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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El mar oscuro como el oporto (23 page)

BOOK: El mar oscuro como el oporto
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—Habíamos previsto esto, por supuesto —dijo Pullings cuando recibió a Stephen en la cubierta medio inclinada—. De otra forma, el capitán no hubiera tenido suficientes tripulantes para mandar la presa al puerto. Pero llegó en un mal momento, antes de que pudiéramos encontrar a un grupo de hombres del puerto. Tan pronto como supe que podíamos carenar la fragata antes de tiempo, ordené abarloarla con el
Alastor
para pasar allí todas sus pertenencias y todo lo de la enfermería, pero cuando la operación estaba a medias, llegó la lancha con nuevas órdenes y tuve que cambiarlo todo. También vino en ella un marinero que se llama Fabien, un tripulante del
Franklin
que ayudó al señor Martin cuando estaba a bordo. El capitán quería mandarle a nuestro barco antes de que nos separáramos, pero se le olvidó. ¡Ah, doctor! —exclamó, dándose una palmada en la frente—. Se me había olvidado que cuando estábamos tan ocupados subió a bordo un clérigo, el mismo que vimos cuando salimos de viaje…, el caballero que es igual que el capitán, pero de color más oscuro. Se enteró de que el capitán estaba herido y estaba muy preocupado. Me preguntó por usted y dijo que volvería mañana a mediodía, pero me pidió papel y tinta y le dejó esta nota.

—Gracias Tom —dijo Stephen—. La leeré en el
Alastor
. ¿Me podrías prestar una lancha? Y tal vez el marinero que el capitán mandó podría venir con nosotros.

En la gran cabina del
Alastor
, por fin totalmente limpia y sólo con olor a agua de mar, brea y pintura fresca (había habido allí una auténtica carnicería), Stephen se sentó a beber a sorbos té caliente, una bebida que detestaba, aunque menos que el café de Grinshaw, pero que le parecía reconfortante después de haber bajado del desierto peruano. Y mientras bebía, leyó la nota:

Estimado señor:

Anoche, cuando regresé de un retiro espiritual con los benedictinos de Huangay, me enteré de que la Surprise había llegado otra vez al puerto de Callao, y tenía la esperanza de tener noticias de usted y el capitán Aubrey. Pero cuando mandé a preguntar a su agente por la mañana, supe que él había estado a bordo pero ahora se encontraba en el Franklin, el barco corsario estadounidense que capturó. También supe, con pena, que le habían herido al apresar el infame Alastor. Corrí enseguida al puerto, donde el capitán Pullings me tranquilizó, hasta cierto punto, y mencionó su agradable presencia aquí. Por tanto, es mi propósito tener el honor de visitarle mañana a mediodía.

Queda de usted atentamente, estimado señor, su seguro y humilde servidor:

Sam Panda

Ni Jack ni Sam habían reconocido su relación expresamente sino de forma tácita, lo mismo que todos los miembros de la tripulación cuando habían visto por primera vez al joven subir a bordo de la
Surprise
en las Antillas. En realidad, era obvia para cualquiera que les viera juntos, pues Sam, que era hijo de una joven bantú y había nacido en la base naval de El Cabo después de que Jack se fuera de allí, era la viva imagen de su padre, pero de color ébano y un poco más corpulento. Sin embargo, había algunas diferencias entre ellos. Jack Aubrey no parecía, ni demostraba ser muy inteligente salvo en cuestiones relacionadas con la náutica, conducir un barco o luchar en una batalla, y aunque estaba extraordinariamente dotado para las matemáticas y había dado una conferencia sobre la nutación en la Royal Society, eso no se traslucía en su conversación. Sam, en cambio, había sido educado por misioneros irlandeses muy cultos, y su dominio de lenguas clásicas y modernas era el orgullo de ellos. Además, había leído vorazmente. Stephen, que también era católico y tenía cierta influencia en Roma, le había conseguido la dispensa que, por el hecho de ser bastardo, necesitaba para ser ordenado sacerdote, y ahora el joven tenía una buena posición en la Iglesia. Decían que pronto podría llegar a ser un prelado, no sólo porque actualmente no había ninguno negro (aunque había algunos de piel amarillenta y marrón oscuro, pero ninguno con la piel de color negro brillante como Sam), sino también por lo que había aprendido de los padres de la Iglesia, así como por su excepcional y evidente talento.

