El médico de Nueva York (19 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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Así pues, mientras otro se ocupaba de la vigilancia de Nueva York, Hickey y seis de sus secuaces habían robado el azufre del sótano de St. Paul's. Mientras realizaban la tarea, el vigía les había alertado de que los Hijos de la Libertad se dirigían hacia allí con el mismo cometido: sustraer el azufre.

Hickey había ordenado a tres de los suyos que siguieran cargando los carros de azufre; mientras tanto, él y tres más salieron fuera para recibir a los Hijos.

Hickey y sus hombres eran peligrosos, pero, por suerte para los Hijos, unos pésimos tiradores. La noche se llenó de gritos y disparos.

—¡Allí! ¡A por ellos!

—No veo nada. ¿Dónde, dónde?

—¡Ahí, imbécil!

—¡Ya veo, maldita sea!

Se oyó un grito de dolor procedente del bando de los patriotas.

—¡Me han dado!

—¿Puedes andar?

—Maldita sea, y correr si hace falta.

Había terminado la escaramuza. Hickey y sus hombres habían vencido; no hubo ni heridos ni bajas. Los Hijos se retiraron con un herido.

Se lo habían pasado en grande. Hickey y sus tres secuaces se disputaban la autoría del disparo que había herido al adversario.

—¿Qué clase de hijo es?

—Creo que es un tullido.

—Pues yo opino que es un hijo de puta.

—Un maldito yanqui hijo de puta.

Hickey les ordenó que regresaran a St. Paul y anunciaran a los demás que ya bastaba con el azufre que habían robado hasta entonces y que se marcharan a toda prisa. Él tenía asuntos que resolver.

Silbando
Yankee Doodle,
se levantó el cuello del abrigo y se alejó. El Gordo le pagaría una generosa cantidad de dinero por los nombres de los Hijos y su paradero.

No le había resultado nada complicado seguir la pista de los rebeldes. Pronto los tuvo al alcance del oído. Hickey dedujo que se habían separado, que huían en direcciones diferentes. La rueda de uno de los carros se había estropeado, de modo que Hickey contó con una guía inmejorable. Cuando estuvo lo bastante cerca distinguió, gracias a la luz de la luna y las farolas, la silueta del conductor y de otra persona más en la parte trasera. Siguió el carro hasta una casa de Maiden Lane.

El conductor cogió unos trozos de hielo del suelo y los arrojó contra las contraventanas cerradas del segundo piso. Un minuto después, como si estuvieran aguardándoles, alguien las abrió.

—Mariana, soy yo, Joel. Ben está herido. Baja a ayudarme.

—No te muevas —respondió una voz desde la ventana.

Al cabo de apenas dos minutos una figura delgada salió de la casa para unirse a los del carro. Hickey los siguió hasta otro edificio de Rutgers Hill.

La figura delgada introdujo al herido en la casa por la puerta trasera mientras el carro se alejaba.

Hickey se frotó las manos, en parte por el frío, en parte por avaricia. El Gordo estaría encantado con esa información. De la puerta trasera colgaba un letrero. Continuó espiando la casa. Decidió que era mejor regresar a la mañana siguiente para leer el letrero. Cuando hubo calculado que ya no podía ocurrir nada más en Rutgers Hill, se marchó, pensando en que todavía le quedaba algo por hacer.

31

Sábado 25 de noviembre. Noche

Tonneman parecía un niño; descalzo, recogía ostras en la orilla metiéndose más en la boca que en el cesto, pese a su intención de llenarlo.

Le encantaban las ostras crudas. Decidió coger dos más y comerlas. No paró hasta que se hubo zampado media docena.

Una vez satisfecho, arrojó las conchas vacías al agua y observó cómo las golondrinas marinas se sumergían para atraparlas lanzando roncos graznidos. A continuación se tumbó y cerró los ojos. La hierba le susurró canciones al oído y le acarició los brazos.

Despertó de golpe en el frío presente; estaba tendido en su cama. No se hallaba solo. La vela que recordaba medio apagada volvía a estar encendida y la sostenía una sombra. Ésta murmuró algo, dejó la vela encima de la mesa, se inclinó y le puso una mano en el hombro.

Tonneman creyó que seguía soñando. El tacto era real, pero como en un sueño. Con un rápido movimiento de manos agarró a la figura intrusa y la subió a la cama.

No tardó en percatarse de que sujetaba a una mujer. En su lecho. Se desasió de ella con la misma rapidez con que la había agarrado. La delgada figura se puso en pie.

—No tenía ningún derecho a hacerme esto —susurró. Tonneman notó que temblaba—. Sólo quería despertarle.

El hombre se sentó en la cama.

—¿Qué quieres? —preguntó en voz alta.

—Por favor, hable más bajo —musitó, asustada—. Acompáñeme a la consulta. Le necesitamos.

Hizo ademán de querer bajar de la cama, y en ese instante su pálido rostro quedó iluminado. Tonneman ahogó un grito. A pesar de llevar el cabello suelto, reconoció en ella al chico del árbol. El corazón empezó a latirle a toda velocidad; no podía creer que no lo hubiese descubierto antes.

