El médico de Nueva York (15 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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—¿Magistrado? —inquirió Tonneman, sorprendido—. Querrás decir alguacil.

—Eso. ¿Qué les trae por aquí? —repitió, sonriendo con satisfacción.

—Un asunto relacionado con la ciudad de Nueva York —respondió Goldsmith mientras arrancaba un muslo al pollo.

Comer con no judíos empezaba a ser una costumbre para Goldsmith; primero la sopa, luego el jamón y ahora ese sabroso pollo. Si su esposa, Deborah, y la madre de ésta, la muy honrada Esther, se enteraran de que no comía lo adecuado, se lo reprocharían el resto de sus días.

—¿Qué tal van las cosas en Nueva York? ¿El gobernador todavía se esconde en el barco del rey?

—Sí —contestó Goldsmith secamente.

Tonneman sacó el cuchillo que llevaba en el cinturón y cortó el pollo por la mitad. Acto seguido ofreció una moneda a Abbott.

—¿Conoces a Jane McCreddie?

Abbott se apresuró a recoger el chelín.

—Con esto están pagados la cerveza y el pollo.

—No hablarás en serio —repuso Goldsmith—. En Nueva York con un chelín puede comprarse un pollo entero.

—Pues haberlo hecho —replicó Abbott—. Son tiempos difíciles. Estamos en guerra, no sé si lo sabe.

—Todavía no se ha declarado la guerra —señaló Tonneman.

—Sin embargo, la guerra está aquí —declaró el encargado—, aunque algunos aún no se han enterado.

Tonneman le tendió otra moneda.

—Jane McCreddie.

—Ya sabrá que estaba empleada aquí y que se fugó, porque si no, no lo preguntaría. ¿Esta información merece un chelín? —preguntó Abbott, acercando la mano a la moneda sin atreverse a tocarla.

—Me temo que no —contestó Tonneman, retirándola.

Naturalmente, Abbott estaba ansioso por conseguir ese chelín.

—¿Saben que ésta es la taberna favorita del general Washington? Siempre que pasa por aquí, se hospeda en Cross Keys.

—Muy interesante —comentó Tonneman.

—De hecho —continuó Abbott—, él y sus hombres se dejan ver poco. Les dejo la comida y la bebida ante la puerta. Son bastante antipáticos.

—La chica —insistió Tonneman.

—El señor Wares lamentó mucho perderla. Le había costado bastante dinero y hacía muy bien su trabajo. Los hombres venían aquí sólo para verla.

—Nombres —dijo Tonneman—. ¿Quién venía a verla?

—Los soldados, claro; ¿quién si no?

—Te daré dos monedas por cada nombre que me des.

—Y yo te daré dos patadas en el culo cada vez que abras la boca —gruñó una voz.

Los tres hombres se volvieron hacia las escaleras, estupefactos. Descubrieron a un individuo de mediana edad y gran tamaño, con el cabello largo hasta los hombros y la coronilla calva.

—Me llamo David Wares. Soy el propietario de este establecimiento, y este establecimiento pertenece a un patriota. Me importa un comino que sean el juez de paz y el alguacil de Nueva York; como si son el ilustrísimo alcalde de Londres, malditos
tories.
Si quieren saber algo, pregúntenme a mí.

Goldsmith se puso de pie, ofendido.

—Soy un patriota, señor.

—¿Y usted, señor? —preguntó, incisivo, a Tonneman—. Tiene que manifestarse.

—No estoy de parte de nadie —respondió Tonneman—. Soy médico. Soy neutral.

Wares echó a reír, socarrón.

—¿Neutral? Nadie puede ser neutral en esto.

Goldsmith, temiendo que se enzarzaran en una discusión política, decidió abordar el tema que les había llevado allí.

—Con rey o sin él, señor, Jane McCreddie está muerta, y nosotros investigamos su muerte.

El beligerante Wares se tambaleó como si le hubiera alcanzado un rayo.

