El médico de Nueva York (24 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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—Hay un montón de putas en esta zona. Bueno, pelirrojas tal vez sólo cinco. No hace mucho me planteaste la misma pregunta.

—Se trata de otra. Era muy alta, quizá un par de palmos más que tú. —Se interrumpió al percatarse de que acababa de hablar en pasado.

Molly fruncía el entrecejo.

—¿Está muerta? ¿Han cortado la cabeza a otra? —Nerviosa, se levantó de la silla, se acercó a la chimenea y vació el contenido de su taza en el puchero—. ¿Cuándo?

—El sábado por la noche, o el domingo por la mañana.

—Entonces no es Mary
Barbarroja
porque la vi hace un par de horas. No se encuentra bien. Preparé el caldo para ella. —Molly se paseó por la habitación hasta que finalmente se detuvo delante de Goldsmith—. ¿Dices que era alta?

Goldsmith asintió con la cabeza.

—¿La conoces?

—Nancy Leach, estoy segura.

—Deberías seleccionar mejor con quién te acuestas. Esos dos soldados parecían unos desgraciados.

—No me hables de soldados. Son los peores. Son todos unos tacaños. Peor que los ingleses. —Le dedicó una sonrisa—. Estás preocupado por mí, ¿verdad?

Goldsmith apuró el caldo.

—Sólo quiero que vayas con cuidado.

—Daniel, el sábado por la noche vi a Nancy hablar con un tipo.

—Descríbelo.

—Moreno.

—¿Negro o mulato?

—No lo sé. Aproximadamente de tu estatura. Nancy le pasaba más o menos esto —dijo alzando la mano un palmo sobre su cabeza.

—¿Cuánto mide ella?

—No lo sé, pero es muy alta.

—Gracias, Molly, me has sido de gran ayuda.

—Ya sabes que estoy a tu disposición para lo que haga falta.

—¡Molly!

Goldsmith recorrió Barkley Street a toda prisa hasta llegar a Broadway. Se cruzó con Louise Bauer por el camino.

—Vaya, alguacil, ya veo cómo pasas el día; con las putas.

Lo último que le faltaba. Louise Bauer era prima de la madre de Deborah, de modo que Goldsmith sabía que su suegra no tardaría en enterarse. Naturalmente, siempre podría decir que había ido a tomar una taza de caldo de pollo, de lo que Deborah se alegraría porque se trataba de la dieta judía por excelencia. El hombre se rascó la cabeza y se encaminó hacia el distrito oeste.

Goldsmith inició su ronda; no podía dejar de pensar en la descripción que Molly le había facilitado, puesto que se correspondía a Quintin y el encargado del bar de Kingsbridge.

A mediodía ya había terminado la primera ronda por el distrito periférico; decidió regresar al Collect. Un niño y dos niñas patinaban en el estanque helado. «Demasiado pronto», pensó. Lo último que deseaba era que esas criaturas cayeran y se ahogaran. Se acercó al borde del estanque.

—Salid de aquí, niños.

—Iremos con cuidado, abuelo.

—Soy el alguacil. El hielo aún no está lo bastante duro.

Los críos salieron del estanque de mala gana. Goldsmith los observó mientras se quitaban los patines y no reanudó la marcha hasta que hubieron desaparecido de su vista. Los chicos se alejaron entre carcajadas, probablemente mofándose de él.

Como de costumbre, recorrió primero la zona este del Collect. Roger Braitwaith, hijo de un sereno, salió a su encuentro.

—¡Alguacil!

—Dime, Roger.

—Mi padre me manda decirle que está enfermo. Tiene temblores y vómitos.

—Maldita sea —masculló Goldsmith.

No le quedaba más remedio que efectuar la ronda de Braitwaith, a menos que un sereno de media jornada pudiera sustituirle. En otras circunstancias —sin un loco suelto que se dedicaba a cortar cabezas femeninas—, podría arreglárselas con un vigilante de menos; dada la situación, resultaba imposible. Sabía que Alvord Luria se hallaba en Brooklyn, de manera que la única salida que le quedaba era contactar con Stoutenburgh.

—Roger, quiero que localices a Ned Stoutenburgh. Si no lo encuentras en su casa, prueba en el café Burns. Dile que nos reuniremos en Cross Street al anochecer.

—Sí, señor.

El chico se alejó corriendo. Goldsmith reanudó la marcha. Como de costumbre, se cruzó con muy poca gente. Antes de llegar a las cabañas de brea, se dio cuenta de que todavía tenía hambre. Llevaba comida en la bolsa; decidió entrar en la cabaña de Quintin para calentarse un poco. Cuando había salido de la casa del doctor Tonneman el negro ya había terminado el pozo, de modo que si había regresado a su cabaña, tal vez le invitaría a una taza de té. Goldsmith estaba ansioso por comer el pollo que Deborah le había preparado.

No vio a Quintin por ninguna parte. Se detuvo un momento para calentarse en la hoguera. El sol había desaparecido tras las colinas, de manera que el cielo estaba gris y se había formado una extraña neblina.

Se encaminó Hacia la cabaña del negro.

—¿Quintin?

