—¿Y ese individuo de negro que cabalga a su lado?
—Es el nigromante de las tropas.
El canciller, montado a horcajadas en un dragón del barro con aire de extrema incomodidad, dijo unas palabras al capitán de las tropas, que avanzó a lomos de su montura.
La pauka piafó, y resopló, y sacudió la cabeza al olor del dragón del barro, que era hediondo y pestilente como si saliera de un charco de vapores ponzoñosos.
—Todos los de ahí, bajad del vehículo, por favor —solicitó el capitán. Jera miró a sus invitados.
—Creo que será mejor hacerlo —dijo, en tono de disculpa.
Todos se apearon del carruaje y el príncipe ayudó cortésmente a la duquesa. Alfred bajó los dos estribos, tropezó y estuvo a punto de caer de cabeza en una zanja. Haplo permaneció quieto y callado al final del grupo. Un gesto disimulado de su mano hizo que el perro acudiera a su costado.
Los ojos inexpresivos del cadáver estudiaron al grupo y en su boca tomaron forma las palabras que el Gran Canciller le había ordenado decir:
—Cabalgo en nombre del Dinasta de Abarrach, gobernante de Kairn Necros, regente de las Viejas y las Nuevas Provincias, rey de los Cerros de la Grieta, rey de Salfag, rey de Thebis y señor feudal de Kairn Telest.
Edmund se sonrojó sombríamente al escuchar tal reivindicación de su reino, pero contuvo la lengua. El cadáver continuó:
—Busco al que se hace llamar rey de Kairn Telest.
—Yo soy el príncipe de ese reino —proclamó Edmund con voz orgullosa—. El rey, mi padre, ha muerto y acaba de ser revivido. Por eso estoy aquí yo, y no él —añadió, aceptando la explicación.
El capitán cadáver, en cambio, pareció algo desconcertado. Aquella nueva información se salía del alcance de sus órdenes. El canciller le indicó en breves términos que el príncipe ocuparía el lugar del rey y el capitán, satisfecho, continuó su proclama:
—Su Majestad ha ordenado poner al rey...
—Al príncipe —lo corrigió el canciller con aire paciente.
—...de Kairn Telest bajo arresto.
—¿De qué se me acusa? —exigió saber Edmund. Dio unos pasos adelante, haciendo caso omiso del cadáver, y miró con furia al canciller.
—De entrar en los reinos de Thebis y Selfag, reinos ajenos a él, sin solicitar primero el permiso del dinasta para cruzar sus fronteras...
—¡Pero esos presuntos reinos están deshabitados! ¡Y ni yo ni mi padre hemos sabido nunca que ese «dinasta» existiese siquiera!
El cadáver había continuado su declaración, tal vez porque no podía oír la interrupción.
—...y de atacar sin provocación la ciudad de Puerto Seguro; de expulsar a sus pacíficos habitantes y de saquearla...
—¡Eso es falso! —protestó Edmund, dejándose llevar por la indignación.
—¡Desde luego que lo es! —exclamó Jonathan impetuosamente—. ¡Mi esposa y yo venimos de esa ciudad y podemos atestiguar la veracidad de lo que dice el príncipe!
—Su Justísima Majestad estará encantado de escuchar vuestra versión del asunto. Y os hará saber a ti y a tu esposa cuándo debéis acudir a palacio.
Esta vez, fue el canciller quien habló.
—Vamos a acompañar a su Alteza a palacio —declaró el duque.
—Es absolutamente innecesario. Su Majestad ha recibido tu informe, señor. Te solicitamos el uso de vuestro carruaje hasta las murallas de la ciudad pero, cuando lleguemos a Necrópolis, tú y la duquesa tenéis el permiso de Su Majestad para regresar a vuestra casa.
—Pero... —barboteó Jonathan. Esta vez, fue su esposa quien tuvo que contenerlo para que no soltara un exabrupto.
—Querido mío, la cosecha... —le recordó en voz baja. El duque calló, cerrándose en un torvo silencio.
—Y ahora, antes de continuar —añadió el canciller—, Su Alteza el príncipe comprenderá y me perdonará que le pida que me entregue su arma. Y las de sus compañeros...
La capucha gris del canciller, que le ocultaba el rostro, se volvió por primera vez hacia Haplo. Su voz enmudeció, la capucha cesó en su giro y la tela tembló como si la cabeza que cubría fuera presa de alguna extraña emoción.
Haplo notó un escozor en las runas de su piel. ¿Qué sucedía ahora? El patryn se puso en tensión, presintiendo un peligro. El perro, que se había limitado a tumbarse en mitad del camino aprovechando la pausa en el viaje, se incorporó de un salto y emitió por lo bajo un ronco gruñido. Uno de los ojos del dragón del barro se volvió en dirección al pequeño animal. Una lengua roja asomó por un instante, como un látigo, de la boca del animal.
