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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El mar oscuro como el oporto (32 page)

BOOK: El mar oscuro como el oporto
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—¡Sam, cuánto me alegro de verte!

Una gran sonrisa iluminó el rostro de Sam, que, abrazándole, sólo respondió:

—¡Oh, señor! —Al ver el vendaje del ojo, su alegre expresión dejó paso a otra preocupada y entonces dijo—: Pero está herido y enfermo. Siéntese.

Condujo a Jack hasta una silla, le ayudó a sentarse muy despacio y luego tomó asiento bajo el farol que colgaba del techo. Jack, que estaba demacrado, desmejorado y lleno de cicatrices, notó que Sam le miraba con tanto afecto que le dijo:

—No te preocupes, querido Sam. Creo que el ojo está bien, puedo ver perfectamente. Por lo demás, tuvimos dificultades frente a una costa a sotavento cuando estábamos en la lancha del
Alastor
. Una tormenta que llegó del este la destrozó y la desmanteló. Perdimos la comida y el agua, y lo único que podíamos comer era león marino crudo. Nos vimos obligados a retroceder siete veces después de pasar la isla de los leones marinos, y por fin le dije a mis compañeros de tripulación: «Compañeros, si no la rodeamos navegando de bolina sin encontrar obstáculos, pasaremos una noche horrible». Y la rodeamos, pero no sin encontrar obstáculos. En el otro lado había un arrecife, y tratando de evitarlo nos metimos en una ensenada. Estábamos con la costa a sotavento en medio de un vendaval, había marejada, la corriente y la marea nos empujaban hacia dentro y el ancla no nos sujetaba. Pasamos una noche horrible, por supuesto, y se prolongó cuatro espantosos días. Pudimos más o menos remendar la lancha y traerla a puerto. Ya todo ha terminado, y nos hemos ganado una magnífica cena.

Tocó la campanilla y pidió la mejor que cena que pudiera preparar el cocinero de la fragata. Pero vio con pena que las lágrimas resbalaban por aquel rostro de ébano, y entonces, para desviar los pensamientos de Sam, preguntó:

—¿Has visto al doctor? Esperaba que estuviera a bordo, pero no ha regresado todavía.

—Por supuesto que lo he visto, señor. Acabo de verle en las montañas.

—¿Está bien? ¡Me alegro tanto! Estaba preocupado por él.

Llegó la primera parte de la cena: platos fríos de alimentos que abundaban en el mercado y que el cocinero del capitán, puesto que la fragata estaba en el puerto, había podido conseguir. Consistía en rosbif, que los oficiales cedieron sin dudarlo, pollo, pato, jamón, gran cantidad de vegetales, un gran bol de mayonesa, varias botellas de vino peruano y una jarra de agua de cebada, que Jack vació sin pensarlo. Comió con voracidad, tragando los alimentos con la rapidez de un lobo, y mientras tanto escuchaba o hablaba a cortos intervalos.

—Teníamos un prisionero que se llama Dutourd —dijo, untando un trozo de pan con mantequilla—. Le apresamos en el
Franklin
, un barco corsario con bandera estadounidense. Es un francés exaltado y visionario que pensaba fundar una comunidad ideal sin Iglesia en una isla polinesia, sin rey, sin leyes y sin dinero, donde la propiedad es común, hay paz y la justicia es perfecta. Según tengo entendido, todo esto se iba a lograr con la matanza de los isleños. El doctor me dijo que es un hombre rico y creo que era el dueño del
Franklin
, pero eso no está del todo claro. Lo cierto es que no tenía patente de corso, aunque él y el capitán atacaron a nuestros balleneros, y que yo iba a llevarle a Inglaterra, donde podrían colgarle por pirata. No me gustaba en absoluto, y tampoco me gustaban sus ideas ni sus modales. Era un tipo arrogante y presume de ser extranjero. Sin embargo, tenía algunas cualidades, pues era valiente y bueno con sus hombres, y… Sam, tienes la botella al lado. Como me parecía que no era consciente de que cometía actos de piratería, pensaba permitirle desembarcar aquí y dejarle en libertad bajo palabra. Era lo que generalmente llamamos un caballero: un hombre educado y con dinero.