—¿Muerta? ¡Oh, Dios! —exclamó, asiéndose al pasamanos.

Tonneman y Abbott acudieron junto a Wares para que no se cayera y le proporcionaron una silla.

—Un poco de ron —ordenó Tonneman mientras le aflojaba las ropas.

Dado que Abbott no hizo ademán de apartarse de su amo, Goldsmith se dirigió a la barra, cogió la botella de ron y llenó un vaso, que colocó delante de Wares. Tonneman le obligó a beber.

Wares tragó el licor con avidez.

—Estoy bien. Deben saber que el dinero no significa nada para mí. Dios sabe que, aunque era mi sirvienta, deseaba casarme con ella.

—¿Le regaló usted la ropa interior de seda? —preguntó Tonneman.

Wares asintió con la cabeza antes de cubrirse el rostro con las manos.

—La amaba, incluso cuando me enteré de que se había liado con ese maldito hombre.

—¿Qué hombre? —inquirió Goldsmith.

Tonneman levantó la mano.

—Tranquilo, alguacil.

—Jamás lo vi, pero a ella le gustaba torturarme diciendo que tenía el pelo negro y que era muy atractivo.

—¿Y qué más? —preguntó Tonneman.

—Yo lo vi una vez —intervino Abbott.

Goldsmith tenía, por lo general, mucha paciencia. Aun así, tuvo que contenerse para no arrojar a Abbott la botella de ron a la cabeza.

—¿Qué aspecto tenía?

—No me acuerdo muy bien del color de la piel; creo que negra, como el pelo. Se pavoneaba como un soldado. No puedo añadir nada más, pues había poca luz cuando lo vi con Jane ahí, debajo las escaleras —señaló con el dedo.

—Maldito seas. —Wares mostró el puño a Abbott—. ¿Por qué no me lo dijiste?

—No habría servido de nada. No seas tonto; te habría matado, o tú a él. En cualquier caso, ¿dónde estarías tú ahora?

—Por favor, ceñíos al tema —ordenó Tonneman—. ¿Sabes cómo se llama?

—No.

Abbott tosió y escupió en una escupidera de barro cerca de la barra.

Goldsmith sorbió un poco de cerveza para calmar los nervios antes de preguntar:

—¿Qué aspecto tenía? ¿Era gordo, delgado, alto, bajo?

—Jane era alta; creo recordar que eran más o menos de la misma estatura.

—¿Conoces a alguien así, alguacil?

—No, señor.

—¿Tampoco has oído nada sobre un hombre de esas características?

—¿Cómo?

—¿Qué te contó Quintin?

—El hombre que vio en el Collect no era un soldado, aunque lo parecía; media metro setenta y no era corpulento.

—Exacto.

24

Sábado 18 de noviembre. Mañana

El alboroto que armaba Gretel en la cocina despertó a Tonneman. Le pareció que hacía más ruido de lo normal. Unas carcajadas sonoras se mezclaban con las risillas sofocadas de Gretel. Tonneman se arropó bien con la colcha. El dormitorio era extremadamente frío. Por fin decidió levantarse; salió de debajo de las mantas de un salto y se enfundó los calzones y la camisa, que estaban tiesos por el frío.

Abrió las contraventanas y observó que el cielo estaba encapotado. Vio a la señora Remsen dirigirse, con su hija, al pozo público que surtía a los vecinos de Rutgers Hill.

Una ligera capa de hielo cubría el agua del jarro, de modo que tuvo que quitarla antes de verterla en la jofaina para lavarse la cara. La noche anterior había dejado la toalla húmeda, por lo que también estaba ligeramente helada. Se peinó y se hizo la coleta.

El pasillo estaba oscuro, y la puerta de Jamie, cerrada. Se oyeron de nuevo las carcajadas y la risilla sofocada de Gretel.