—Tengo muchas ganas de verle —dijo Stephen, y después de una pausa en la que bebió otra taza de té, continuó—: Creo que iré andando en dirección a Lima y me encontraré con él a medio camino. Tal vez pueda ver algún cóndor.

Llamó a William Grinshaw, el ayudante de Killick a quien habían encargado atenderle a pesar de que Tom Pullings tenía un despensero muy bueno.

—William Grinshaw, por favor, dile al marinero del
Franklin
que mandó el capitán que baje —ordenó Stephen.

Cuando apareció el marinero del
Franklin
, un joven delgado, alto, nervioso y con poco pelo, dijo:

—Fabien, siéntese en esa taquilla. Tengo entendido que era ayudante de un boticario en Nueva Orleans… Pero antes dígame qué lengua habla mejor.

—Ambas casi por igual, señor —respondió—. Cuando era niño trabajé como aprendiz para un veterinario en Charleston.

—Muy bien. Según me han dicho, fue el ayudante del señor Martin cuando estaba a bordo de su barco.

—Sí, señor, porque cuando el cirujano y su ayudante murieron, fui el único que pudo encontrar.

—Pero estoy seguro de que le fue útil por su experiencia con un boticario. Me parece recordar que él le elogió antes de ponerse tan enfermo.

—No aprendí mucho, señor, porque la mayoría del tiempo que pasé en la tienda estuve desollando, disecando o dibujando aves y pintando bandejas. Pero aprendí a preparar las recetas más comunes, como la poción azul y la negra. Además, ayudé a monsieur Duvalier en su trabajo, aunque haciendo cosas muy simples.

—¿Es costumbre en Nueva Orleans que los boticarios disequen aves?

—No, señor. A algunos les gusta tener en el escaparate cascabeles o un feto metido en alcohol, pero nosotros éramos los únicos que teníamos aves. Monsieur Duvalier, que tiene un compañero de colegio que pinta aves a relieve, quería que yo compitiera con él. Me vio hacer un dibujo de un buitre americano y luego colgarlo, y entonces me ofreció un puesto.

—¿No le gustaba ser veterinario?

—Bueno, señor, el veterinario tenía una hija…

—¡Ah! —exclamó Stephen, haciéndose otra bola con las hojas—. Sin duda, conocerá muy bien las aves de su país.

—Leí todo lo que pude encontrar. Leí a Bartram, Pennant y Barton, aunque eso no es mucho. Así y todo… —añadió, sonriendo—. Creo que tenía un huevo, algunas plumas y un dibujo de todas las aves que anidan veinte millas a la redonda de Nueva Orleans y Charleston.

—Seguramente eso debió de resultarle interesante al señor Martin.

Fabien dejó de sonreír.

—Al principio, señor —dijo—, pero después parecía que ya no le interesaba. Creo que los dibujos no son muy buenos. A monsieur Audubon no le gustaron porque, según dijo, no eran muy naturales, y monsieur Cuvier no contestó cuando mi amo le mandó dos o tres que él había retocado.

—Me gustaría ver algunos cuando tengamos tiempo, pero ahora tengo que atender a varios pacientes en la enfermería. Es posible que mis compromisos me retengan fuera del barco, y hasta que no resuelva todos los asuntos en tierra, me gustaría dejar aquí a alguien a quien pueda mandar instrucciones. Ya no hay casos de urgencia; sólo hay que cambiar vendas y administrar medicamentos a intervalos regulares. Tengo un ayudante excelente, pero aunque entiende muy bien el inglés, lo habla poco, y, además, tartamudea y no sabe leer ni escribir; sin embargo, tiene una aptitud excepcional para cuidar de los demás, y los marineros le quieren mucho. Tengo que añadir que es extraordinariamente fuerte, y aunque es tranquilo y tierno, puede ponerse muy furioso si le provocan. Ofenderle a él o a sus amigos en un barco como éste sería una locura. Venga conmigo y le indicaré dónde está la enfermería. Sólo quedan tres casos de amputación y ya están bastante bien, pero aún será necesario cambiarles las vendas una o dos semanas más. También hay que administrar algunos medicamentos y aplicar lociones a determinadas horas; todo está escrito. Allí encontrará a Padeen y estoy seguro de que se ganará su favor.

