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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

El Mar De Fuego (35 page)

BOOK: El Mar De Fuego
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—El príncipe y el forastero de la piel cubierta de runas han muerto —anunció Tomás en voz baja. Avanzó hasta la luz y se quitó la capucha que le ocultaba la cabeza. Era un hombre joven, de la edad de Jonathan. Traía la ropa sucia, salpicada de barro, como si hubiera cabalgado largo y tendido—. El dinasta los ha ejecutado a ambos esta misma noche, en la sala de juegos de palacio.

—¿Estabas presente cuando lo ha hecho? ¿Lo has visto con tus propios ojos? —inquirió el conde, volviendo hacia el recién llegado su rostro tallado a cincel. Su mirada pareció cortar el aire, impaciente y ansiosa.

—No, pero he hablado con un guardia muerto que se ha encargado de transportar los cuerpos a las catacumbas. El cadáver me ha dicho que el conservador ya ha empezado a trabajar en el mantenimiento de ambos.

—¡Te lo ha dicho un muerto! —exclamó el anciano conde con una mueca de desprecio—. ¡No se puede confiar en los muertos!

—Lo sé muy bien, señor. Por eso fingí ignorar que el dinasta había cancelado su partida de fichas rúnicas e irrumpí en la sala de juegos. Allí había varios cadáveres limpiando un charco de sangre. De sangre fresca. Cerca de ellos, en el suelo, había una lanza cubierta de sangre con la punta mellada. Para mí, quedan pocas dudas. Los dos prisioneros están muertos.

Jera movió la cabeza y suspiró.

—Pobre príncipe. Pobre joven, tan atractivo y honorable. Pero la desgracia de uno puede ser la fortuna de otro, como dice el refrán.

—¡Exacto! —asintió el anciano con gesto enérgico y fiero—. ¡Nuestra fortuna!

—Lo único que necesitamos hacer es rescatar los cadáveres del príncipe y de tu amigo —Jera se volvió hacia Alfred con avidez—. Será peligroso, por supuesto, pero... Mi querido amigo —añadió con súbita consternación—, ¿te encuentras bien? Jonathan, tráele un vaso de stalagma.

Alfred permaneció sentado mirándola, incapaz de pensar racionalmente. Después, se puso en pie con torpeza, tropezando, y brotaron de sus labios unas palabras entrecortadas:

—Haplo y el príncipe... muertos. Asesinados. Por mi propia raza. Los sartán, matando a capricho. Y vosotros..., vosotros, insensibles... ¡Como si la muerte no fuera otra cosa que un ligero inconveniente, una molestia apenas mayor que un resfriado!

—Vamos, vamos... Bebe esto. —Jonathan le ofreció un vaso de un licor de aroma pestilente—. Deberías haber comido más en la cena...

—¡La cena! —exclamó Alfred con voz gutural. Apartó el vaso de un manotazo y retrocedió hasta chocar con la pared—. ¡Dos hombres acaban de perder la vida violentamente y no se te ocurre otra cosa que hablar de la cena! ¡Y de..., de recuperar sus..., sus cuerpos!

—Te aseguro, señor, que los cadáveres serán bien tratados —intervino Tomás, el recién llegado—. Conozco personalmente al nigromante conservador y es muy experto en su arte. Notarás pocos cambios en tu amigo...

—¡Pocos cambios! —Alfred se pasó una mano temblorosa por la calva—. ¡Es la muerte lo que da sentido a la vida! La muerte, que a todos iguala. Hombre, mujer, campesino, rey, rico o pobre: todos somos viajeros en camino hacia idéntico destino. La vida es sagrada, preciosa, es algo a valorar, a apreciar, y no a ser tomado a la ligera, caprichosamente. Habéis perdido todo respeto a la muerte y, en consecuencia, también a la vida. Para vosotros, robarle la vida a un hombre no es un crimen mayor que..., que robarle el dinero.

—¡Un crimen! —replicó Jera—. ¿Y tú hablas de crimen? ¡Eres tú quien lo ha cometido! Destruiste ese cuerpo y enviaste su fantasma al olvido, donde será desgraciado toda la eternidad, privado de forma y de sustancia.

—¡Pero tenía forma, tenía sustancia! —exclamó Alfred—. ¡Tú misma lo viste! ¡El soldado quedó libre por fin!

Hizo una pausa, perplejo ante lo que acababa de decir. Jera lo miró con parecido desconcierto.

—¿Libre? ¿Libre para hacer qué, para ir adonde?

Alfred se sonrojó y las mejillas le ardieron mientras el resto de su cuerpo se estremecía de frío. Los sartán, semidioses capaces de forjar nuevos mundos a partir de uno condenado, capaces de crear. Pero la actividad creadora había sido provocada por la destrucción. Y la magia sartán había conducido a la nigromancia, en un paso al parecer inevitable. De controlar la vida a controlar la muerte.

Pero ¿por qué le parecía aquello tan terrible? ¿Por qué se revolvía contra aquella práctica hasta la última fibra de su ser?

