El mar oscuro como el oporto (14 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El mar oscuro como el oporto
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* * *

La comida fue muy bien. Aunque Martin no simpatizaba con Jack Aubrey, le respetaba como capitán y como jefe. Hubiera sido injusto decir que su respeto había aumentado por la posibilidad de obtener otro beneficio eclesiástico, pero era posible que eso hubiera tenido alguna influencia. De cualquier manera, a pesar de que parecía tenso y enfermo, pudo representar muy bien el papel de invitado contento y agradecido, si no fuera porque casi no probó el vino. Contó dos anécdotas por propia iniciativa. Una sobre una trucha que cogió con las manos en una presa y otra sobre una tía. Su tía tenía un gato al que quería mucho y vivía cerca del Támesis. Un día el gato desapareció y ella preguntó por él en todas partes y lo lloró durante un año, hasta el día en que regresó, subió de un salto a su butaca preferida, junto al fuego, y empezó a lamerse. Por curiosidad había subido a bordo de un barco que iba a Surinam y que acababa de regresar.

Después de la comida, propusieron tocar música, y puesto que uno de los principales objetivos de la comida era agasajar a Tom Pullings, tocaron piezas que él conocía muy bien. Tocaron muchas canciones, bailes y otras deliciosas melodías con variaciones, y de vez en cuando Jack y Pullings cantaban.

—El sonido de la viola ha mejorado mucho después de la reparación —observó Jack cuando se pusieron de pie para despedirse—. Su tono es encantador.

—Gracias, señor —repuso Martin—. Gracias al señor Dutourd, ha mejorado el movimiento de mis dedos y mi capacidad de afinar y de mover el arco. Sabe mucho de música y le encanta tocar.

—¿Ah, sí? —preguntó Jack—. Tom, te ruego que no olvides tu catalejo para otear el horizonte.

* * *

En su papel de capitán casi omnipotente, Jack podía hacer oídos sordos a cualquier sugerencia, especialmente si era indirecta. Stephen, en cambio, estaba peor situado, y dos días más tarde Dutourd, después de darle los buenos días y asegurarle que le había gustado mucho quedarse en el alcázar mientras tocaban, con una confianza que le asombró al principio (aunque luego comprendió que los ricos estaban acostumbrados a que atendieran a sus deseos), le dijo:

—Tal vez parezca pretencioso, pero le ruego que le diga al capitán que me gustaría aún más que me permitiera participar en una de esas sesiones. No soy un virtuoso, pero he tocado en muy buena compañía. Si me permitiera ser el segundo violín, podríamos tocar cuartetos, que siempre he considerado la quintaesencia de la música.

—Se lo diré si quiere —dijo Stephen—. Pero debo advertirle que, por lo general, el capitán considera este tipo de cosas asuntos privados, totalmente informales.

—Entonces tal vez debería contentarme con escuchar desde lejos —propuso Dutourd, aparentemente sin darse por ofendido—. Pero le agradecería que tuviera la amabilidad de decírselo si se presenta la ocasión.

Cambió de conversación preguntando cómo iban las cosas a bordo del
Franklin
. Stephen le dijo que estaban colocando los botalones de las alas de la juanete de proa. Entonces, al ver que Dutourd le miraba con una expresión que indicaba ignorancia, como la que tenía él hasta el día anterior cuando ayudó a Reade a escribir los términos en su diario, añadió:

—Les bout-dehors des bonnettes du petit perroquet.

Siguieron hablando de las velas en general, y al cabo de un rato, cuando Stephen ya estaba deseoso de irse, Dutourd le miró fijamente y dijo:

—Es asombroso que sepa el nombre en francés de los botalones de las alas y de muchos animales y aves. Domina usted nuestra lengua. —Después de hacer una reflexiva pausa, continuó—: Ahora que he tenido el honor de llegar a conocerle mejor, me parece que nos hemos visto antes. ¿Conoce a Georges Couvier?

—Me presentaron a monsieur Couvier.

—¿Y no asistió usted de vez en cuando a las
soirées
en casa de madame Roland?

—Probablemente habla usted de mi primo Domanova. Nos confunden a menudo.

—Tal vez. Pero, dígame, señor, ¿cómo tiene un primo que se apellida Domanova?

Stephen le miró con asombro y Dutourd, visiblemente arrepentido, se disculpó:

—Perdóneme, señor. Soy un impertinente.

—No, en absoluto, señor —dijo Stephen y se alejó.

Entonces su voz interior preguntó: «¿Será posible que este animal me haya reconocido, que tenga una vaga idea de lo que nos traemos entre manos y que represente una amenaza?».

La expresión de Dutourd era difícil de interpretar. En apariencia mostraba entusiasmo y la amabilidad propia de su clase y de su país, pero, indudablemente, eso no excluía la astucia y la falsedad comunes y corrientes. Además, había algo en su insistente mirada, cierta confianza en sí mismo, que quizá podría tener más profundas implicaciones.

—¿Cuándo aprenderé a mantener la boca cerrada? —murmuró al abrir la puerta de la enfermería y luego, en voz alta, para responder el saludo de Padeen, dijo—: Que Dios, la Virgen María y san Patricio sean contigo. Señor Martin, buenos días.