—No tengo armas —declaró Haplo, alzando las manos.
—Yo, tampoco —añadió Alfred con una vocecilla miserable, aunque nadie se había dirigido a él.
El canciller se estremeció como quien despierta de una cabezada que no se proponía echar. Con cierto esfuerzo, la capucha gris consiguió arrancar su mirada de Haplo para devolverla al príncipe, que había permanecido inmóvil.
—La espada, Alteza. Nadie puede acudir armado a presencia del dinasta.
Edmund se quedó plantado, desafiante e indeciso. Los duques bajaron la vista; no querían influir en absoluto en la resolución que tomara el príncipe, aunque era evidente su deseo de que no creara problemas. Haplo no estaba seguro de qué esperaba que haría el príncipe. El patryn había recibido de su Señor la advertencia de no involucrarse en ninguna disputa local, ¡pero el Señor del Nexo no había contado con que su servidor fuese a caer en manos de un dinasta sartán!
Con un gesto brusco e inesperado, Edmund desabrochó la hebilla del cinto de su espada y entregó ésta al cadáver. El capitán aceptó el arma con gesto grave y realizó un saludo con su mano blanquísima y ajada. Helado de orgullo ultrajado y de justa cólera, el príncipe subió de nuevo al carruaje, tomó asiento muy tieso y se dedicó a contemplar el paisaje desolado con estudiada calma.
Jera y su esposo, avergonzados, no se atrevieron a mirar a Edmund, seguros de que el príncipe creería que lo habían conducido a sabiendas a aquella trampa. Ocultando el rostro, subieron al vehículo sin decir palabra y tomaron asiento en silencio. Alfred dirigió una mirada dubitativa a Haplo, con todo el aire de estar esperando órdenes. Al patryn le resultaba incomprensible que el sartán hubiera sobrevivido tanto tiempo por sí solo; hizo un gesto con la cabeza y Alfred se encaramó al carruaje, tropezando con los pies de todos los ocupantes y cayendo, más que sentándose, en un rincón del vehículo.
Todos aguardaron a Haplo. El patryn se inclinó hacia el perro, le dio unas palmaditas y volvió la cabeza del animal hacia Alfred.
—Vigílalo —le ordenó en un susurro que sólo el perro pudo captar—. No importa lo que me suceda a mí, sigue vigilándolo.
Haplo montó en el carruaje. El capitán hizo avanzar a su montura, asió las riendas de la pauka y forzó a moverse al reacio animal. El vehículo reemprendió la marcha hacia Necrópolis, la Ciudad de los Muertos.
NECRÓPOLIS, ABARRACH
La ciudad de Necrópolis estaba construida contra las elevadas paredes de la kairn
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que daba nombre al imperio. La kairn, una de las mayores y más antiguas de Abarrach, siempre había estado habitada, pero hasta tiempos muy recientes no se había convertido en un gran centro de población. Quienes habían viajado a aquel mundo en los primeros años de su historia se habían trasladado a regiones más templadas, más próximas a la superficie del planeta, y habían establecido sus ciudades «entre el fuego y el hielo», según rezaba el dicho.
El mundo de Abarrach había sido cuidadosamente planificado por los sartán cuando intentaron salvar su mundo separándolo con su magia. Resultaba verdaderamente desconcertante que un plan que parecía tan acertado hubiera terminado en un fracaso tan trágico, comentó Alfred para sí durante el deprimente trayecto hasta la ciudad, cargado de malos presagios.
Por supuesto, siguió pensando Alfred, ni aquél ni los otros tres mundos habían sido proyectados para ser autosuficientes. Deberían haber estado comunicados, haber cooperado. Sin embargo, por alguna razón desconocida, la cooperación no se había producido y la comunicación se había roto, dejando a cada mundo aislado de los demás.
Con todo, las razas de mensch de Ariano habían logrado adaptarse a su duro entorno y sobrevivir. Incluso parecían capaces de prosperar, si no acababan antes con ellos sus constantes rencillas y enfrentamientos.
Habían sido los sartán, su propia raza, quienes habían desaparecido de Ariano. Aunque habría sido mejor —mucho mejor, reflexionó Alfred con tristeza— que los sartán se hubieran extinguido también en aquel reino de las cavernas.
—La ciudad de Necrópolis —anunció el Gran Canciller, desmontando con torpeza de su dragón del barro—. Me temo que a partir de aquí tendremos que caminar. No se permiten animales en el interior de las murallas. Y eso incluye a los perros —añadió, clavando los ojos en la mascota de Haplo.
—No voy a dejar a mi perro —declaró el patryn concisamente.