Empezó a servir el rosbif y luego, al terminar de llenar los platos, continuó:

—Era un hombre educado. Sabía griego… ¿Tú sabes griego, verdad, Sam?

—Un poco, señor. Tenemos que aprenderlo obligatoriamente, ¿sabe?, porque el Nuevo Testamento fue escrito en griego.

—¿En griego? —preguntó Jack, manteniendo el tenedor en el aire—. No lo sabía. Pensé que estaría escrito en… ¿Cuál es la lengua que hablan los malditos judíos?

—Hebreo, señor.

—Exactamente. Y sin embargo, escribieron en griego, los muy listos. Estoy sorprendido.

—Sólo el Nuevo Testamento, señor. Y no era el mismo griego de Homero o Hesíodo.

—¿Ah, no? Bueno, un día que comí en la cámara de oficiales y que él también era un invitado, nos habló de esos juegos olímpicos.

Miró de una punta a otra la mesa casi vacía, llenó la copa de Sam y dijo:

—Me pregunto qué traerán ahora.

Les sirvieron filetes y chuletas de cordero muy calientes y un plato hecho con patatas recién traídas de los Andes.

—En los juegos olímpicos daban mucho valor a los premios. Uno de los Siete Sabios, ya sabes, un tipo que se llamaba Quilo, cuyo hijo ganó una vez, era un viejo caballero y murió de alegría. Le recuerdo a él y también a sus compañeros, porque su historia es una de las pocas cosas que aprendí sobre los clásicos. Cuando era niño me dieron un libro de tapas azules que tenía un dibujo de los Siete Sabios, que eran muy parecidos todos, y tuve que aprendérmelo. Empezaba: «Primero Solón, que hizo las leyes atenienses. / Luego Quilo, en Esparta, famoso por sus máximas». Pero, indudablemente, Sam, caerse muerto demuestra que un sabio tiene ideas muy equivocadas.

—Muy equivocadas, señor —convino Sam, mirando a su padre con gran afecto.

—La verdad es que era simplemente una especie de herrero, pero aun así… Una vez tenía una yegua y esperaba que ganara la carrera en Oaks, y si hubiera ganado, no esperaba caerme muerto. Finalmente nunca corrió, y ahora que lo pienso, el doctor opinaba que su reducido tronco traía aparejada la pequeñez de la grupa. Pero estoy tan satisfecho de estar en tu compañía y de poder comer y beber que hablo demasiado, casi tanto como ese despreciable francés, Dutourd. Además, como cuando uno está exhausto el vino se le sube a la cabeza, yo me estoy desviando del tema.

—No, en absoluto, señor, en absoluto. ¿Le sirvo otra chuleta?

—¡Por supuesto! Bueno, lo que ocurrió fue que cuando estábamos al pairo frente a Callao, le conté al doctor que iba a hacer desembarcar a algunos prisioneros franceses y él dijo: «A Dutourd no». Luego, en voz baja, añadió: «Podría ser imprudente». Bueno, esto es delicado, no sé cómo explicarlo. Vamos a comer el postre, si es posible que nos hayan preparado alguno con tan poca antelación, y cuando lleguemos al oporto, tal vez vuelva a tener la mente fresca.

Fue posible que se lo prepararan, aunque sólo consistió en una crema hecha con sagú, un pudín hecho con lo que podía encontrarse en Perú y un simple pudín de arroz, muy diferentes del auténtico pudín, el de sebo, que debía estar horas y horas en una cazuela.

Jack le habló a Sam de un bosque de sagúes de la isla de Ceram que habían recorrido sus guardiamarinas, y de lo divertido que les había parecido el espectáculo. ¡Un bosque de sagúes! Como esas pequeñeces apenas merecían atención, pronto las dejó de lado. Retiraron el mantel y colocaron la botella de oporto a la derecha de Jack y a Grimble le dijeron que tal vez Jack querría acostarse.