* * *

—Se suceden uno tras otro los días tranquilos, separados solamente por noches perfectas —comentó cuando entró en la cabina—. Parece que estamos en tierra firme. Pero, dime, Jack, ¿no volverá a llover nunca? Silencio… Creo que he interrumpido tus cálculos.

—¿Cuánto es doce por seis? —preguntó Jack.

—Setenta y dos —respondió Stephen—. Mi camisa está tan llena de sal que es como un cilicio. Si la usara sucia, estaría bastante suave, pero Killick se las ingenia para encontrarla y llevársela para meterla en la tina de agua salada. Y estoy convencido de que le añade más sal de la que recogemos por sedimentación.

—¿Qué es un cilicio?

—Es una vestidura hecha de la tela más áspera que se conoce y que los santos, los ermitaños y los pecadores desesperados usan pegada a la piel para hacer penitencia.

Jack volvió a los números y Stephen a sus desagradables reflexiones, preguntándose: «¿Qué nos conduce a la destrucción? El orgullo conduce a la destrucción, eso es. Estaba tan orgulloso de que conocía el nombre de todos esos palos en inglés e incluso en francés que no me pude reprimir y tuve que hablar como un tonto. Bien sabe Dios que merezco llevar un cilicio».

Finalmente, Jack dejó a un lado la pluma y dijo:

—En cuanto a que llueva, no hay esperanzas, de acuerdo con el barómetro. Pero he calculado el importe del botín, en la medida que es posible sin la cantidad de monedas que hay en el
Franklin
, y es una gran suma, lo cual es un consuelo.

—Muy bien. Los depredadores como yo siempre encuentran atractivo un botín. La propia palabra provoca una codiciosa sonrisa. A propósito del
Franklin
, Dutourd quiere que sepas que le gustaría que lo invitáramos a tocar con nosotros.

—Eso deduje de las palabras de Martin —dijo Jack—, y me pareció una impertinencia. A un tipo de sangre fría que es un regicida de ideas revolucionarias como Tom Paine, Charles Fox, todos esos infames que va a Brook's y ese adúltero… Olvidé su nombre, pero ya sabes a quien me refiero.

—Creo que no conozco a ningún adúltero, Jack.

—Bueno, no importa. A un tipo que recorre los mares atacando nuestros mercantes sin tener un nombramiento ni una patente de corso de nadie, casi un pirata, que probablemente termine ahorcado, me maldeciría si le invitara como si fuera otro Tartini, que no es. Además, me ha sido desagradable desde el principio y no me ha gustado nada de lo que he oído de él: entusiasmo por la democracia, benevolencia con todos… ¡Menudas cosas!

—Tiene cualidades.

—¡Oh, sí! No es cobarde y defendió bien a sus hombres.

—Algunos de los nuestros tienen una excelente opinión de él y sus ideas.

—Lo sé. Algunos de los marineros de Shelmerston, que son hombres honestos y excelentes navegantes, son casi demócratas; quiero decir, republicanos, y se dejan arrastrar fácilmente por cualquier político inteligente y locuaz; sin embargo, a los marineros de barcos de guerra, especialmente los antiguos tripulantes de la
Surprise
, no les gusta. Le llaman monsieur Turd, y no es posible ganarse su voluntad con una sonrisa afectada y maliciosa y hablando de la fraternidad. Ellos detestan sus ideas tanto como yo.

—Admito que sus ideas son quiméricas, y es sorprendente que un hombre de su edad y su inteligencia todavía las tenga. En 1789 yo también esperaba grandes cosas de mis semejantes, pero ahora creo que lo único en lo que Dutourd y yo coincidimos es en la opinión sobre la esclavitud.

—Por lo que respecta a la esclavitud… Es cierto que no me gustaría ser un esclavo, pero Nelson estaba a favor de ella y sabía que la actividad mercantil del país se arruinaría si se ponía fin a ese comercio. Tal vez uno lo encontraría más natural si fuera negro… Recuerdo que hace años, en Barbados, hiciste pedazos a aquel desgraciado miserable de Bosville por decir que a los esclavos les gustaba, que los amos los trataban amablemente porque les convenía y que abolir la esclavitud sería cerrar las puertas a la piedad por los negros. Dijiste las cosas más duras que te he oído decir, y me asombra que no te haya pedido una satisfacción.

—Creo que la esclavitud me causa más repulsión que cualquier otra cosa, incluso más que ese canalla de Bonaparte, que representa una parte de ella. Bosville… Ese santurrón hipócrita y despreciable, con sus «puertas a la piedad»… ¡Que el diablo le lleve! Esa piedad incluye cadenas, látigos y hacer marcas con un hierro candente. De buena gana le habría dado una satisfacción con dos onzas de plomo o un palmo de afilado acero, o tal vez hubiera sido más apropiado usar veneno para ratas.

—¡Vaya! ¡Qué irritado estás, Stephen!