Cuando Tonneman entró en la cocina, el ama de llaves estaba sirviendo un café a
Oso
Bikker quien, por lo pronto, parecía más imponente que el día que lo había conocido. La primera reacción de Tonneman, esto es, la de sentir celos por las atenciones que Gretel dedicaba a Bikker, pronto se disipó por el buen humor de su primo.

—... y me dice: «Chico, no quiero discutir contigo.»

Bikker estaba sentado ante la chimenea, con las piernas abiertas. Había dejado el mosquete encima de la mesa, junto al plato de pastelitos que estaba zampando.

—¿Qué persona en su sano juicio quería discutir contigo?

Tonneman notó que se relajaba ante el calor y el buen humor que reinaban en la cocina.

Bikker sonrió con la boca llena de comida.

—Estaba contando a la señora Gretel lo que me ocurrió con mi sargento, un pobre tipo de Brooklyn. —Bikker se levantó de la silla para dar un abrazo a Tonneman—. Dios, primo, me alegro de verte.

—Yo también.

Gretel ofreció una taza de té a Tonneman. La cocina olía a pan recién salido del horno, miel y té especiado.

—Así pues, Johnny, me enteré de que tu primo estaba aquí el jueves por la noche.

Tonneman no entendía nada.

—¿Conocías a mi primo?

—No. El padre de tu padre conocía a la abuela del joven Bikker, los primos holandeses de Haarlem. Por desgracia, los viejos murieron, pero los jóvenes siempre acaban encontrando sus raíces.

Gretel añadió más pasteles al ya vacío plato de Oso.

—¿Qué te trae por aquí, primo? Es muy temprano —preguntó Tonneman con cierto recelo.

Gretel se llevó las manos a las caderas y clavó la vista en Tonneman, quien evitó su mirada.

Oso engulló otro trozo de pastel y dijo:

—Tú me trajiste aquí. No puedo aceptar lo que dijiste acerca de la causa. ¿De parte de quién estás, John Tonneman? ¿De la gente o contra la gente?

—No quiero tomar partido.

—¡Cielo santo! —exclamó Gretel.

Oso
Bikker sacudió la cabeza.

—Antes pensaba que el mundo se reducía a mi granja, pero me equivocaba. El mundo es mi granja, y la otra y muchas más. Si un granjero zopenco como yo puede entenderlo, con más razón debe entenderlo un hombre culto como tú. Ya nada es igual que antes. El mundo moderno es demasiado pequeño para que te quedes al margen. Nadie te lo permitirá. Naciste aquí. Tus antepasados vivieron y murieron aquí, en su tierra. Están enterrados aquí. Por el amor de Dios, John Tonneman, eres un americano.

—Amén —dijo Gretel con fervor.

—Un discurso muy bueno para un patán. ¿Puedo desayunar ya?

—No —respondió Gretel cruzándose de brazos en actitud desafiante.

—No me pondré de parte de nadie, y punto.

—¿Apoyas al rey, entonces? —preguntó Gretel con tono severo.

Tonneman se quedó pensativo. A pesar del calor de la lumbre, sintió escalofríos.

—Aquí no necesitamos reyes que nos digan qué hemos de hacer —declaró Gretel—. Tu padre...

—Mi padre era apolítico —interrumpió Tonneman mientras se sentaba frente a Oso y bebía un poco de té.

Gretel esbozó una sonrisa.

—Estás casi en lo cierto, joven. Sin embargo, cuando llegó el momento de escoger, tu padre escogió su país.

Abrió la puerta del horno para echar una ojeada al pan y luego empezó a sacarlo con una larga pala de madera.

Bikker escrutó con expresión reflexiva el rostro de Tonneman.

—Dime algo, primo.

—Si puedo, Oso.

El diálogo, por lo menos, era estimulante.

—¿Qué tiene que ver el rey conmigo? Sólo sé que tengo que pagar impuestos para que él pueda seguir siendo rey. Aquí no necesitamos ni a él ni a los suyos. Somos hombres libres, y también lo serán nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos —dijo con la voz entrecortada por la emoción.

