Read El médico de Nueva York Online
Authors: Maan Meyers
—¿Qué tal el pie?
—Ha dejado de molestarme. —El alcalde estaba visiblemente nervioso—. Ya tengo bastantes problemas (un loco suelto, Matthews y sus intrigas políticas) para que me vengas con el cuento de la medicina.
—No ha dejado que le haga efecto.
—Lo único que me consuela es que fueran prostitutas. Que el cielo nos ayude si el asesino empieza a matar a damas. —El alcalde se dejó caer en el sillón y acomodó el pie enfermo en el taburete—. Siéntate, por favor. Tal vez hayamos visto la última acción de nuestro diablo carnicero.
—Esperemos que así sea.
—He hablado con Sam
el Negro.
Me ha confirmado que denunció el robo de la espada. Probablemente la que hallaste en tu casa era la de Sam. Le dije que pronto se la devolveríamos, puesto que no es el arma del delito, ¿me equivoco?
—No. De todos modos, me gustaría volver a examinarla.
Los dos alguaciles se miraron mientras Tonneman y Hicks aguardaban expectantes.
Hood se dio unos golpes en el muslo con el bicornio.
—¿Usted no la tiene, señor Tonneman?
—No, alguacil, yo no la tengo. —Tonneman se volvió hacia Goldsmith—. Te la di a ti.
—Ya —asintió Hood.
—Es verdad, me la dio a mí —asintió Goldsmith—, pero luego yo se la entregué al alguacil Hood, dado que el crimen se había cometido en su jurisdicción.
—No es verdad.
La malevolencia de Hood se palpaba en el aire.
—Es verdad —replicó Goldsmith, apesadumbrado.
—No discutamos eso ahora —concluyó Tonneman—. Probablemente la dejamos en el establo.
El alcalde no les escuchaba, concentrado en el pie dolorido. Se sirvió una nueva copa y dijo a Tonneman:
—Te hago responsable de devolver la espada a Sam Fraunces; así nos olvidamos del asunto. —Cambió de postura y bebió un trago de ron—. Si Dios quiere, no tendremos que pensar más en ese asesino.
—Entonces, me voy a trabajar —anunció Hood, impaciente por marcharse. Miró a Goldsmith y, tras saludar a Tonneman y al alcalde con la cabeza, salió del despacho.
—Yo también he de irme —murmuró Goldsmith.
—Goldsmith, primero acompáñame a la consulta para que te eche un vistazo a esos puntos.
—Sí, señor.
Caminaron hasta Rutgers Hill.
—Estoy seguro que di la espada a Hood. Le gusta beber, ya sabe. Tiene mala sangre y es
tory.
—No te preocupes, Daniel. Ya verás cómo la encontramos en el establo.
—Eso espero, señor. Me siento responsable.
En cuanto llegaron, repararon en la presencia de Quintin. Estaba cavando un hoyo en el suelo helado.
—Buenos días, Quintin.
—Buenos días, doctor. Alguacil.
Quintin se mostró respetuoso, aunque también reservado, la misma actitud que había adoptado once días antes; el día que Goldsmith había recibido el puñetazo en la cabeza, el mismo día que Quintin había contado al alguacil que había visto un soldado cerca del Collect y que Goldsmith le había insultado al preguntarle si había estado bebiendo.
—¿Qué haces? —preguntó Tonneman.
—Un pozo nuevo. La señora de la casa me lo ha mandado.
Goldsmith se quitó el sombrero y se rascó la herida.
—Es una mala época.
—No me lo diga a mí, sino al alcalde —replicó antes de reanudar su trabajo.
La consulta estaba muy fría. Tonneman añadió unos troncos a las ascuas y las atizó.
—En fin, Gretel debe de estar muy afligida para haber descuidado el fuego. —Vio su pipa y la encendió—. Se está mejor ahora. Veamos la herida. —Goldsmith se sentó en la camilla—. Estate quieto. Cuando termine el informe sobre esta última víctima, te lo mostraré antes de enviarlo al alcalde.
—Gracias, señor.
—Bueno, esto está perfecto.
—Eso mismo me dijo la última vez.
—Ahora te digo la verdad. ¿Vamos a buscar la espada?
No la encontraron. Después de examinar todos los rincones del establo, Goldsmith se quedó mirando fijamente en dirección al pozo.
—¿Cree que podría estar dentro?
—Quizá. ¿Quieres bajar a echar un vistazo? —De repente vieron a
Homer
subir por la calle—.
Homer.
El perro lanzó un ladrido y corrió hacia Tonneman. Éste acarició al mastín.
—No.
Goldsmith sabía que la espada no se hallaba en el pozo. Estaba seguro de que se la había llevado Hood.
—Ven a la consulta, alguacil. Beberemos algo.
Después de tomar un trago de coñac, Tonneman dijo:
—Así pues, nos encontramos ante dos asesinatos parecidos.
—¿Cree usted en el diablo, doctor?
Tonneman reflexionó unos instantes mientras fumaba.
—Sí. Pero no basta con decir que este asesinato es obra del diablo. Tiene que existir alguna razón. Nadie se dedica a decapitar mujeres sólo porque es el diablo.