—Sí, es una irritación retrospectiva, pero aún la siento. Pensar que ese joven malcarado, fofo, falso, vanidoso, ignorante, miserable, mezquino, cobarde, tenía poder absoluto sobre mil quinientos negros esclavos me hace estremecerme, incluso ahora, y me produce irritación. Le habría pateado si no hubiera habido damas presentes…

—¡Adelante!

—El señor Grainger, el oficial de guardia —dijo Norton—, comunica que el viento está rolando hacia popa y pregunta si puede desplegar las alas de barlovento.

—Naturalmente, señor Norton, en cuanto sea posible. Subiré a cubierta en cuanto termine estas cuentas. Si ve al caballero francés, dígale que me gustaría verle dentro de diez minutos. Preséntele mis respetos, por supuesto.

—Sí, sí, señor. Desplegar las alas tan pronto como sea posible. Presentar los respetos del capitán a monsieur Turd…

—Monsieur Dutourd, señor Norton.

—Le pido disculpas, señor. Monsieur Dutourd. Y decirle que desea verle dentro de diez minutos.

Al recibir el mensaje, Dutourd le dio las gracias al guardiamarina, miró a Martin sonriendo y empezó a pasearse del coronamiento al cañón de proa de sotavento, mirando el reloj cada vez que daba la vuelta.

—¡Adelante! —exclamó Jack otra vez—. Adelante, monsieur… señor Dutourd. Siéntese. Estoy calculando el importe del botín, y le agradecería que me confesara qué cantidad de monedas, letras de cambio y cosas de ese tipo hay en el
Franklin
. También tengo que saber dónde las guarda, claro.

La expresión de Dutourd cambió extraordinariamente, pues no sólo su alegría y su confianza pasaron a lo opuesto, sino que su mirada inteligente dejó paso a otra estúpida.

—El dinero que sacó de las presas será devuelto a sus antiguos dueños —continuó Jack—. Ya tengo las declaraciones juradas de los rehenes. Y las riquezas que quedan en el
Franklin
se repartirán entre los captores, de acuerdo con las leyes que rigen en la mar. Su dinero y sus propiedades seguirán siendo suyos, pero hay que escribir la cantidad.

Dutourd había recuperado la sensatez y, por la absoluta confianza de Jack Aubrey, comprendió que cualquier protesta sería inútil. En realidad, este tratamiento era mucho mejor que el que daba el
Franklin
, que despojaba de todo a sus prisioneros, pero el largo intervalo transcurrido entre la captura y la destitución, muy diferente al inmediato saqueo que había visto antes, le había hecho concebir ilógicas esperanzas. No obstante eso, se las arregló para poner un gesto despreocupado y, sacando dos llaves de un bolsillo interior, dijo:


Vae victis
. Y espero que no descubra que mis compañeros de tripulación ya han estado allí antes. Había algunos tipos avaros entre ellos.

* * *

También había algunos tipos avaros a bordo de la
Surprise
, si se podía llamar avaros a los hombres a quienes les gustaba más llenarse las manos de tintineantes monedas de oro y plata que recibir silenciosos, lejanos y casi teóricos pedazos de papel. Por toda la fragata se oían risas desde que el oráculo Killick contó que por fin el capitán había averiguado todo. El señor Reade, el señor Adams y el sirviente del señor Dutourd fueron al
Franklin
en una lancha y regresaron con un baúl. Los marineros lo subieron a bordo no entre vivas, porque eso no era de buena educación, pero sí con gran alegría, lo observaron con angustia y preocupación mientras colgaba en el vacío, lo recibieron con bromas cuando pasó por encima de la borda y lo bajaron delicadamente como si contuviera huevos.

Pero hasta el día siguiente Stephen Maturin no se enteró de esto, no sólo porque cenó solo en la cabina, debido a que Jack Aubrey estaba a bordo del
Franklin
, sino también porque tenía puesta casi toda su atención en los cefalópodos. Tan pronto como notó la alegría (que no era rara en la
Surprise
, pues era una embarcación en armonía), la atribuyó al aumento de intensidad del viento, que ahora hacía avanzar a los dos barcos a casi cinco nudos y prometía aumentar aún más en el futuro. Esa mañana tuvo que hacer la ronda solo, ya que Martin se quedó en el coy debido a lo que describió como un terrible dolor de cabeza. El desayuno de Jack y Stephen, por primera vez, no coincidió, y Stephen se limitó a saludarlo con la mano desde la cubierta antes de sentarse a estudiar su colección de cefalópodos. Algunos estaban secos, otros metidos en alcohol y uno recién muerto. Después de colocar en orden todos los ejemplares y de revisar las etiquetas y el nivel de alcohol (una precaución necesaria en la mar, donde por experiencia sabía que se vaciaban los frascos, incluso los que tenían áspides y escorpiones), se puso a observar el animal más interesante y el que había capturado más recientemente. Era un decápodo que había metido sus largos tentáculos con ventosas en una red que contenía carne de vaca salada y que iba a remolque para que perdiera un poco de sal antes de ponerla a remojar en agua dulce, y como tenía adheridas las ventosas tan fuertemente, lo habían subido a bordo.

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