La muchacha buscó su boina entre las sábanas; se la puso y, con un sensual y delicado gesto, se escondió la larga cabellera negra, convirtiéndose de nuevo en un chico, aunque ya no volvería a serlo para Tonneman.

—Nadie debe enterarse —susurró—. Por favor, dese prisa.

Abrió la puerta del dormitorio, escudriñó el oscuro vestíbulo y salió.

Tonneman se apresuró a levantarse de la cama, ponerse los calzones, la camisa y las medias. Luego rompió la capa de hielo del jarro, vertió el agua helada en la jofaina y se salpicó la cara. El agua fría le despertó al instante. Se secó a medias con la toalla de algodón y por último cogió la vela.

Al pasar por delante de la habitación de Jamie oyó sus ronquidos. Bajó por las escaleras cautelosamente y se dirigió hacia la consulta.

Alguien había encendido una vela y la había colocado en el suelo para que el arco luminoso no rebasara la altura de la ventana, la cual se hallaba cerrada como medida de protección contra el frío viento de la noche.

La chica estaba inclinada sobre una figura sentada con las piernas separadas. Al ver entrar a Tonneman, se irguió; una vez más, el doctor se sorprendió de que el día que la había conocido no hubiese reparado en que era una chica, a pesar de llevar ropa masculina. Cuando se aproximó, Tonneman reconoció al doble de la joven; el aprendiz de Rivington. Se acordó del nombre: Ben Mendoza.

Con el rostro pálido y ojeroso, Ben llevaba vendado el antebrazo derecho, que le sangraba. Lo apoyaba contra un abrigo que hacía las veces de almohada.

Tonneman usó la vela para encender una lámpara de aceite.

—Nada de luz.

—Tranquila, no querrás que muera, ¿verdad? —Tonneman cogió unas vendas y un candelabro; vendó la herida y utilizó el candelabro como torniquete—. Sostenlo así, tirante, ¿comprendes?

—Sí.

Era evidente que la chica estaba muy preocupada por el herido, aunque en ningún momento perdió los nervios. En momentos como ése, no había nada peor que tener una mujer histérica al lado.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Tonneman mientras encendía la chimenea.

—Nos verán. Mariana Mendoza.

—¿Quién? No importa. —Tonneman puso una mano encima del torniquete—. En el armario...

—¿Quiere el coñac? —preguntó Mariana levantándose para alcanzarlo.

—Eres una chica muy lista.

—Su padre me enseñó... —Puso la mano en el torniquete—. Debería haber sabido cortar la hemorragia.

En ese instante Tonneman sintió una punzada. ¿Sería de envidia? Sin embargo, ya no reprochaba a su padre que hubiese tenido esa aprendiz secreta.

El paciente se quejó. El doctor no quería que el chico estuviese despierto cuando le hiciera lo que tenía que hacerle. Confiando en que Mariana seguiría ejerciendo presión sobre el torniquete, Tonneman procedió a retirar el vendaje empapado de sangre y vertió coñac en la herida.

Ben chilló de dolor. Mariana le tapó la boca con la mano libre.

—No, Ben.

El joven, consciente en todo momento, obedeció. Tonneman le hizo beber un trago de coñac y luego le introdujo un trozo de tela en la boca.

—Muérdelo. Otra vez.

Volvió a rociar la herida con coñac. El chico tembló, pero no emitió ningún chillido. Tonneman acercó la lámpara de aceite a la herida. Ben había tenido suerte; la bala no había penetrado en el hueso, sólo había rozado la arteria.

Era menester limpiar bien la herida. Tonneman se levantó y vio que Mariana ya había dispuesto el instrumental médico sobre un mostrador. Cogió la sonda y las pinzas y regresó junto al paciente.

—Aguanta, Ben. Veo ahí restos de pólvora. He de retirarlos por si contienen metal. De lo contrario, podrías acabar con un saco de pus en lugar de con un brazo.

—Adelante.

—Buen chico.

Desoyendo las protestas de Mariana, Tonneman encendió otra vela y emprendió su tarea. Cuando tuvo que hurgar más a fondo, temió por Ben, quien sin embargo resistió con entereza. Mariana observó la operación con la misma entereza que su hermano, sin desmayarse ni nada por el estilo. Al final, Tonneman volvió a rociar la herida con coñac.

—¿Le dará unos puntos de sutura? —preguntó Mariana angustiada.

—La herida es demasiado profunda. Además, he de controlar esa arteria. —Tonneman cogió el atizador—. Agárralo. Muerde con fuerza, chico.

Tonneman cauterizó la herida con el metal al rojo vivo. Ben se retorció de dolor antes de desvanecerse. El olor a carne chamuscada llenó la pequeña habitación. Tonneman untó la herida con grasa y la cubrió con una venda limpia.

—Ya está. Puedes quitar el torniquete.

Mariana estaba pálida como un fantasma.

—¿Vivirá mi hermano?

—Si la herida no se infecta, sí.

Tonneman abrazó a Mariana y le ofreció un trago de coñac. La joven lo bebió casi sin respirar. El doctor era consciente de que tenía la mano encima del hombro de la muchacha. Confuso por lo que sentía, decidió tomar un trago.