La puerta estaba entreabierta. El alguacil la empujó, ansioso por comer algo y deshelarse los huesos.

Fue Goldsmith quien descubrió la tercera cabeza.

INVIERNO
42

Viernes 22 de diciembre. Amanecer

Goldsmith se incorporó en la cama. El ruido de ollas y pucheros procedente de la cocina habría bastado para despertar a un muerto. El viernes era el peor día de la semana, pues, a fin de prepararse para el Sabbath, todo tenía que hacerse cuanto antes, deprisa y, en consecuencia, con más ruido.

Esperó a que se abriera la puerta principal. Tiritó de frío. Era la primera de las varias excursiones que sus hijas harían al pozo comunitario.

Habían transcurrido veinticinco días desde que había descubierto, en la cabaña de Quintin, la cabeza de Gretel cortada con la espada africana que Hood había extraviado, y veinticuatro desde que él y Hood habían sido destituidos de su cargo por ineptitud.

Dado que la cabeza había sido hallada en la cabaña del negro y el cuerpo en unos matorrales cercanos, Quintin se convirtió en el principal sospechoso. Al principio el negro insistió en que esa mañana había estado trabajando en Rutgers Hill, pero Goldsmith sabía que Quintin había terminado pronto su tarea.

Cuando Quintin iba a ser arrestado como culpable de los tres asesinatos, Elizabeth Fraunces había jurado que Quintin había estado con ella en la cocina de la taberna durante el período de tiempo en cuestión.

Todo el mundo quedó muy sorprendido por la revelación, incluso Sam Fraunces. Resultó que Quintin quería aprender el oficio de cocinero.

Con la coartada facilitada por Elizabeth Fraunces, Goldsmith se hallaba lejos de descubrir al verdadero asesino y, por tanto, lejos también de redimirse y conseguir de nuevo el empleo. Tenía muy mala suerte. Nadie podía explicarle dónde había estado Gretel ese día; nadie del Collect la había visto, y el vigilante del pozo no había detectado nada extraño la noche anterior al asesinato.

Ese viernes frío y ruidoso, con la guerra cada día más cercana, a Goldsmith le dolían la cabeza y el estómago de hambre, y tenía los bolsillos vacíos. Se había quedado sin empleo en una mala época. No tenía trabajo ni dinero, exceptuando los peniques que su esposa y su suegra ganaban como lavanderas. Por desgracia, parte de los ingresos procedían de las familias lealistas que permanecían en la ciudad.

La ciudad estaba agitada; los
tories
la abandonaban por centenares. Pronto se habrían marchado todos. Goldsmith estaba encantado, pues aborrecía depender económicamente de los enemigos de la causa. Su suegra había pronosticado que los soldados continentales les llevarían la ropa para lavar, pero él sabía que éstos se gastaban el dinero en otras cosas. Invertían las pocas monedas de que disponían en comida y cerveza.

Robert Scarborough había sido nombrado alguacil en sustitución de Goldsmith. A pesar de ser un tipo bastante honrado, su antecesor sabía que no se molestaría en averiguar la identidad del carnicero. Se limitaba simplemente a alardear de su nuevo cargo mientras efectuaba las rondas.

Más ruido de ollas.

—Por el amor de Dios, parad ya de hacer ruido.

—Te obedecería si trajeras dinero a esta casa para alimentar a nuestros hijos —espetó Deborah con vocitación.

—Y no pronuncies el nombre de Dios a menos que estés rezando —exclamó Esther.

—Buenos días, papá.

Ruth y Miriam entraron en el dormitorio con una taza de té y un mendrugo de pan seco.

—Gracias, preciosas. ¿Queréis que os lea algo?

—Sí, sí —exclamó Miriam, que acababa de cumplir siete años.

—No podemos —dijo Ruth, de nueve años, con rotundidad—. Tenemos trabajo.

Adoptando el mismo aire de seriedad que su hermana, Miriam repitió:

—Tenemos trabajo.

Salieron de la habitación; el hombre se sintió culpable. Comió el pan a toda prisa, se vistió, bajó por las escaleras de puntillas y se dirigió hacia la puerta principal.

—¿Adónde vas? —inquirió Esther—. Necesitamos leña.

—Pensaba pasar por la excavación para preguntar si necesitan un trabajador más.

—No me lo creo —replicó la suegra.

—¿Vendrás a comer al mediodía? —preguntó Deborah, de pie frente a él, con las manos en las caderas.

—No.

Prefería estar en la cabaña de Quintin, helándose el culo, que al lado de Esther, aguantando sus interminables reproches.

Las calles estaban desiertas. Muchos comerciantes habían abandonado la ciudad; quienes aún no se habían decidido, contaban con escasos clientes. Además, hacía mucho frío. No recordaba un invierno tan gélido como el de ese año.

No era necesario que se acercara a la excavación, puesto que el día antes le habían explicado que habían despedido a la mayoría de trabajadores. Se le ocurrió que tal vez Sam Fraunces necesitaría un ayudante para pelar patatas. Sabía que no obtendría dinero a cambio, pero se conformaba con un saco de patatas.