Una vez más, su mente evocó la imagen del mausoleo de Ariano, con los cuerpos de sus amigos en las tumbas. La última vez que lo había visitado antes de abandonar Ariano, había sentido una tristeza abrumadora que, entonces, había comprendido que no era tanto por ellos como por él mismo, por su completa soledad.

Recordó también la muerte de sus padres en el Laberinto...

No, se dijo Alfred. Aquéllos eran los padres de Haplo. Pero, cuando el sartán los había visto durante su confusa experiencia, había sentido el dolor desgarrador, la rabia desbocada, el miedo terrible... Y, de nuevo, los había sentido por sí mismo. Es decir, por Haplo. Por su completa soledad.

Los cuerpos despedazados que habían luchado y resistido, habían encontrado al fin la paz. La muerte había enseñado a Haplo a odiar, lo había imbuido de odio al enemigo que había encerrado a sus padres en la prisión que los había matado. Pero, aunque Haplo no se diera cuenta, la muerte también le había enseñado otras lecciones.

Y, de pronto, Haplo estaba muerto. Justo cuando Alfred casi había empezado a pensar que cabía la posibilidad de que...

Un gañido interrumpió los pensamientos de Alfred. El contacto de una lengua fría y húmeda sobre la piel le hizo dar un respingo. Un perro negro, de raza indefinida, lo miraba con aire preocupado, con la cabeza ladeada. El animal alzó una pata y la posó sobre la rodilla de Alfred. Unos ojos pardos y acuosos le ofrecieron consuelo para una inquietud que percibía, aun sin entenderla.

Alfred contempló al perro y, recuperándose de la sorpresa inicial, le echó los brazos en torno al cuello. Estuvo a punto de ponerse a llorar.

El perro estaba dispuesto a mostrarse comprensivo pero, al parecer, tan brusca familiaridad le resultó intolerable. Así pues, se desembarazó del abrazo de Alfred y lo miró con perplejidad.

¿A qué venía aquello?, parecía decir. El no hacía otra cosa que cumplir órdenes. «Vigílalo», era la última que le había dado Haplo.

—Buen..., buen chico —dijo Alfred, alargando la mano con cautela para darle unas palmaditas en la negra testuz.

El perro no rechazó la caricia pero indicó, con aire digno, que las palmaditas en la cabeza eran aceptables y que la relación podía progresar hasta el rascado de orejas, pero que era preciso trazar una línea en alguna parte y que esperaba que Alfred lo comprendiera.

Y Alfred lo comprendió.

—¡Haplo no ha muerto! ¡Está vivo! —exclamó.

Miró a su alrededor y vio que todos lo observaban.

—¿Cómo has hecho eso? —Jera estaba muy pálida, con los labios descoloridos—. ¡El cuerpo de ese animal quedó destruido! ¡Jonathan y yo lo vimos!

—Dime, hija, ¿de qué estás hablando? —inquirió su padre, irritado.

—¡El..., ese perro, padre! ¡Es el mismo que el soldado arrojó al charco de barro ardiente!

—¿Estás segura? Quizá sólo se parezca...

—¡Claro que estoy segura, padre! Mira a Alfred. ¡Lo ha reconocido! ¡Y el perro a él!

—Otro truco. ¿Cómo has podido hacerlo? —quiso saber el conde—. ¿Qué clase de magia maravillosa es ésta? Si puedes restaurar cadáveres que han sido destruidos...

—¡Ya te lo decía, padre! —exclamó Jera con un jadeo; una sensación de temor reverencial casi le impidió seguir hablando—. ¡La profecía!

Silencio. Jonathan contempló a Alfred con la admiración fascinada e indisimulada de un niño. El conde, su hija y el recién llegado de palacio observaron al forastero con ojos penetrantes y pensativos, calculando tal vez el mejor modo de utilizarlo para sus fines.

—¡No es ningún truco! ¡Y no he sido yo! Yo no he hecho nada —protestó Alfred—. No ha sido mi magia la que ha devuelto al perro. Ha sido Haplo...

—¿Tu amigo? ¡Pero Tomás asegura que está muerto! —replicó Jonathan con una mirada a su esposa en la que se leía claramente: «el pobre hombre ha enloquecido».

—No, no está muerto. ¡Es tu amigo quien se equivoca! Has dicho que no has llegado a ver el cuerpo, ¿verdad? —preguntó a Tomás.

—No. Pero la sangre, la lanza...

—Os aseguro —insistió Alfred— que el perro no estaría aquí si Haplo hubiera muerto. No puedo explicaros cómo lo sé, pues ni siquiera estoy seguro de que mi teoría acerca del animal sea la acertada, pero estoy convencido de lo que os digo. Sería preciso mucho más que una lanza para matar a mi... hum... amigo. Su magia es poderosa, muy poderosa.

—Está bien, está bien. De nada sirve discutir de eso ahora. Puede que siga vivo, puede que no. Razón de más para arrancarlo, a él o a lo que quede de él, de las garras del dinasta —declaró el conde, y se volvió hacia Tomás—. Y ahora, dinos cuándo se llevará a cabo la resurrección del príncipe.

—Dentro de tres ciclos, señor, según mi informador.