Mariana se apartó para arropar a su hermano con el abrigo, pero se detuvo en seco al ver que sangraba.

—En el armario, mantas.

—Lo sé —dijo mientras cogía una.

—No me confiaste tu secreto, pero sí me has confiado su vida. ¿Cómo sabías que podías contar conmigo?

Mariana se puso en pie. No era muy alta. Con el atuendo masculino y la mejilla y el mentón manchados con la sangre de su hermano, parecía un golfillo; mejor dicho, una golfilla.

—¿Cuántos años tienes?

Como la muchacha no respondió, decidió limpiar el instrumental que había usado. Mariana se había arrodillado para cubrir a su hermano con una manta, susurrándole al oído. Luego le besó la frente y se levantó. Miró a Tonneman como si le sorprendiera que hubiera alguien más en la habitación.

—¿Cómo ocurrió?

Mariana se encogió de hombros y palideció.

—¿Por qué tanto secreto? Aunque no sea un
whig,
no se lo contaré a nadie.

Mariana se quedó mirándole fijamente unos instantes. Cuando Tonneman ya se había resignado a que no contestaría, la chica dijo:

—Su amigo es un
tory.

—¿Jamie? —Un mes antes, ese comentario le habría hecho gracia, pero ya no estaba tan seguro—. Supongo que sí. —Tonneman tomó otro trago de coñac—. ¿Es que todo está politizado en esta maldita ciudad?

—¿No se ha enterado de lo que ocurre en el país? Aunque todo empezó en abril, hacía ya tiempo que venía incubándose. El sábado 23 de abril, a las cuatro de la tarde, el señor Revere llegó de Boston y las campanas de las iglesias comenzaron a doblar. Corrí hacia Broadway con los hombres para oír la noticia. Fue muy emocionante. Entre redobles de tambor nos dieron la consigna: «A las armas.» Esa noche el arsenal fue atacado por los Hijos de la Libertad.

Tonneman estaba como hipnotizado por esa mujercita; no era una cría, sino una mujer apasionada que, a pesar de hablar con cierta euforia infantil, sentía las cosas con la emoción de una mujer inteligente y fuerte.

—¿Estaba Ben con ellos? —inquirió, animándola a continuar.

Mariana ignoró la pregunta.

—El señor Revere nos contó que cuatro días antes, en un lugar llamado Lexington Green, de Massachussetts, el rey había ordenado a sus tropas que dispersaran a la gente. —Mariana, adoptando una pose teatral, blandió un sable imaginario y declamó—: ¡Deponed las armas, malditos rebeldes, o sois hombres muertos! —Alzó aún más la voz y, con tono dramático, exclamó—: ¡Dispersaos, villanos, rebeldes! —Acto seguido abandonó la pose teatral—. Luego sonó el primer disparo, y en la refriega murieron ocho hombres, y otros diez resultaron heridos.

»De allí marcharon a Concord, donde tuvieron menos suerte; hombres y mujeres los esperaban encaramados a los tejados de casas y graneros, detrás de ventanas, paredes, árboles y piedras. Los echamos de la ciudad. Esa vez ganamos nosotros.

—Cierto —asintió Tonneman, muy serio.

—En mayo nuestro general Benedict Arnold tomó el fuerte Ticonderoga... cerca del lago Champlain.

—Sé dónde está.

—En junio se libró una batalla en Breed's Hill, Massachussetts; las de Lexington y Concord fueron pan comido comparadas con aquélla. El general Washington me comentó que era la primera batalla significativa para la revolución.

—¿Te lo dijo a ti?

—Bueno... a mí y más gente. Pronunció un discurso ante un grupo de los nuestros, ya me entiende.

—Sí, comprendo.

Tonneman reprimió la risa ante el fervor con que hablaba Mariana, puesto que no deseaba ofenderla.

—El ejército regular inglés sometió a los nuestros a un duro bombardeo, pero lograron resistir. ¡Dios, tenían que hacerlo! No les quedaba demasiada munición; tan sólo quince balas de mosquete por hombre. Y yo pregunto; ¿es así como se hace la guerra? ¿Sabe qué dijeron a nuestros hombres? Pues que no dispararan hasta que tuvieran al enemigo enfrente. Y yo digo, en medio del humo de los cañones, las bombas de mortero y las balas de los mosquetes, uno está de suerte si consigue distinguir algo a menos de un palmo de la nariz. Además, el enemigo aprovecha cualquier oportunidad para volarte la tapa de los sesos. Si lo que tienes delante lleva un abrigo rojo y se mueve, dispara sin temor. Ésa es mi opinión.

Después de oír estas exaltadas palabras, a Tonneman se le quitaron las ganas de reír. Ese discurso cargado de ira le estremeció.

—Nos retiramos de Breed's Hill a Bunker Hill. Hubo una carnicería. Más de cuatrocientos hombres murieron o resultaron heridos. Los ingleses también tuvieron numerosas bajas. De todos modos, no esperaban que reaccionáramos como lo hicimos.

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