde arriba, las estalactitas bajaban al encuentro de las estalagmitas formando un muro que producía en el visitante la perturbadora impresión de entrar en una gigantesca boca con los dientes al descubierto.

La formación geológica era antigua; se remontaba a los orígenes de aquel mundo y era sin duda una razón importante para que aquel punto se hubiera convertido en uno de los primeros puestos avanzados de la civilización en Abarrach. Aquí y allá, podían verse en la impresionante muralla algunas viejas runas sartán, cuya magia había rellenado convenientemente las grietas que dejaba la arquitectura natural.

Pero la magia sartán había disminuido, la caída continua de lluvia corrosiva había desgastado la mayoría de las runas hasta borrarlas y ya nadie recordaba los secretos de su conservación. Los muertos se ocupaban de las reparaciones de la muralla, llenando los huecos entre los «dientes» con lava fundida y bombeando magma en las cavidades. Los cadáveres se ocupaban también de montar guardia en la muralla de Necrópolis.

Las puertas de la ciudad permanecían abiertas durante las horas en que el dinasta permanecía despierto. Las puertas gigantescas, de resistente hierba de kairn entretejida y reforzada con las escasas runas toscas que los sartán aún recordaban, sólo se cerraban cuando lo hacían los ojos del dinasta para dormir. El tiempo, en aquel mundo sin sol, se regulaba según la actividad del monarca de Necrópolis, lo cual significaba que solía cambiar según los caprichos de cada ocupante del trono.

Debido a ello, los distintos momentos de la jornada recibían denominaciones como «la hora del desayuno del dinasta», «la hora de las audiencias del dinasta» o «la hora de la siesta del dinasta». Un monarca madrugador obligaba a sus subditos a levantarse temprano para dedicarse a sus asuntos bajo la atenta vigilancia del gobernante. Un monarca dormilón, como el dinasta que ocupaba el trono en aquellos momentos, alteraba las costumbres de toda la ciudad, aunque tales cambios no solían representar grandes contratiempos para sus habitantes vivos, quienes generalmente estaban en disposición de modificar su ritmo de vida para adecuarlo al del gobernante. Los muertos, que realizaban todo el trabajo, no dormían nunca.

El Gran Canciller y sus prisioneros cruzaron las puertas de la capital ya avanzada la hora de las audiencias del dinasta, uno de los momentos más bulliciosos de la jornada para los habitantes de la ciudad. La hora de las audiencias marcaba un último momento de apresurada actividad antes de que la ciudad se paralizara durante la hora del almuerzo y la hora de la siesta del dinasta.

Así pues, las estrechas calles de Necrópolis estaban abarrotadas de gente, tanto vivos como muertos. Las calles eran, en realidad, túneles de origen tanto natural como artificial, destinados a proporcionar a los habitantes cierta protección de la pertinaz llovizna acida. Los túneles eran angostos y retorcidos y solían ser lugares oscuros y sombríos, apenas iluminados a trechos mediante siseantes lámparas de gas.

Gran número de viandantes, tanto vivos como cadáveres, llenaba los túneles. Parecía casi imposible que Alfred, el duque, la duquesa y los guardias de la escolta pudieran sumarse a la multitud. Alfred comprendió que la ley que prohibía el tránsito de animales por las calles de la ciudad no era una decisión arbitraria, sino producto de la necesidad. Un dragón del barro habría causado graves problemas de tráfico y la gran masa peluda de una pauka habría provocado un completo atasco en los túneles. Cuando estudió la muchedumbre que se apretujaba y se abría paso a empellones, Alfred advirtió que los muertos superaban con mucho en número a los vivos. Al observarlo, el corazón se le encogió en el pecho.

Los guardias cerraron filas en torno a sus prisioneros, pero la comitiva quedó separada en varios grupos casi de inmediato. Haplo y el príncipe desaparecieron de vista entre la multitud. El duque y la duquesa se apretaron contra Alfred y lo agarraron del brazo, cada uno por un lado. El sartán notó una tensión, una rigidez inusual en sus cuerpos y miró a ambos con expresión dubitativa, presa de una súbita aprensión que le revolvía el estómago.

—Sí —dijo Jera en voz baja, apenas audible en el bullicio de la multitud que se apiñaba en las calles—, vamos a intentar ayudarte a escapar. Limítate a hacer lo que te digamos, cuando te lo indiquemos.

—Pero... el príncipe... y mi ami... —Alfred no terminó la palabra. Había estado a punto de llamar «amigo» a Haplo y se preguntó con inquietud si el término era adecuado y exacto.

Jonathan parecía preocupado y miró a su esposa, quien sacudió la cabeza con firmeza. El duque suspiró.

—Lo siento, pero es imposible ayudarlos —dijo—. Nos aseguraremos de que tú te pones a salvo y, luego, tal vez podamos hacer algo juntos para ayudar a tus amigos.