—Eso nos da tiempo —asintió Jera, entrelazando los dedos en gesto meditabundo—. Tiempo para trazar planes y para enviar un mensaje a su pueblo. Cuando comprueben que el príncipe no regresa, deducirán lo sucedido. Es preciso advertirles que no hagan nada hasta que estemos preparados.

—¿Preparados? ¿Para qué? —preguntó Alfred, desconcertado.

—Para la guerra —respondió Jera.

La guerra. Sartán combatiendo contra sartán. En todos los siglos de historia de los sartán, jamás había sucedido una tragedia semejante. Su raza, se dijo Alfred, había separado un universo para salvarlo de su conquista por el enemigo y lo había conseguido. Había conseguido una gran victoria.

Y había perdido.

CAPÍTULO 26

NECRÓPOLIS, ABARRACH

El ciclo siguiente a la muerte del príncipe, el dinasta canceló su hora de audiencias, hecho del que no se conocía ningún precedente. El Gran Canciller anunció públicamente que Su Majestad estaba fatigado por las presiones del cargo. En privado, Pons reveló a un grupito de privilegiados, «en estricta confianza», que Su Majestad había recibido informes preocupantes acerca de un ejército enemigo acampado al otro lado del mar de Fuego.

Como había previsto Kleitus, la alarmante noticia alcanzó a todos los habitantes de Necrópolis igual que la incesante lluvia, creando una atmósfera de tensión y de pánico muy apropiada y adecuada para los planes del dinasta. Éste permaneció todo el ciclo encerrado en la biblioteca de palacio, absolutamente a solas salvo unos contados muertos de su guardia personal, y éstos no contaban.

Elihn, Dios en Uno, contempló el Caos con desagrado. Extendió su mano y este movimiento creó la Onda Primordial.
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Quedó establecido el Orden, que tomó la forma de un mundo bendecido con la presencia de vida inteligente. Elihn quedó satisfecho con su creación y le proporcionó todas las cosas necesarias para desarrollar la vida en adelante. Una vez puesta en movimiento la Onda, Elihn abandonó el mundo en la seguridad de que la Onda mantendría el mundo y que ya no necesitaba un Cuidador. Y las tres razas creadas por la Onda, los elfos, los humanos y los enanos, vivieron en armonía.

—Mensch —masculló Kleitus con desdén, y repasó rápidamente los párrafos siguientes del texto, que trataba de la creación de las primeras razas, conocidas ahora como las razas inferiores. Tampoco encontró en aquella parte de la disertación el fragmento concreto de información que buscaba, aunque el dinasta recordaba haberlo visto cerca del principio de la exposición.

Hacía mucho tiempo que no tenía ante los ojos aquel manuscrito; sólo lo había leído en una ocasión anterior y, al hacerlo, no había prestado demasiada atención al texto, pues lo que buscaba entonces era un medio de abandonar aquel mundo, y no una historia sobre otro mundo muerto y desaparecido muchísimo tiempo atrás.

Pero, durante las últimas horas de una mitad de ciclo dedicada al descanso en la que no consiguió pegar ojo, le había venido a la mente al dinasta una frase que recordaba haber leído en las páginas de un texto. Una frase que lo hizo saltar de la cama como impulsado por un resorte. Su descubrimiento era de tal importancia que lo había llevado a suspender las audiencias de aquel ciclo. Un recorrido por su memoria le había traído al recuerdo el libro en cuestión y ahora, a solas en la biblioteca, sólo tuvo que repasarlo hasta localizar la referencia que buscaba.

En su esfuerzo por mantener el equilibrio e impedir que la degeneración traiga de nuevo el Caos, la Onda Primordial se corrige constantemente a sí misma. Así, la Onda se eleva y se hunde. Así, existe luz y existe oscuridad. Así, hay bien y hay mal. Así, llega la paz y estalla la guerra.

Al principio del mundo, durante lo que se conoce erróneamente como la Edad Oscura, las gentes creían en la existencia de leyes mágicas y leyes espirituales, equilibradas por leyes físicas. Sin embargo, con el paso del tiempo, una nueva religión se difundió por la tierra. Fue conocida como «ciencia». Propagadora de la supremacía de las leyes físicas, la ciencia ridiculizó las leyes espirituales y las mágicas, tachándolas de «ilusorias».

La raza humana, debido a lo corto de sus vidas, quedó especialmente prendada de esta nueva religión, que ofrecía una falsa promesa de inmortalidad. Los humanos dieron a este período el nombre de Renacimiento. La raza de los elfos mantuvo su creencia en la magia y, debido a ello, fue perseguida y expulsada del mundo. La raza de los enanos, muy hábil en cuestiones de mecánica, se ofreció a colaborar con los humanos, pero éstos deseaban esclavos, no socios, de modo que los enanos abandonaron el mundo por propia iniciativa y buscaron refugio en el subsuelo. Con el tiempo, los humanos olvidaron a esas otras razas y abandonaron la creencia en la magia. La Onda perdió su forma, se volvió irregular y uno de sus extremos rebosó de fuerza y poder mientras el otro quedaba débil y sin energía.

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