Tenía otro motivo para acudir a la taberna de Sam Fraunces: la espada africana robada con que se había asesinado a Gretel. Quería preguntar a Fraunces cuándo y en qué circunstancias le había sido sustraída la pieza.

Cuando Goldsmith llegó a la taberna Fraunces —así se llamaba entonces, a pesar de que el retrato de la reina Carlota seguía dando la bienvenida a los clientes—, descubrió que alguien más había tenido la misma idea que él. Halló a Quintin sentado en la cocina, escuchando sonriente los consejos de Elizabeth al tiempo que mondaba patatas. El gato le observaba disimuladamente a la espera de que cayera una piel al suelo.

—Alguacil —saludó Sam cordialmente—, ¿en qué puedo ayudarte?

—Busco trabajo.

—En teoría Quintin tenía que cortar madera, pero creo que será mejor que te ocupes tú de la madera mientras él pela patatas. Te ofrecería trabajo en la cocina, pero me temo que será difícil alejar a Quintin de Elizabeth. —Sam prorrumpió en carcajadas.

—No tengo inconveniente en cortar madera.

Al cabo de una hora de cortar madera, Sam le llamó:

—Voy a tomar un café. Acompáñame.

Goldsmith aceptó gustosamente la invitación. Estaba exhausto y, después de haber sudado tanto, empezaba a enfriarse. Se situó junto a la estufa de la cocina, tiritando.

—Vayamos al comedor. Elizabeth, avísame si la salsa espesa demasiado.

—Le añadiré un poco de agua.

—Vigila tus palabras, o te llevaré a la horca por bocazas. —Le dio un beso—. Me basta con que la controles.

En la sala sólo había dos hombres sentados en un rincón. Sam escogió una mesa cercana a la cocina y exclamó:

—Jem, Bushnell, hay café caliente; sentaos aquí. Invita la casa. Alguacil Goldsmith, creo que ya conoces al señor Rivington, nuestro impresor. Caballeros, éste es el señor Bushnell. Los amigos del señor Rivington le llaman Jem, aunque como es un
tory
patético, no tiene amigos. De todos modos, soy un hombre bueno, de modo que yo también le llamaré Jem.

Jem Rivington asintió con la cabeza en silencio. Mientras Sam llenaba las tazas, Goldsmith dijo:

—Ya no soy alguacil.

—Ah, sí, la espada —dijo Sam.

Rivington sonrió.

—No hay que avergonzarse de no ser lo que se era ayer. Yo ya no soy impresor. Pena, sí, pero no vergüenza. Mi lema es: «Sé consecuente contigo mismo.» —Sorbió un poco de café.

—Quintin —exclamó Sam—, trae una botella de ron.

Quintin salió de la cocina con la botella y una mueca en la cara.

—Gracias.

Cuando hubo desaparecido de la vista, Sam comentó:

—Ningún hombre puede aborrecer el alcohol, y menos si trabaja en una taberna. ¿Qué voy a hacer? Mi esposa se apiadó de él, y aquí me tenéis, instruyéndole en el negocio. Es demasiado mayor para ser aprendiz, pero tiene madera de cocinero.

Goldsmith arqueó las cejas.

—¿Ya no trabaja con la brea?

—Sí, sí, todavía sigue allí. Es fuerte como un roble. Nunca se cansa.

Goldsmith meneó la cabeza.

—Un tipo con suerte. Dos empleos cuando la mayoría de nosotros no tiene ninguno.

—No exactamente. No le pago, sólo le alimento. —Sam levantó la botella de ron; al ver que nadie se oponía, vertió un poco en las tazas de café—. Goldsmith encontró mi espada. Estaba clavada en la cabeza de una mujer.

—He oído hablar de ello —dijo Bushnell—. Es normal que sucedan estas cosas en una ciudad con guarnición. Buen ron.

—Es un crimen ruin, pero no necesariamente tiene que haberlo cometido un soldado —opinó Rivington—, o un lealista —agregó, mofándose de Sam.

—¿Insinúas que el asesino es un patriota?

Rivington dibujó una torre con los dedos.

—Todo apunta a que se trata de un patriota con un temperamento de bruto.

—Y se supone que todos los
tories
son amigos de Jesús.

Rivington sonrió.

—Naturalmente.

—Bueno, también lo era Judas. Ja, te he ganado, patán monárquico. Te mereces otra copa —añadió Sam antes de prorrumpir en sonoras carcajadas y servir otra ronda.

Goldsmith preguntó a Sam:

—¿Cuándo te robaron la espada exactamente?

—No sé la hora exacta. Creo que fue el día antes de que encontraras la cabeza.

Goldsmith asintió en silencio y bebió un trago. Al día siguiente había sido despedido. Tomó un nuevo trago.

—¿Cómo la robaron? ¿Alguien entró en la taberna?

—Lo ignoro. Bajé por la mañana y ya no estaba.

Goldsmith dejó la taza sobre la mesa de madera de cerezo. El café era negro como la brea.

—Por tanto, quizá se la llevó algún cliente.

—Es lo más probable. Alguien se acercó a la pared, la descolgó y se la llevó.

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