Los hombres de la guardia de estribor ya habían subido a la cubierta sus bolsas de ropa y habían formado una pequeña pirámide cerca de la botavara, y cuando los de la guardia de babor estaban colocando las suyas al final del alcázar, formando un cuadrado, apareció Jack. Como solía hacer en estas ocasiones, echó un vistazo al mar, el cielo y los aparejos, y tuvo que hacerlo con un solo ojo, pues aunque el otro no hubiera estado oculto por el vendaje, no habría soportado la brillante luz ni su visión hubiera sido buena, pues no lo era ni en la penumbra de su cabina. Notó el espíritu de la tripulación, y a pesar del agudo dolor y la angustia que sentía, se contagió de su alegría.
Cinco campanadas. Jack hizo una inclinación de cabeza a Vidal, el primer oficial interino, que ordenó:
—¡Llamen a formar!
Tantos tripulantes habían pasado a otros barcos que la orden no siguió la larga serie de repeticiones que era habitual, sino que se cumplió inmediatamente mientras se oían los atronadores toques de tambor. Los oficiales recién ascendidos en sustitución de otros, la mayoría de ellos de Shelmerston, excelentes marineros, informaron que todos en sus brigadas estaban «presentes, debidamente vestidos y limpios».
Vidal atravesó la cubierta, se quitó el sombrero y anunció:
—Todos los oficiales han dado parte, señor.
Entonces recorrieron el barco como se hacía tradicionalmente, excepto por la presencia de Bonden, el barquero del capitán, que los acompañaba por si él daba un paso en falso. Aunque en la batalla con el
Alastor
Bonden había sufrido heridas que dejaron al descubierto sus costillas y su clavícula, se habían curado rápidamente, y sus amigos habían tomado las medidas que solían tomar los marineros para asegurarse de que no se abrieran de nuevo. Primero le pusieron una banda de lino untada con manteca de cerdo, luego dos de lona del número ocho y otras dos de la del número cuatro, y encima una banda de merlín blanco de un palmo, con fuertes tiras para ajustarías que estaban tan apretadas que sólo podía respirar con el estómago.
Los hombres de la guardia de proa y del combés, bajo el mando de Slade, formaban la primera brigada; en ella estaba la mayoría de los esclavos negros del
Alastor
. Eso era lógico, porque no eran marineros y sólo eran útiles para limpiar la cubierta con piedra arenisca o con lampazos cuando hacía buen tiempo o para tirar de algunos cabos bajo una estricta supervisión. De repente, Jack se dio cuenta de que no sabía cómo se llamaban ni podía distinguir uno de otro, y no pudo hablarles como era habitual. Estaban muy limpios, casi resplandecientes, correctamente vestidos con camisas de dril y pantalones y habían aprendido a mantenerse derechos y a quitarse el sombrero; pero no estaban contentos, sino muy nerviosos, y movían los ojos de un lado a otro con temor.
En el siguiente grupo había dos más y algunos de los tripulantes del
Franklin
que quedaban, y aunque Jack conocía bastante bien a todos los hombres blancos, se asombró al verles en esa brigada. Pero los hombres que estaban bajo su mando tenían forzosamente que encargarse de diferentes tareas y cambiarse de un barco a otro tantas veces que, incluso si al capitán no le hubieran herido en la cabeza y obligado a permanecer en su cabina durante algún tiempo, se habría confundido. Le fue mejor cuando llegó a la brigada de los artilleros y de los marineros del castillo, los más antiguos tripulantes a bordo. Paradójicamente, estaban bajo el mando de Reade, a quien aún no había terminado de cambiarle la voz. Jack todavía estaba preocupado cuando bajó con su escolta a inspeccionar la cocina, las cabinas y todo lo demás, pues siempre había pensado que un oficial tenía la obligación de conocer a todos sus hombres y, por supuesto, saber sus nombres, a qué guardia y a qué brigada pertenecían y cuáles eran su clasificación y sus aptitudes. Cuando Vidal, Bonden y él volvieron a la luz del día, pasaron junto a los marineros que estaban prisioneros y fueron hasta la parte de babor del alcázar, donde se encontraban los oficiales prisioneros. Uno de ellos le dijo:
—Es un placer verle caminar y con tan buen aspecto, señor.
—Es usted muy amable, señor —respondió Jack. Entonces, dirigiendo la vista al otro lado del pequeño vendaje, notó la ausencia de uno—. ¿Dónde está el señor Dutourd? —preguntó, y luego ordenó—: Bonden, ve a su cabina y sácale de allí. Y busca a su sirviente.
No fue posible encontrar a Dutourd ni a su sirviera te, aunque registraron el barco, la presa y la lancha con aparejo de goleta que llevaban a remolque con la característica habilidad de quienes están acostumbrados a esconder cosas de los agentes de aduana y hombres de las brigadas de reclutamiento forzoso. Su baúl, con una placa con el nombre de Jean du Tourd grabado y toda su ropa estaba en la cabina. Su escritorio tenía los cajones abiertos y desordenados y parecía que habían sido sacados de ellos algunos papeles; sin embargo, su bolsa, que Jack le había devuelto, no estaba en ninguna parte.