—Bueno, Sam —continuó Jack—, debes saber que cuando el doctor baja a tierra, no siempre lo hace para recoger ejemplares de plantas o cosas parecidas. A veces lo que hace tiene que ver con la política, ya me entiendes. Por ejemplo, se opone totalmente a la esclavitud y debido a eso es posible que anime a quienes compartan su opinión en Perú. Por supuesto que eso es encomiable, pero las autoridades de un país esclavista podrían tomarlo a mal. Así que cuando dijo que tal vez sería imprudente que Dutourd, que sabe lo que opina, desembarcara, posiblemente lo consideraba un delator. Además, hay otros aspectos que no me atrevo a analizar porque eso sería como navegar en aguas poco profundas y sin carta marina. Pero debemos ir al grano, Sam, y te ruego que me disculpes por ser tan lento y tan aburrido, pero esta noche me cuesta mucho concentrarme. Vayamos al grano: Dutourd logró desembarcar y me temo que pueda hacer mucho daño al doctor, así que voy a hacer todo lo que pueda por llevarlo de nuevo a bordo y te ruego que ayudes, Sam.

—Señor, estoy a sus órdenes —dijo Sam—. Respecto a las actuales actividades del doctor, los dos tenemos mucho en común, y él me hizo algunas consultas. También yo me opongo totalmente a la esclavitud y a la dominación francesa, lo mismo que muchos otros hombres que conozco.

Además, como bien dice usted, hay otros aspectos. Por lo que se refiere a ese miserable de Dutourd, creo que está fuera de nuestro alcance, pues el Santo Oficio lo apresó el sábado pasado y ahora está en la Casa de la Inquisición. Me parece que tendrá muchos problemas cuando termine el interrogatorio, porque demostró públicamente ser un despreciable ateo, un blasfemo y un hombre capaz de realizar actos violentos. Los amigos del doctor habían preparado un cambio de gobierno, y como el virrey estaba ausente, todo avanzaba fácil y rápidamente hacia el fin deseado. Se habían movilizado las tropas, se habían asegurado los puentes y se habían tomado todas las precauciones necesarias para mantener la paz cuando llegó Dutourd y dijo que el doctor era un espía británico y que la operación estaba preparada con la ayuda de traidores pagados con oro inglés. Nadie hizo caso de un hombre tan exaltado que, además, era francés y estaba salpicado por los crímenes cometidos por la Revolución y las acciones de Napoleón contra el Papa; sin embargo, un infame oficial, Castro, pensó aprovechar eso para levantar revuelo y ganarse el favor del virrey. Contrató a un grupo de gente para que protestaran en las calles y arrojaran piedras a los extranjeros. Toda la ciudad estaba alborotada. El general en jefe rompió el acuerdo, el movimiento fracasó y los amigos del doctor le aconsejaron abandonar el país inmediatamente. Ahora está en las montañas más lejanas, viajando con un experto guía con destino a Chile, que tiene otro gobierno. Hablamos antes de que partiera y quedamos en que yo le comunicaría que él haría todo lo posible por estar en Valparaíso al final del mes próximo y que se quedaría con los monjes benedictinos o con don Jaime O'Higgins. Obviamente, no podrá llegar tan lejos en ese tiempo viajando por tierra, y una vez que esté en Chile confiamos en que pueda viajar en pequeños barcos que van de un pueblo de pescadores a otro bordeando la costa para que pueda llegar a Valparaíso a tiempo. Además, señor, pensamos que hasta que el virrey vuelva, dentro de tres o cuatro días, no tiene usted que temer por la fragata, y aun después es poco probable que se apoderen de ella. Pero supimos de fuente fidedigna que era aconsejable sacarla del astillero, lo que ha hecho el capitán Pullings, para evitar molestias como detenciones por supuestos robos o cosas parecidas. Por ejemplo, una mujer está preparada para jurar que Joe Plaice, un miembro de su tripulación, la ha dejado embarazada. Los amigos que nos informan, que son hombres de negocios, piensan que debería usted vender todas las presas enseguida, y que en caso de que no le interesen las ofertas, debería mandarlas a Arica o Coquimbo. Incluso a Coquimbo —repitió en medio del profundo silencio—. Pero volveré a contarle todo esto a las ocho y media de la mañana —susurró—. Dios le bendiga.