—Podría quedarse en el carruaje —propuso Jera con un ademán tímido—. ¿Se quedaría aquí, si se lo ordenaras? Si quieres, podemos llevárnoslo a nuestro feudo.
—El perro obedecería, pero no se quedará. —Haplo descendió del vehículo y llamó al animal a su lado con un silbido—. Donde yo voy, viene el perro. O no va ninguno de los dos.
Jera se apeó del carruaje con su esposo y se volvió hacia el canciller.
—El animal está perfectamente entrenado —dijo—. Respondo de su buen comportamiento mientras esté en la ciudad.
—La ley es terminante: no se permiten animales dentro de las murallas de la ciudad —declaró el Gran Canciller con expresión severa, dura como el pedernal—. Excepto los destinados al mercado, y éstos deben ser sacrificados en un plazo de tiempo determinado desde el momento de su entrada. Y si no te sometes a nuestras leyes por las buenas, señor, tendrás que hacerlo por la fuerza.
—¡Ah, bien! —replicó Haplo, acariciando la piel cubierta de runas del revés de sus manos—. Eso sería muy interesante de ver.
«Más problemas», previo Alfred con desconsuelo. El sartán, conocedor de la sospechosa relación entre Haplo y su perro, no tenía idea de cómo se resolvería aquella situación. Haplo renunciaría a su vida antes que a su perro y, a juzgar por su expresión, parecía alegrarse de tener una oportunidad de luchar.
No era extraño, pensó Alfred. Poder enfrentarse al fin con un enemigo que había encerrado a su pueblo en un mundo infernal durante un millar de años. Un enemigo cuyas facultades mágicas —y quién sabía qué otras cosas— se habían deteriorado. Sin embargo, ¿podría el patryn enfrentarse a los muertos? En la caverna, los soldados cadáveres del príncipe Edmund lo habían capturado con cierta facilidad. Alfred había advertido la mueca de dolor de Haplo y conocía a éste lo suficiente como para imaginar que eran pocos los que lo habrían visto alguna vez tan impotente. Pero quizás esta vez estaba más preparado; quizá la magia de su cuerpo ya se había aclimatado mejor.
—No tengo tiempo para tonterías —declaró el Gran Canciller con frialdad—. Ya llegamos tarde a nuestra audiencia con Su Majestad. Capitán, adelante con ello.
El perro, aburrido de la conversación, fue incapaz de resistir la tentación de olisquear de nuevo a la pauka y darle un malicioso mordisco. Haplo mantuvo la mirada fija en el canciller. El capitán de la guardia se agachó, cogió al can entre sus recios brazos y, antes de que Haplo pudiera impedirlo, arrojó al animal a una charca de fango caliente y burbujeante.
El perro lanzó un terrible aullido de dolor y chapoteó frenéticamente con sus patas delanteras, mientras sus ojos acuosos se volvían hacia su amo en una súplica desesperada.
Haplo saltó hacia él, pero el barro era espeso y viscoso y estaba caliente como un horno. Antes de que el patryn pudiera hacer nada por él, el perro fue engullido por el fango y desapareció sin dejar rastro.
Jera soltó una exclamación sofocada y ocultó el rostro en el pecho de su esposo. Jonathan, conmocionado y consternado, lanzó una mirada de odio al canciller. El príncipe soltó un grito de amarga y colérica protesta.
Haplo se volvió loco de rabia.
Las runas de su cuerpo cobraron vida, rojas y azules, emitiendo un brillo cegador. Su intensísima luz era visible a través de sus ropas, irradiaba bajo la tela de la blusa y dibujaba nítidamente los signos mágicos de sus brazos. El chaleco de cuero ocultaba los del pecho y de la espalda y los pantalones, también de cuero, hacían lo propio con los de las piernas, pero las runas eran tan poderosas que empezaba a formarse un halo luminoso en torno al patryn. Sin una palabra, con expresión torva, Haplo se lanzó contra el cadáver, el cual, advirtiendo la amenaza, echó mano a la espada.
El impulso llevó a Haplo a saltar sobre su presa antes de que el capitán terminara de desenvainar. Pero, en el momento en que las manos tocaron la carne helada del cadáver, dispuestas a retorcerle el cuello, estalló un relámpago blanco que dio vueltas vertiginosamente en torno a los dos. Haplo soltó un grito agónico y retrocedió tambaleándose, retorciendo y agitando convulsivamente brazos y piernas mientras la descarga le atravesaba el cuerpo. Terminó golpeándose contra el costado del carruaje y deslizándose con un gemido hasta quedar tumbado, aparentemente sin sentido, sobre la capa de blanda ceniza que cubría el camino.
Un acre olor a azufre invadió el aire. El cadáver continuó, imperturbable, el movimiento de sacar la espada; después, miró al canciller y esperó órdenes.