—Sin duda, señor. Mi lema es hacer cualquier cosa por una vida tranquila.

—No obstante eso, estaba a bordo de un barco corsario.

—Sí, señor. Huía de una joven, como cuando dejé al veterinario de Charleston.

* * *

El camino que iba a Lima pasaba por entre grandes cañaverales, campos sembrados de algodón, alfalfa y maíz bien irrigados y bosques de algarrobos entre los cuales había algunos plataneros, naranjos y limoneros de todas las variedades. Y donde empezaban a alzarse las laderas que formaban el valle, había algunas viñas. A veces seguía la abrupta ribera del Rimac, que ahora tenía un gran caudal procedente de las nieves que se veían a lo lejos, y estaba flanqueado por palmeras esparcidas entre sauces de una especie que Stephen no había visto nunca. Había pocas aves, aparte de las elegantes golondrinas que patrullaban los tranquilos charcos junto al río, y pocas flores. Aquella era la estación más seca del año y solamente se veía una hierba grisácea, que parecía alambre salvo por donde pasaban los innumerables canales de riego.

Había mucho tráfico. Iban o venían del puerto muchas carretas con toneles y fardos tiradas por bueyes o mulas, que le hicieron recordar a Stephen su juventud en España. Tenían los mismos yugos con una gran cresta, los mismos arneses de color carmesí rematados con tachones de latón, las mismas ruedas pesadas y chirriantes. Algunas personas iban a caballo o en burro, pero muchas más iban a pie. Había pocos españoles, muchos negros africanos y algunos indios bajitos y fuertes, con un gesto grave en sus cobrizos rostros y a veces encorvados bajo enormes pesos. Y también había todas las posibles combinaciones de los tres, junto con otros hombres de los barcos que estaban de visita. Todos, excepto los indios, que no hablaban ni sonreían, le saludaban en voz alta al pasar o le decían que el tiempo era «tan, tan seco que era insoportable».

Stephen tenía la costumbre de mirar el cielo cada vez que avanzaba más o menos un estadio
[8]
, especialmente cuando caminaba por terreno llano, para ver las aves que estaban fuera del campo de visión normal. Después de caminar una hora, tras una pausa más larga que lo habitual, levantó la vista otra vez y vio con profunda satisfacción nada menos que doce cóndores dando vueltas en lo alto del claro cielo que mediaba ente él y Lima. Dio unos pasos más, se sentó en un mojón y los observó a través del catalejo de bolsillo. No había posibilidad de error. Eran aves enormes, posiblemente con alas no tan anchas como las del albatros, pero mucho más pesadas. Tenían un modo de volar diferente, hacían uso del aire de un modo diferente. Su vuelo era perfecto, con perfectas curvas, y sin mover nunca sus grandes alas. Daban vueltas y vueltas, subiendo y bajando. Subían y subían y al final de la espiral descendían con una trayectoria recta y en dirección nordeste.

Siguió caminando con una sonrisa de auténtica felicidad. Al poco rato, justo después de pasar una posada donde los coches y carros estaban a la sombra de los algarrobos mientras los conductores bebían y descansaban, la sonrisa volvió a aparecer espontáneamente. Ahora tenía delante un caballo grande y negro que avanzaba trotando hacia Callao montado por un jinete aún más grande y negro. En ese momento el caballo aligeró el paso y cuando llegó a una yarda de Stephen, Sam bajó de la silla de un salto con una amplia sonrisa.

Se abrazaron y empezaron a caminar lentamente. Se preguntaron el uno al otro cómo estaban y el caballo les miró con curiosidad.

—Dígame, señor, ¿cómo está el capitán?

—Está bien, gracias a Dios…

—Gracias a Dios.

—… pero el taco de una pistola le dio en el ojo. La bala le rozó el cráneo y tuvo una contusión y una breve pérdida de memoria, nada más. El taco le produjo una inflamación que no había bajado cuando le dejé; mejor dicho, cuando me
ordenó
que le dejara. Además, tiene una herida de pica en la parte superior del muslo que probablemente ya se haya curado, aunque me gustaría estar seguro de ello. Pero antes de que se me olvide, me dijo que te transmitiera su cariño, que espera que el
Franklin
, su barco actual, llegue muy pronto a Callao y confía en que irás a comer con él.

