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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El mar oscuro como el oporto (41 page)

BOOK: El mar oscuro como el oporto
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No quería preguntar directamente, pero comentó estos puntos con varios compañeros de tripulación y comprobó con pena que todos, invariablemente, coincidían con él.

—¡Ah, doctor, las cosas están muy mal! —exclamó Joe Plaice.

—Nunca había visto nada tan espantoso como perder el timón a cinco mil millas de tierra —dijo el señor Adams—, pues, en nuestra situación, Sudamérica no cuenta porque está a barlovento.

No obstante, al mismo tiempo detectó la misma alegría y aparente falta de preocupación entre los tripulantes, incluso en una persona tan malhumorada como Killick. Entonces se preguntó: «¿Habré estado navegando por los océanos con un montón de estoicos, o tendré demasiado miedo debido a mi ignorancia?». Pero en sus frecuentes encuentros con los marineros, con quienes tenía una relación muy diferente y, en algunos casos, mucho más estrecha que los demás oficiales, tuvo la oportunidad de ver un aspecto distinto de la situación, el aspecto moral.

Los marineros sabían muy bien que Vidal y los seguidores de Knipperdolling más fieles a él habían llevado clandestinamente a Dutourd a tierra, y estaban convencidos de que Dutourd había dado cierta información sobre el doctor que había puesto en peligro su vida. Además, creían que la traición había traído mala suerte a la
Surprise
, aunque Vidal había obrado de buena fe. «Mala suerte» era un término que abarcaba muchas cosas, y otros podrían hablar de maldición o castigo divino por un acto impío, pero independientemente de cómo le llamaran, lo cierto era que no habían capturado los mercantes que hacían el comercio con China y la fragata había estado a punto de hundirse por el ataque de los barcos estadounidenses y el choque con islas y placas de hielo, y, además, le había caído un rayo. Sin embargo, un seguidor de Knipperdolling ya las había pagado todas juntas, y en cuanto le arrojaran por la borda la mala suerte desaparecería. Le arrojaron a los dos días de sufrir el derrame cerebral, el martes por la mañana. Sus compañeros le miraron con sincera pena, pues no tenían nada contra Isaac Rame, nada en absoluto, pero cuando las grandes olas que venían del sudoeste le cubrieron, regresaron a su trabajo con una gran satisfacción que se reflejó en su actitud.

* * *

Siguieron sintiendo esa satisfacción durante una semana o más. Stephen, casi invariablemente estorbando en la cubierta cuando los marineros realizaban complicados trabajos, escribió un análisis sobre el tema para Diana, bajo el título de
Consenso y cohesión de los marineros en ciertas situaciones adversas
, y un trabajo titulado
Comentarios sobre los cirrópodos peruanos
para la Royal Society.

El tiempo casi siempre era bueno; el viento, aunque a menudo era muy fuerte, siempre soplaba del este; las lluvias eran frecuentes y, a pesar de que hubo dos cegadoras tormentas de nieve, no había hielo alrededor; la temperatura estaba por encima del punto de congelación durante el día. Todavía no tenían timón, pero hasta que pudieran hacer y colocar uno, tenían puesto un remo en la aleta que permitía desviar la fragata del rumbo este diez o veinte grados al norte. Ahora tres pequeños palos ocupaban el lugar donde antes había robustos mástiles. Al palo trinquete sólo le quedaba el palo macho, pues el mastelero y el mastelerillo estaban unidos al mástil de la lancha para sustituir el destrozado palo mayor, y un conjunto aún más extraño sustituía el palo mesana, donde ahora estaba desplegada una miserable vela de cuchillo del tamaño del mantel de la cabina, que al menos contribuía a que la fragata mantuviera el equilibrio. En el palo trinquete y el mayor estaban desplegadas velas muy amplias pero muy bajas, tan bajas que cuando a Stephen le llevaron a la cubierta para verlas preguntó que dónde iban a colocarlas.

—Ya
están
colocadas —respondieron en tono molesto.

Más adelante, en el bauprés aún intacto, estaban la cebadera y la sobrecebadera. Por otra parte, como la fragata tenía gran cantidad de provisiones para el uso del contramaestre y el velero, llevaba desplegadas todas las velas de estay que podía.

—Esto parece un día de colada en casa de Bridie Colman —dijo Stephen en otro desafortunado intento de agradar—. Y todo está a mano.

* * *

—Este pedazo de pudín de pasas es sumamente pequeño —dijo al final de la comida del domingo en la cabina—. Espero que esto no sea un acto de venganza por mi inocente comentario de esta mañana de que la fragata tenía la apariencia de una inofensiva barca. Fueron palabras inocentes, te lo aseguro, e incluso graciosas, porque las dije en tono de broma; sin embargo, sólo vi a mi alrededor labios fruncidos y muecas. Y ahora me dan este raquítico, miserable pedazo de pudín. Tenía mejor opinión de mis compañeros de tripulación.