Sam era más corpulento que su padre, pero podía moverse más silenciosamente. Se puso de pie, retrocedió hasta la puerta, la abrió sin producir ningún sonido, se quedó allí un momento, escuchando la acompasada respiración de Jack, y desapareció en la oscura media cubierta.

* * *

Después de una semana o diez días de subir y bajar montañas, más subir que bajar, Stephen pensaba que su cabeza y sus pulmones se habían adaptado al escaso aire de las montañas. Al fin y al cabo, había pasado todo el día andando y cabalgado tras dejar el lugar donde había descansado la noche anterior, pasando por altos pastizales hasta llegar a una altura de nueve mil pies sin sentir ninguna molestia. Tenía que admitir que no había ido hora tras hora al mismo paso de aquellos indios de pecho ancho, la mayoría terriblemente pobres, que guiaban la caravana de llamas cargadas por las interminables pendientes, entre los cuales había algunos aimaras de Cuzco, la tierra natal de Eduardo. Y cuando desmontó y caminó con Eduardo por una franja de terreno muy fértil, se movía con tanta agilidad como si estuviera en el Curragh de Kildare.

Aquel día, cada vez a mayor altura, se habían desviado tres veces con las mulas con la esperanza de cazar una perdiz o un guanaco, y tres veces se habían reunido con las llamas no con las manos vacías, puesto que Stephen llevaba un insecto o hierba para los animales de carga, pero sin caza, lo que significaba que su cena consistiría de nuevo en cuy frito y patatas secas. Eduardo había comentado que ese año era muy raro porque el tiempo era muy extraño y los animales estaban abandonando las costumbres y los territorios en que habían permanecido desde los tiempos del inca Pachacútec. Para demostrar lo que decía, en la tercera ocasión llevó a Stephen hasta un montón de estiércol, inesperado en un lugar desolado como aquél, y de seis pies de ancho y varias pulgadas de alto a pesar del efecto de la descomposición. Stephen lo observó con atención, pensando que, sin duda, eran excrementos de rumiantes, y Eduardo le dijo que los guanacos siempre iban a defecar al mismo lugar y que venían allí desde lugares muy distantes porque eso era natural para ellos, pero que allí, en ese montón, tan útil como combustible, no había deposiciones de los últimos meses, pues tanto la superficie como la periferia estaban resecas y descompuestas.

La alteración del orden establecido, junto con la vergüenza de haber prometido encontrar aves y bestias que no aparecían, provocaron a Eduardo tanta tristeza como su carácter alegre y optimista le permitía sentir, y durante gran parte de la tarde ambos cabalgaron en silencio. Durante ese largo período, cuando el estrecho sendero ascendía por terrenos rocosos hasta la redondeada cima de una montaña, la caravana avanzó casi sin hacer ruido. Los indios, que por su nariz arqueada y sus grandes ojos negros se parecían a las llamas, hablaban poco y en voz baja. En todo ese tiempo, Stephen no había podido establecer una relación humana con ninguno de ellos, sólo una relación como la que tenía con los animales, a pesar de que estaban juntos días y noche porque Eduardo elegía senderos alejados de los pueblos y de los caminos más frecuentados, ya que las llamas llevaban todo lo que necesitaban para el viaje. Era cierto que habían visto dos largas caravanas transportando mena de las distantes minas situadas justo debajo de los picos nevados, pero eso sólo aumentaba la sensación de soledad, como la experimentada en un barco en medio del océano. Al menos tenía el consuelo de que sólo algunas de las llamas de peor humor le escupían todavía. Arriba y arriba; arriba y arriba. Stephen, con la vista fija en el suelo, veía pasar el terreno cubierto de guijarros y fina hierba por debajo del estribo izquierdo (un gran trozo de madera hueco), y su pensamiento estaba a más de diez mil millas de allí, donde estaban Diana y Brigit. Se preguntaba cómo estarían y si era correcto que un hombre se casara y luego se fuera a navegar al otro lado del mundo y durante años.

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