Los testimonios fueron muy variados, aunque coincidían en una cosa: Dutourd no comía en la cámara de oficiales desde hacía tiempo porque parecía estar ofendido y todos creían que comía solo. Pero nadie podía precisar cuánto tiempo; ni siquiera Killick, que era la persona más inquisitiva a bordo, podía. Tampoco sabía, para asombro de Jack, que él había negado a Dutourd el permiso para irse a Callao en la
Surprise
con sus antiguos compañeros de tripulación ni que Dutourd había pedido permiso. Nadie podía asegurar que le había visto en el alcázar después de que el
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se separara de la fragata, pero tampoco lo contrario. La mayoría pensaba que estaba en su cabina enfermo o estudiando.
Había varias posibilidades, y cuando Jack por fin se sentó solo junto a las ventanas de popa del
Franklin
, le dio muchas vueltas a la cuestión. Era posible que Dutourd, después de trasladar sus pertenencias de la
Surprise
al
Franklin
, regresara con algún pretexto y se escondiera. Luego podría haber subido a bordo del
Alastor
cuando estaba abarloado con la fragata, mientras pasaban provisiones de una embarcación a la otra, lo mismo que podría haber ocurrido con el ballenero. Y la lancha había ido a Callao a buscar tripulantes.
Sin embargo, lo que realmente importaba era el resultado. Stephen, de forma discreta, había dicho que no sería prudente enviar a Dutourd a Callao, y no había duda de que Dutourd estaba en Callao en ese momento.
—Que venga el señor Vidal —ordenó y, cuando el señor Vidal llegó, dijo—; Siéntese señor Vidal. ¿Quién llevó la lancha a Callao?
—Yo, señor —respondió Vidal, cambiando de color.
—¿Cómo se portó?
—¿Señor?
—¿Cómo se portó? ¿Es una embarcación que navega bien de bolina? ¿Atrapa bien el viento?
—Sí, señor. Llega a formar un ángulo muy pequeño con la dirección del viento y casi no tiene abatimiento cuando navega de bolina. Es una… —Su voz se apagó. —Muy bien. Por favor, téngala preparada con provisiones y los mástiles colocados antes de la guardia de primer cuartillo.
—… joya —dijo Vidal, terminando la frase. —Que no se olviden de poner arreos de pesca y una red. Es posible que pasen dos o tres días antes de que podamos navegar de bolina si el viento no cambia. Me llevaré a Bonden, Killick, Plaice, William Johnson y Ben.
Nombró al último después de una pausa infinitesimal, pues mientras hablaba había llegado a la conclusión de que Dutourd había ido a la costa en la lancha, y llevarse a Ben impediría que Vidal hiciera una tontería. Hubiera sido más conveniente llevarse a Vidal, pero como la mayoría de los marineros responsables y experimentados se habían ido o estaban heridos, Vidal era la persona más indicada para hacerse cargo del mando. Era muy religioso y tenía ideas democráticas, incluso republicanas, pero era oficial de derrota desde antes de que construyeran el
Franklin
y, además, un excelente marino y un hombre muy respetado y carismático.
—Tome el mando mientras yo esté ausente —dijo Jack después de un silencio—. Si el viento sigue soplando del este, como creo que ocurrirá, usted no podrá acercarse ni una milla más con la presa a Callao, aunque cambie de bordo día y noche. Si el viento cambia de dirección, podrá ir a Callao, pero si no puede entrar al puerto, nos reuniremos frente a Chinchas. Le daré las órdenes por escrito, junto con una lista de puntos de encuentro al sur de las islas Lobos.
* * *
En realidad, para poder avanzar con aquel viento tan fuerte y fijo, una embarcación debía tener aparejo de velas áuricas, y la elegante lancha de caoba del
Alastor
lo tenía y sus velas estaban perfectamente cortadas. A pesar de su desazón, Jack sentía placer al aprovechar al máximo sus cualidades, al virar la proa hasta que casi temblaba y al hacerla avanzar rápidamente en dirección contraria a las olas. La lancha respondía como un caballo brioso y bien adiestrado y era bastante estable en aquel tiempo, así que antes de que cayera la noche ya habían perdido de vista las gavias del
Franklin
por el oeste.
Cuando Jack Aubrey sentía fuertes emociones, parecía que su altura aumentaba y sus hombros se ensanchaban. Por otra parte, sin la menor afectación, su habitual expresión alegre se transformó en grave. Killick no se atemorizaba fácilmente cuando le oía despotricar por las botellas derramadas, por las ineficaces órdenes de Whitehall o del buque insignia, pero esa expresión grave le intimidaba. Esa tarde, cuando le vendó la pierna y la cabeza, sólo dijo las palabras necesarias y en tono sumiso.