—Te equivocas, amigo mío —replicó Jack—. El señor Adams y yo, como desempeñamos conjuntamente el cargo de contador, contamos los víveres ayer, incluido lo que había en todas las cajas y taquillas del pañol del pan y hasta el último cuarto de barril de avena, sin exceptuar las vituallas que son de propiedad privada, y dividimos el total entre la cantidad de personas que hay a bordo. Ese pedazo de pudín es la ración que te corresponde, pobre amigo mío.

—¿Ah, sí? —preguntó Stephen, asombrado.

—Sí. Le he hablado de esto a la tripulación y le he dicho que hasta que, a menos que podamos hacer y colocar un timón…

—Si vuelves a pasar dos minutos con el agua al cuello a esta temperatura, tratando de colocarlo, no respondo de tu vida. La otra vez te salvaste por poco, con ungüentos, mantas calientes y media pinta de mi mejor coñac.

—… a menos que podamos colocar un timón que nos permita navegar de bolina hasta Santa Elena, pienso navegar rumbo a El Cabo, virando un poco al norte todo el tiempo con el remo o algo mucho mejor. Está a tres mil quinientas millas y, aunque hemos avanzado más de cien diarias durante los tres últimos días con esta ridícula jarcia, la estupenda corriente en dirección este y el viento entablado, sólo hemos recorrido cincuenta, una diecisieteava parte, según mis cálculos. Y cincuenta multiplicado por diecisiete da tres mil quinientos, Stephen, y ese suculento y preciado pedazo de pudín que tienes delante es la diecisieteava parte de todo el pudín que vas a comer antes de que divisemos Table Mountain.

—¡Dios mío! ¡Qué cosas me cuentas, Jack!

—No pierdas nunca la esperanza, Stephen. Recuerda que Bligh navegó cuatro mil millas en una lancha sin tener siquiera la milésima parte de nuestras provisiones. Sé que tú nunca perderás la esperanza. Y estoy seguro de que no verás a ninguno de los tripulantes perderla.

—No —dijo Stephen, tratando de borrar el recuerdo de las enormes olas que se formaban durante las tormentas en esas latitudes, el constante peligro de que la fragata recibiera un golpe de mar por la popa, de que volcara y de que se perdiera con todos los tripulantes en un torbellino de espuma—. No, no perderé la esperanza.

—Además, Stephen, quisiera pedirte que no hablaras con ironía de la fragata. Los marineros son muy susceptibles y les afecta que hablen de su apariencia. Si alguna vez quieres decir algún halago, te aconsejo que juntes las manos y exclames «¡Oh!», o «¡Estupendo!», o «¡Nunca he visto nada mejor!», pero sin entrar en detalles.

* * *

—Al doctor le echaron una reprimenda por ser un sátiro —dijo Killick a Grimble.

—¿Qué es un sátiro?

—¡Qué tipo más ignorante eres, Art Grimble! Eres realmente ignorante. Un sátiro es un tipo que habla con sarcasmo. Además de echarle una buena reprimenda, le quitaron el pedazo de pudín y se lo comieron delante de él.

Aunque en la fragata todos los hombres estaban ocupados, la noticia se difundió con la rapidez habitual. Y cuando Stephen se dirigía al castillo para observar los albatros y el petrel no descrito que seguía la fragata desde hacía días, le saludaron con amabilidad y le trajeron un rollo de cáñamo de Manila para que se sentara y dos cabillas para que apoyara firmemente el catalejo. También le dieron información sobre las aves que habían visto ese día, entre las que estaba incluida una gran bandada de petreles fétidos que volaban hacia el sur, un signo inequívoco de buen tiempo. Todo eso concordaba con lo que había visto en la mar tan a menudo, y una vez más la amabilidad de los marineros le conmovió.

Pensó en ella con satisfacción cuando se acostó, pero al día siguiente notó con asombro que faltaba, al igual que su alegría acostumbrada, cuando subió a la cubierta a tomar el aire. Había pasado una tarde agotadora y angustiosa porque ni el paciente con el pie amputado ni los que tenían quemaduras habían mejorado y, además, porque en su colección se estaba criando una destructora mariposilla nocturna y ya en la fragata no quedaba pimienta para combatirla. En vez de ir a la cubierta de la forma habitual, subiendo por la escala de toldilla y atravesando el alcázar, salió por la escotilla de proa después de atravesar la cubierta inferior para comprobar si la antigua cabina de Dutourd era el mejor lugar para el paciente con el pie amputado sí se confirmaban sus sospechas de que había una epidemia de neumonía (una enfermedad muy frecuente). Tuvo que pasar por el combés, que estaba lleno de marineros, y todos se tocaron el sombrero y le desearon buenos días, pero mecánicamente, casi sin sonreír, y enseguida reanudaron la conversación en voz baja y en tono angustiado, que a veces interrumpían para llamar a algunos de sus compañeros que se amontonaban en el pasamano de estribor. Siguió avanzando hasta el alcázar, y también allí vio rostros graves y grises por el frío y el desaliento que miraban fijamente hacia barlovento, es decir, un poco más al sur de la pequeña estela.

—¿Qué pasa? —susurró al oído a Reade.

—Venga por aquí, señor, y mire hacia barlovento —dijo Reade, conduciéndole hasta el coronamiento.