Era un plan muy razonable. ¿Cómo podía saber el duque que, sin Haplo, Alfred seguiría prisionero de aquel mundo no importaba dónde estuviese? Exhaló un leve suspiro, inaudible para sus acompañantes, y comentó:

—Supongo que no os haré cambiar de idea aunque os diga que no deseo escapar, ¿verdad?

—Estás asustado —replicó Jera con unas palmaditas en el brazo—. Es comprensible, pero confía en nosotros. Nos ocuparemos de ti. No será muy difícil —añadió, dirigiendo una mirada desdeñosa a los guardias cadáveres que se abrían paso a duras penas entre la multitud.

«No, claro. Ya lo suponía», respondió Alfred a su propia pregunta, sin llegar a despegar los labios.

—Nos preocupa tu seguridad —apuntó Jonathan.

—¿De veras? —inquirió Alfred, pensativo.

—¡Pues claro! —exclamó el duque, y Alfred tuvo la sensación de que el joven noble estaba convencido de lo que decía.

El sartán no pudo evitar preguntarse, con una suave melancolía, hasta qué punto estaría dispuesta la pareja a poner en riesgo su vida por salvar a un tipo torpe e inepto en lugar de al hombre que había cumplido «la profecía», fuera ésta lo que fuese. Estuvo a punto de preguntárselo a los duques, pero decidió que en realidad no quería saberlo.

—¿Qué les sucederá al príncipe y a..., a Haplo?

—Ya oíste a Pons —contestó la duquesa, lacónica.

—¿A quién?

—Al canciller.

—¡Pero ese tipo habla de matar! —Alfred estaba horrorizado. Podía imaginar algo así de los mensch o de los patryn, pero... ¿de su propia raza?

—Ya ha sucedido otras veces —asintió el duque en tono lúgubre—. Y volverá a suceder.

—Tienes que pensar en ti mismo —añadió Jera con suavidad—. Ya habrá tiempo de pensar en ayudar a tus amigos a escapar cuando estés a salvo.

—O, por lo menos, quizá podamos rescatar sus cadáveres —dijo Jonathan. Y Alfred, mirando a los ojos al duque, supo que el joven hablaba completamente en serio.

El sartán se sintió entumecido de pies a cabeza. Siguió andando como en un sueño pero, si era tal sueño, tenía que ser el de otro, pues no podía despertar de él. Las manos cálidas de los duques lo conducían en aquel mar de muertos, combatiendo la gelidez de la carne blancoazulada de los cadáveres que se apretujaban en torno al trío. El olor a podredumbre era penetrante y emanaba no sólo de los cuerpos sino de todo lo demás de aquel mundo.

Los propios edificios, hechos de obsidiana, granito y lava fría, se veían sometidos a la acción constante de la niebla y la llovizna cargadas de ácido. Viviendas y tiendas, como los cadáveres, se desmoronaban hasta caer en pedazos. Alfred vio en varios lugares antiguas runas, o lo que quedaba de ellas. Signos cuya magia debía de haber proporcionado luz y calor a aquella ciudad lúgubre y repulsiva. Pero la mayor parte de ellos había desaparecido, por efecto de la corrosión u ocultados tras improvisadas obras de reparación.

Los duques aminoraron el paso y Alfred los miró con inquietud.

—Ahí delante hay una intersección de túneles —le dijo Jera al oído. Su expresión era firme y resuelta; su tono, urgente e imperioso—. Encontraremos la habitual confusión en el tráfico. Cuando lleguemos allí, disponte a hacer lo que te digamos.

—Creo que debería advertiros. No soy muy bueno corriendo, huyendo de una persecución y esas cosas...

Jera le dirigió una sonrisa bastante tensa y forzada, pero en sus ojos verdes había un destello de calor.

—Ya lo sabemos, no te preocupes —le dijo, dándole unas nuevas palmaditas en el brazo—. El asunto debería resultar mucho más fácil que todo eso.

—Debería... —terció su esposo, jadeando de nerviosismo.

—Calma, Jonathan —murmuró la duquesa—. ¿Preparado?

—Preparado, querida —asintió él.

Llegaron a la encrucijada, donde convergían cuatro túneles. Los viandantes procedentes de las cuatro direcciones se cruzaban allí y Alfred vio por un instante a cuatro nigromantes, envueltos en sencillas ropas negras, colocados en el centro de la intersección y dirigiendo el río de tráfico.

De pronto, Jera se volvió y empezó a empujar con gesto irritado al guardia cadáver que avanzaba justo detrás de ella.

—¡Os digo que cometéis un error! —exclamó en voz alta.

—¡Sí, marchaos de una vez! —Jonathan alzó también la voz, deteniéndose a protestar ante otro de los guardias del canciller—. ¡Os equivocáis de gente! ¿Es que no lo entendéis? ¡Estáis siguiendo a quien no debéis! ¡Vuestros prisioneros se han ido por ahí! —El duque alzó la mano e indicó una dirección.

Los guardias muertos se quedaron inmóviles, formando un apretado círculo en torno a los duques y a Alfred tal como les habían ordenado. Los transeúntes tropezaron con el grupo y se detuvieron, los vivos para ver qué sucedía y los muertos sin otro propósito que continuar la marcha, camino de sus respectivas tareas.