—Perdone, señor, pero yo creo que sí.
Tonneman hizo un gesto de desdén con la mano.
—¿Qué piensas hacer al respecto?
—Pues no sé por dónde empezar.
—Ésta también tenía mordiscos.
El alguacil asintió con la cabeza.
Tonneman chupó la pipa.
—Lo más extraño es lo de la espada.
—Sí, señor —asintió Goldsmith, consternado—. La espada perdida. ¿Qué le debo?
—Nada. Ha sido un placer. ¿Adónde vas?
—Primero a la «tierra sagrada» para preguntar a las prostitutas si la conocían, aunque me gustaría hablar con Gretel sobre la noche del sábado al domingo.
—Dudo de que le apetezca hablar de lo ocurrido.
—Bueno, salí de casa esta mañana sin desayunar. Tal vez me prepare una bebida caliente y unas gachas de avena.
—Bien pensado, alguacil. Te acompaño.
No oyeron ningún ruido en la cocina.
—Debe de haber ido al mercado —aventuró Tonneman.
Goldsmith se quedó mirando fijamente la chimenea, como antes el pozo. La habitación estaba helada. Casi no podía tragar saliva. Tuvo la horrible premonición de que alguien estaba pisando su tumba.
Lunes 27 de noviembre. Media mañana
Tonneman agachó la cabeza para cruzar la puerta y permaneció encorvado a causa de la inclinación del techo. En la pequeña habitación del piso superior de la casa de Crown Street había tres camastros; dos estaban vacíos. La chica yacía boca abajo en el situado a la izquierda de la puerta; gimoteaba y daba patadas. Tonneman depositó la bolsa del instrumental médico sobre el segundo camastro. La habitación olía a vómito.
Abigail, que se había quedado detrás de él en el umbral de la puerta, se tiró de la manga derecha. Estaba pálida y tenía ojeras. Una hora antes, en el instante en que Goldsmith abandonaba Rutgers Hill, Abigail había enviado un mensaje urgente a Tonneman para que acudiera a su casa cuanto antes, con la bolsa del instrumental médico. Habían subido por la escalera del servicio.
Tonneman levantó la mano de la muchacha para tomarle el pulso. Apenas si latía. El cristal de una ventana estaba roto, de modo que el aire frío del exterior se colaba en el dormitorio.
—O entra o sal —dijo Tonneman a Abigail—, pero cierra la puerta.
La mujer vaciló un instante antes de entrar. Seguía tirándose de la manga con nerviosismo. Tonneman se percató enseguida de qué trataba de esconder; tenía un verdugón morado en la muñeca derecha. Abigail cerró la puerta.
—John...
La cara de la muchacha era una masa hinchada de contusiones que se extendían hasta el cuello. Tenía la nariz rota y el labio inferior partido. Tonneman sabía que podría enderezarle la nariz, pero todavía no era el momento. Primero debía examinarla mejor. La incorporó con cuidado y le desabrochó el vestido.
Cuando se disponía a examinarle la espalda, la chica protestó a voz en grito:
—¡No, por favor, por favor!
—¡Cielo santo! —exclamó Abigail.
La muchacha tenía la espalda llena de morados y laceraciones.
—No es momento para exclamaciones —dijo Tonneman enfadado—. ¿Qué ha ocurrido? Esta chica ha sido brutalmente golpeada.
Abigail no pudo soportar la mirada acusadora de Tonneman.
—John, yo...
—¿Quién lo ha hecho, Abigail?
—¿Morirá?
—No lo sé.
—Mis padres la acogerán.
—¿No estará más segura aquí? —Tonneman acarició el rostro de la muchacha—. ¿Cómo se llama?
—Betty.
—Betty.
La muchacha abrió los ojos. Al ver a Tonneman, se asustó. Después, cuando descubrió a Abigail detrás de él, se encogió de hombros y susurró:
—No permita que él...
—¿Qué? —Tonneman advirtió que había alzado el tono de voz y rectificó―: Soy el doctor Tonneman, Betty. Te llevaremos a un sitio seguro.
El médico vertió un poco de láudano en el agua tibia del jarro que encontró encima de la cómoda de madera de pino. Betty hizo una mueca de dolor cuando el líquido le rozó los labios; cerró los ojos. Tonneman la acostó.
Al levantarse, se golpeó la cabeza en el techo. Se la frotó mientras se agachaba para salir. Abigail lo siguió.
Ya en el vestíbulo, Tonneman dijo:
—Necesito un carruaje. Ordena a alguien que la asee un poco, y la llevaré con tus padres; envía antes a un mensajero para advertirles. Dispón que calienten agua para que pueda bañarse y le preparen una habitación con chimenea. Quiero enderezarle la nariz antes de que desaparezca el efecto del láudano.
—Tilly.
Una joven doncella que había permanecido escondida detrás de las escaleras acudió a la llamada. Abigail le dio instrucciones. La muchacha subió por las escaleras hacia la habitación de Betty.