Se veía la gavia de una corbeta navegando a la cuadra y varias millas más atrás otro barco también navegando con rumbo nornordeste con las juanetes y las alas desplegadas, algo que era digno de verse, pero que no producía satisfacción.

—Es la cruel fragata estadounidense que viene a atraparnos —dijo Reade.

—Debería darle vergüenza venir después de aquel amable mensaje —murmuró Wedell.

—¿Dónde está el capitán?

—En lo alto de la jarcia, señor, pero no ve muy bien hoy porque con el frío le lloran los dos ojos —murmuró Reade.

—Hace frío, sin duda —dijo Stephen.

Entonces enfocó su mejor catalejo, que acababa de limpiar. Era un magnífico instrumento que había hecho Dolland expresamente para él, con más aumento que los de la Armada, para que pudiera identificar las aves.

—Dígame, Reade —preguntó poco después—, las fragatas tienen una sola fila de cañones, ¿verdad?

—Sí, señor, sólo una —respondió Reade pacientemente, levantando un dedo.

—Bueno; ese barco o navío tiene dos y algunos cañones en cada extremo.

—No, señor —dijo Reade, negando con la cabeza y después, con ansiedad, añadió—: Por favor, déjeme ver. —Entonces, dirigiéndose a Pullings, que estaba en el coronamiento, gritó—: ¡Oh, señor, no es la fragata yanqui! ¡Es un navío de dos puentes, un navío de sesenta y cuatro cañones! ¡El doctor lo vio!

—¡Cubierta! —gritó Jack desde lo alto, interrumpiendo el inútil alboroto—. ¡Es un navío de sesenta y cuatro cañones, el viejo
Berenice
, de la base naval de Nueva Gales!

—Y ese barco que está más cerca es lo que llamamos en la mar una goleta —dijo al atónito Reade—. Pero no tiene que preocuparse porque lleva muy pocos cañones.

—Me parece que es un clíper de Baltimore, señor —intervino el señor Adams.

—¿Ah, sí? Hubiera jurado que era una goleta, a pesar de las velas rectangulares que lleva delante.

—En verdad, señor, tiene jarcia de goleta. El nombre de clíper se refiere al casco.

—Así que también tiene un casco, ¿verdad? No me había dado cuenta. Pero, dígame, señor Adams, ¿cree que podría encontrar una pequeña bolsa de pimienta, de unas siete libras más o menos, en el pañol donde el capitán guarda sus provisiones?

—Señor, he buscado por todas partes, a pesar de la oposición del maldito Killick y… ¿Lo ve? Ahora está virando en redondo.

La goleta disminuyó la velocidad y un joven y alto guardiamarina, de pie sobre la parte más baja de la borda y agarrado de un obenque, gritó:

—¡Eh, el barco! ¿Qué barco va? —Y añadió en voz más baja—: Si es que se puede llamar barco a un miserable casco.

—¡Es la fragata
Surprise
, un barco alquilado por Su Majestad! —respondió Tom—. ¡Soy el capitán Pullings!

A lo largo de los costados de la goleta los marineros se agruparon y miraron la fragata con curiosidad, sonriendo burlonamente y haciendo gestos ofensivos. Los tripulantes de la
Surprise
les miraron con odio.

—¡Venga a bordo con su documentación! —gritó el guardiamarina.

—¡Lleve ese artilugio yanqui junto al
Berenice
otra vez! —gritó Jack desde los flechastes, a medio camino de la cubierta—. ¡Y presente mis respetos al capitán Dundas y dígale que el capitán Aubrey irá a visitarle! ¿Me ha oído?

—¡Sí, señor! —respondió el guardiamarina, y a ambos lados desaparecieron las sonrisas burlonas—. ¡Sí, señor, presentaré los respetos del capitán Aubrey! ¡Señor! —añadió cuando la franja que separaba las embarcaciones se ensanchaba—. ¡Con su permiso, señor, Philip Aubrey está a bordo!

En la
Surprise
todos se pusieron contentos. Algunos de los más jóvenes subieron a la jarcia y ostentosamente se dieron palmadas en el trasero burlándose de la goleta que se alejaba navegando lo más posible contra el viento. Pero más, muchos más marineros se agruparon en el combés o en el castillo y, olvidándose del frío, llenos de alegría porque habían conservado su botín, se reían y se daban palmadas en la espalda.

Los barcos se acercaron más y más.

—Sé perfectamente lo que va a decir —murmuró Jack a Stephen cuando estaban junto a los puntales del pasamano con sus capas de agua—. Va a decir: «Bueno, Jack, a quien Dios ama, Dios castiga», y todos se van a reír. ¡Ahí está Philip! ¡Dios mío, cómo ha crecido!

Philip era el medio hermano de Jack, a quien Jack había visto por última vez cuando era guardiamarina a las órdenes de Heneage Dundas en un barco que tenía anteriormente bajo su mando.

Puesto que la
Surprise
tenía los palos tan frágiles, no podía bajar con facilidad la lancha por el costado; por eso Dundas mandó su falúa para recogerles. La bajaron con la habilidad de los buenos marinos y, cuando zarpó, el capitán Dundas, agitando el sombrero desde el alcázar del
Berenice
, gritó:

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