Se produjo un atasco. Los que venían más atrás, que no podían ver lo que ocurría, empezaron a empujar a los que tenían delante, inquiriendo con voces estridentes cuál era la causa de la retención del tráfico. La situación empeoraba cada vez más y los nigromantes actuaron con celeridad para descubrir qué sucedía e intentar resolver el lío.

Un controlador de encrucijada se abrió paso entre la multitud con sus sencillos ropajes negros. Al advertir el reborde rojo en las ropas negras de los duques, el nigromante los reconoció como miembros de la nobleza menor y les dedicó una reverencia. Sin embargo, también lanzó una breve mirada por el rabillo del ojo a los cadáveres de los soldados, que llevaban los distintivos regios.

—¿Puedo salvar a Sus Señorías? —preguntó el nigromante—. ¿Tienen algún problema?

—No estoy seguro del todo —dijo Jonathan, la viva imagen de la confusión y la inocencia—. Verás, mi esposa y yo y este amigo veníamos caminando, ocupados en nuestros asuntos, cuando estos..., estos... —dirigió un gesto hacia los guardias como si no existieran palabras para describirlos— nos han rodeado de pronto y nos han obligado a acompañarlos en dirección a palacio.

—Les han ordenado custodiar a un prisionero pero, al parecer, lo han perdido y ahora la toman con nosotros —añadió Jera, mirando a su alrededor con aire desvalido.

El atasco era cada vez más monumental. Dos de los controladores intentaban desviar el tráfico en torno al grupo. El cuarto, con aspecto desolado, probó a dirigir a la gente hacia el otro lado del túnel, pero las paredes de éste impidieron a los viandantes llegar muy lejos. Alfred, que sacaba toda la cabeza al resto de la multitud, vio que el atasco se extendía ya por las cuatro vías. A aquel ritmo, pronto terminaría atascada toda la ciudad.

Alguien le estaba pisando el pie sin miramientos, y otro le había clavado el codo en las costillas. Jera estaba aplastada contra él y sus cabellos le hacían cosquillas en el mentón. El propio controlador se vio atrapado en la marea y tuvo que abrirse paso a la fuerza para evitar ser arrastrado por la muchedumbre.

—Hemos llegado a las puertas de la ciudad al mismo tiempo que el Gran Canciller y tres prisioneros políticos —dijo Jonathan a gritos para que el nigromante lo oyera entre el estrépito de los túneles—. ¿Los habéis visto? Un príncipe de una tribu bárbara y un hombre que parecía un juego de fichas rúnicas ambulante...

—Sí, los hemos visto. Iban con el Gran Canciller, en efecto.

—Pues bien, había un tercer hombre y este grupo de soldados lo escoltaba pero, de pronto, los hemos encontrado escoltándonos a nosotros, y el tipo se les ha escapado.

—Tal vez Sus Señorías —dijo el controlador, cada vez más aturdido— podrían limitarse a acompañar a los soldados a palacio y...

—¿Qué? ¡Yo, la duquesa de los Cerros de la Grieta, conducida ante el dinasta como una vulgar delincuente! ¡No me atrevería a dejarme ver en la corte nunca más! —La pálida piel de Jera se sonrojó y sus ojos centellearon de ira—. ¡Cómo te atreves a insinuar siquiera tal cosa...!

—Yo... lo siento, Señoría —balbució el nigromante—. No sé lo que me digo. Es a causa de toda esta multitud, ¿sabéis?, y de este calor...

—Entonces, te sugiero que hagas algo —intervino Jonathan con aire altivo.

Alfred observó los cadáveres, que permanecían imperturbables en mitad de la confusión que los rodeaba, con un aire de concentrada determinación en sus rostros carentes de inteligencia.

—Sargento —dijo entonces el nigromante, dirigiéndose al cadáver que guiaba el reducido destacamento—, ¿cuál es la tarea que le han asignado?

—Escoltar prisioneros. Llevarlos a palacio —respondió el cadáver, y su voz hueca se confundió con las otras voces huecas de los demás muertos que intentaban ir y venir por los túneles.

—¿Qué prisioneros? —preguntó el controlador. El cadáver tardó en contestar, hurgando en su pasado, hasta asirse a un recuerdo.

—Prisioneros de guerra, señor.

—¿De qué batalla? —insistió el nigromante con un atisbo de exasperación en la voz.

—Batalla... —La sombra de una sonrisa rozó los labios amoratados del cadáver—. La batalla del Coloso Caído, señor.

—¡Ah! —exclamó Jera, sarcástica. El nigromante exhaló un suspiro.

—Lo siento terriblemente, Señorías. ¿Quieren que me ocupe del asunto?

—Si nos haces el favor. Lo habría hecho yo misma, pero resultará mucho más sencillo si te haces cargo tú, como funcionario que eres. Tú sabrás hacer mejor los informes pertinentes.

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