—No eres un granjero, Oso, sino un político. No, mejor un filósofo.

—Búrlate de mí cuanto quieras...

—No me burlo de ti, primo. Creo que ha llegado el momento de hacer las paces con el rey y de restaurar el
statu quo.

Tonneman clavó la mirada en la mesa y luego la posó en
Oso
Bikker.

—No, todavía no lo comprendes. Ha pasado demasiado tiempo, lo que no ha beneficiado a nadie. Ya hemos derramado nuestra sangre en Massachusetts.

Oso hablaba con tanta vehemencia que pegó un puñetazo en la mesa, de tal modo que platos y tazas temblaron.

—Has estado fuera demasiado tiempo, Johnny. —Gretel se hallaba de pie de espaldas a la chimenea—. Has perdido el contacto con tu país y tus paisanos; peor aún, has perdido el contacto con la libertad. Pero ahora estás en casa. Ésta es tu tierra, tu ciudad, tu país. Si el rey y sus lameculos corruptos se salen con la suya, será este su país, su patria y su ciudad.

—Escucha lo que dice Gretel. Todos nos jugamos algo en esto. —Oso se inclinó—. ¿Qué eres, inglés o americano? Tú escoges.

—Puedo ser ambas cosas —respondió Tonneman, inquieto.

—Ya no —replicó Gretel—. No nos lo permitirán, ¿no te das cuenta? Debes elegir.

Tonneman reflexionó unos instantes. Comprendía lo que le decían, aunque no era más que mera palabrería que, naturalmente, significaba mucho para Gretel y Oso. Era comprensible. Era gente común. De repente se acordó de lo que había sentido al contemplar Nueva York desde el
Conde de Halifax,
después de haber pasado tantos años en el extranjero. Se preguntó si se referían a eso. Se convenció de que lo que había experimentado no había sido más que añoranza.

—Toma partido por alguien, primo John. Pronto habrá luchas en las calles.

—Soy médico. Quitar la vida a un ser humano no es ético. Por eso estoy en contra de la lucha.

—Si no combatimos al rey, el viejo Jorge nos sangrará hasta que se nos sequen las venas. Seremos sus esclavos en nuestra propia tierra.

Mientras escuchaba estas palabras, Tonneman sintió de nuevo la excitación que le había invadido cuando él y Jamie habían pisado Water Street por primera vez, aspirado los olores del puerto, las patatas asadas, las ostras saladas y oído el acento holandés mezclado con otros idiomas de quienes habían desembarcado en Nueva York para ganarse la vida en la nueva tierra. Se había sentido un neoyorquino más. Pero eso no era más que nostalgia. Y hambre.

Se acercó a la chimenea para calentarse las manos. Gretel, Oso, Goldsmith e incluso su padre se habían entregado a la causa rebelde. Quizá la amistad que le unía a Jamie le hacía sentirse forastero. Cada día que pasaba le costaba más mantenerse al margen.

—Bueno... —
Oso
Bikker se levantó. Superaba en dos palmos a Tonneman, y era como mínimo el doble de ancho. No obstante, tenían el mismo color de pelo y parecían hermanos. Oso se puso la capa y cogió el mosquete—. ¿Estás con nosotros, sí o no?

La risa cínica de Jamie se anticipó a la respuesta de Tonneman.

—Reflexiona antes de responder, amigo mío. Un sí puede llevarte a la horca.

25

Miércoles 22 de noviembre. Mediodía

Emma Greenaway echaba de menos a su abuela, que se hallaba en Inglaterra. El único recuerdo que tenía de ella era un camafeo de ónice con su perfil grabado. Emma se abrochó el camafeo y se miró en el espejo mientras Betty, la joven doncella que su tía Abigail le había asignado durante su estancia en Nueva York, le hacía unas trenzas como las de su madre.

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