—Espero que se reponga —dijo Sam y, después de un momento, continuó—: Pero, señor, ¿no quiere montarse? Sujetaré las riendas para que suba. Es un caballo manso y se cabalga cómodamente en él.

—No quiero —respondió Stephen, acariciando el morro del caballo—, aunque estoy seguro de que es una dulce criatura. Hay una pequeña posada en el camino, a unos dos minutos, y si no tienes prisa, deja el caballo allí y ven andando a Callao conmigo. No hay nada mejor que caminar cuando se conversa. Piénsalo, amigo mío: yo hablándote montado en este caballo de diecisiete palmos y tú mirando hacia arriba como Tobías cuando escuchaba al arcángel Rafael. Sin duda, sería edificante, pero inapropiado.

Sam no sólo dejó su caballo, sino también el sombrero negro que usaba con su uniforme, un sombrero de piel de castor que daba mucho calor ahora que el sol estaba llegando al cenit. Entonces los dos empezaron a caminar tranquilamente.

—Hay otra cosa de la que el capitán quería hablar contigo —dijo Stephen—. Entre las presas capturadas hay un barco pirata, el
Alastor
, que en este momento está en el puerto. La mayoría de los tripulantes murieron en una desesperada lucha, en la batalla en que el capitán resultó herido, y el capitán Pullings entregó a las autoridades de aquí los que quedaron vivos. También había a bordo varios marineros prisioneros a quienes hemos dado la libertad de escoger entre quedarse o bajar a tierra, y una docena de esclavos africanos, propiedad, si me permites usar la palabra, de los piratas. Estaban encerrados abajo y no tomaron parte en la lucha. No hay posibilidad de que sean vendidos para aumentar el botín de nuestros hombres porque la mayoría son muy religiosos y abolicionistas y arrastran tras ellos a los demás.

—Que Dios les bendiga.

—Que Dios les bendiga. Pero el capitán no quiere bajar a los negros a tierra porque teme que les atrapen y les conviertan de nuevo en esclavos. Aunque no se opone a la esclavitud con tanta vehemencia como yo, y ése es uno de los pocos puntos en que discrepamos, opina que haber viajado bajo bandera británica, aunque sea un período muy corto, les convierte
ipsofacto
en hombres libres, y que sería una injusticia privarles de esa libertad. Dice que apreciaría tus consejos.

—El hecho de preocuparse por ellos le honra. Con apoyo suficiente, no hay duda de que podrán vivir aquí en libertad. ¿Tienen algún oficio?

—Les llevaban de un plantío de caña de azúcar a trabajar en otro cuando su barco fue apresado y, por lo que he podido entender, porque hablan muy poco francés, sólo conocen ese tipo de trabajo.

—Aquí podemos encontrarles trabajo fácilmente —dijo Sam, volviéndose hacia un mar de cañas verdes y agitando la mano—. Pero el trabajo es duro y mal pagado. ¿El capitán no contempla la posibilidad de dejarles a bordo?

—No. Sólo tenemos marineros de primera y hombres expertos en su oficio, como los veleros, los toneleros y los armeros. Los hombres de tierra adentro nunca serían aceptados en un barco como el nuestro. Pero, sin duda, incluso tener libertad y una mala paga es mejor que ser esclavo toda la vida y no tener ninguna.

—Cualquier cosa es mejor que la esclavitud —convino Sam con una vehemencia que parecía extraña en un hombre tan corpulento y tranquilo—, cualquier cosa, incluso vagar por las montañas enfermo, congelado o abrasado, medio muerto de hambre, desnudo y perseguido por los perros, como los desgraciados cimarrones que ayudé en Jamaica.

—¿También tú te opones con vehemencia a la esclavitud?

—¡Oh, sí! En las Antillas la situación era muy mala, pero en Brasil era mucho peor. Como sabrá, trabajé allí entre los esclavos negros durante casi una eternidad.

—Lo recuerdo muy bien. Ésa era una de las razones por las que tenía tantas ganas de verte otra vez en Perú.

Miró atentamente a Sam, pero Sam todavía pensaba en Brasil y, con su voz grave, más grave que la de Jack, continuó:

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