—¿Quién lo ha hecho, Abigail? —preguntó Tonneman, asiéndola por el brazo. La mujer no respondió—. ¿Tu marido? —Abigail se sonrojó, con lo cual Tonneman supo que había acertado—. ¿Por qué?
—Ella... mintió.
—No es razón suficiente para golpearla así. ¿Por qué no la despidió?
—No puedes entenderlo, John. Richard es un buen hombre. Me temo que tiene mal carácter cuando se trata de asuntos familiares.
—¿Qué mentira puede haber...?
—Perdona, John, pero eso no es asunto tuyo. Richard y Grace...
—¿Qué tiene que ver tu cuñada en esto?
Abigail apretó los labios.
—Ven a la cocina. Diré a Braxton que se ocupe de Betty.
Mientras bajaba por las escaleras detrás de la mujer, Tonneman se dio cuenta de que ya no sentía nada por Abigail; ni se le había acelerado el ritmo del corazón, ni la había deseado.
Cuando llegaron abajo, Abigail se detuvo y dijo:
—Emma se ha fugado con un hombre. Al parecer lo conoció en el Common. Es una desgracia. Betty era su doncella. La ayudó a cometer esa estupidez prestándole sus ropas. Ayer Grace se enteró de todo por Betty.
—¿Cómo lo consiguió? ¿Golpeándola brutalmente?
—Me temo que sí. Después de todo, Grace es la madre de Emma. En cualquier caso, sólo le propinó una bofetada en la cara.
—Y tu marido hizo el resto.
Abigail se encogió de miedo, como si Tonneman la hubiera golpeado.
—Betty se lo contó a Grace porque empezaba a sentirse culpable y estaba preocupada por Emma. En mi opinión, reaccionó demasiado tarde. Ya hace tres días que desapareció.
—¿Habéis avisado al alguacil?
—¿Para que todo el mundo conozca nuestra desgracia? Richard se ha dedicado a preguntar por ahí con discreción; le han explicado que vieron a una joven (la descripción coincide con Emma) acompañada de un caballero subir a la diligencia de Filadelfia.
—Pues será ella.
—Seguramente.
—¿Y qué hay de tus cardenales, Abigail?
—Es mi marido, John.
—Peor aún.
—Ya.
Lunes 27 de noviembre. De media mañana a media tarde
Desde la calle, Goldsmith vio a dos soldados salir por la puerta de Molly. Sin afeitar, despeinados y borrachos, ofrecían un aspecto deplorable.
El más alto se inclinó hacia Goldsmith para decirle algo y le salpicó la cara de saliva:
—¿Puedes indicarnos el camino hacia Boston Road?
—Está un poco lejos de aquí. Será mejor que antes despabiléis la borrachera —aconsejó con una mirada severa.
El otro parecía a punto de desplomarse. Se rascó la nariz.
—Tenemos que alistarnos con el ejército continental.
Goldsmith no pudo evitar sonreír.
—Por el uniforme que lleváis —dijo, refiriéndose a sus abrigos azules—, ya estáis en el ejército continental.
—Vaya —dijo el más bajo.
Si todos los soldados continentales eran como esos dos, la guerra sería muy larga.
—Buena suerte.
Los observó alejarse en dirección a Broadway; luego llamó a la puerta de Molly. Su estómago gruñó para recordarle que aún no había desayunado. Gretel había salido, y el doctor había tenido que marcharse con urgencia.
—Entra, amor mío.
Goldsmith abrió la puerta.
—Adivina. No soy tu amor.
La chimenea estaba encendida, y la habitación olía a caldo de pollo. Molly sonrió al verlo. Tenía el torso desnudo porque estaba aseándose.
—Ay, Daniel, tú puedes ser mi amor siempre que quieras. Además, no te cobraré nada.
Goldsmith apartó la mirada de los voluptuosos senos de Molly y se volvió de espaldas.
—Agradecería que te vistieras para hablar de un asunto oficial.
—Venga ya, Daniel —se mofó Molly sin interrumpir su aseo—. Está bien, señor Puro, ya puedes mirar.
Goldsmith se volvió. Seguía desnuda de cintura para arriba. El alguacil, enojado, se dio la vuelta otra vez.
Molly lanzó una carcajada.
—Está bien, ahora va en serio.
Goldsmith se giró con cautela. Molly se había tapado. Se disponía a hablar cuando su estómago gruñó de nuevo.
—Yo...
—¿Tienes hambre, cariño? —Le guiñó el ojo—. Puedo ofrecerte Molly o caldo de pollo; o ambas cosas.
—Mejor un poco de caldo —dijo Daniel, ruborizado—. Y deja de hablarme así.
—Creía que querías hablar conmigo.
Goldsmith se dio por vencido. Molly era demasiado lista. Cogió la taza de caldo y, dado que la mujer ocupaba la única silla de la habitación, no tuvo más remedio que sentarse en la cama.
—¡Ay! —exclamó ella con una mirada maliciosa—. Me encanta verte en mi lecho.
Al tomar un sorbo de caldo Goldsmith se quemó la lengua.
—¿No conocerás por casualidad a una puta alta y pelirroja?
—¿Por qué? ¿Tienes ganas?
—¡Molly!