El interior de la lancha estaba dividido de proa a popa en dos largos compartimentos, cada uno con suficiente espacio para sentarse en la parte de proa. Allí, en un colchón, Jack se tumbó poco después de organizar la guardia. Aunque la parte anterior del compartimiento estaba llena de lienzo y cabos, quedaba bastante espacio libre para él y, según una costumbre de toda la vida, se quedó dormido en pocos minutos a pesar del dolor y la angustia. Los marineros que estaban en el compartimiento de babor, Johnson y el joven Ben Vidal, hicieron lo mismo. Aunque Johnson, un negro de Seven Dials, empezó a contarle a Ben cómo venció al maldito cabrón del suboficial del
Bellerophon
cuando se había hecho a la mar por primera vez, su voz se apagó al darse cuenta de que no le escuchaba.
Estaba estipulado que los marineros estuvieran continuamente en guardia. Pocos minutos antes de medianoche Jack se despertó de un sueño profundo, pero algunas partes de su mente debían de haber seguido activas, porque sabía perfectamente bien que la lancha había virado cuatro veces y que la intensidad del viento había disminuido y ahora era moderada. Salió del compartimiento a la luz de la luna, que podía servir de reloj si uno sabía cuándo salía y su lugar exacto entre las estrellas al principio de cada turno de guardia. De repente, cuando estaba allí de pie balanceándose al ritmo de las tranquilas aguas, sintió deseos de inclinarse sobre la borda por babor y echarse agua en la cara, y en ese momento notó que ya no sentía un profundo dolor en el ojo sino que el dolor casi había desaparecido, aunque todavía estaba irritado.
—¡Dios mío! —exclamó—. Tal vez pueda volver a nadar dentro de una semana o dos.
—¡Qué oportuno relevo, señor! —exclamó Bonden, cediéndole el puesto al timón.
Entonces le contó exactamente qué cambios de rumbo había hecho: dos hacia el sudeste cuarta al este y dos hacia el nordeste cuarta al este. También le habló de la velocidad, que ahora que el mar estaba menos agitado era de diez nudos y una braza. Detrás de ellos oyeron los apagados ruidos del pequeño grupo de marineros que cambiaban de guardia.
—Bueno, Bonden, acuéstate y duerme cuanto puedas —dijo Jack.
Se colocó en el lugar del timonel, con el tembloroso timón bajo la mano y el antebrazo. Sus compañeros bombeaban el agua del interior de la lancha, pues había entrado mucha anteriormente, aunque ahora sólo llegaban algunas salpicaduras, y mientras tanto él volvió a reflexionar sobre sus preocupaciones. Tenía la convicción moral de que Vidal había tomado parte en la fuga de Dutourd, aunque era irracional, porque sólo estaba basada en la instintiva desconfianza que sintió al oír la primera respuesta de Vidal; sin embargo, ahora que reflexionaba sobre ello, recordando todo lo que había oído sobre las ideas de Dutourd y las de los seguidores de Knipperdolling, además de lo que sabía del entusiasmo y hasta dónde un entusiasta podía llegar, le parecía que la razón y el instinto coincidían, como le ocurría a veces cuando reflexionaba sobre una batalla o al menos sobre la parte del abordaje y la lucha cuerpo a cuerpo en las que no había tenido tiempo alguno para pensar. Y después de reflexionar, pensó que había acertado al traer a Ben en la lancha, porque eso podría ser beneficioso y no causaría ningún daño.
No valía la pena pensar mucho en cómo Dutourd había logrado escapar. Lo que importaba era que
había escapado
y que Stephen había dicho que debía quedarse a bordo, que desde su punto de vista era imprudente permitirle que desembarcara en Perú. El punto de vista de Stephen estaba influido por el espionaje, como Jack sabía muy bien. En un viaje anterior, Stephen había dejado caer una caja y él había visto que tenía dentro una suma tan grande que sólo podía estar destinada al derrocamiento de un gobierno. Además, sospechaba que había aniquilado a dos traidores ingleses, Ledward y Wray, que tenían relación con una delegación enviada por los franceses ante el sultán de Pulo Prabang. En un paréntesis recordó que Stephen le preguntó: «¿Aniquilar es un término que se usa en la Armada?», y Jack había respondido: «Lo usamos a menudo con el significado de arruinar o destruir. A veces usamos otros más groseros, pero no quiero avergonzarte repitiéndolos».
* * *
Por la amura de barlovento, Canopo empezaba a separarse del horizonte.
—Prepárense para virar —ordenó.
Sus compañeros corrieron a sus puestos y Jack, girando el timón cinco grados, gritó:
—¡Timón a babor!
Entonces, agachando la cabeza para esquivar la botavara, la lancha viró en redondo describiendo una suave curva, y, casi sin tocar las brazas, las velas quedaron amuradas a estribor.
La luna estaba descendiendo y, oculta por un oscuro velo, daba tan poca luz que Jack apenas pudo ver a Johnson acercarse a la popa.
—¿Quiere que le reemplace ahora, señor? —preguntó, y sus dientes brillaron en la oscuridad.