El médico de Nueva York (11 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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—Bueno, creo poder ofrecerle lo que necesita. Acabo de adquirir una bellísima edición de
Los viajes de Gulliver.

—Gracias, pero durante estos últimos siete años Gulliver y yo hemos compartido más de una tarde en Londres.

—Entonces, que tenga usted un buen día, señor Tonneman. Gracias por el encargo.

—Ay, le debo el ejemplar del
Gazetteer.

Rivington negó con la cabeza.

—Para un anunciante, el ejemplar es gratis.

—Gracias de nuevo —dijo Tonneman dirigiéndose hacia la puerta.

Se detuvo un momento en la acera delante del taller de impresión para echar una ojeada al periódico.

Excepto la nota que comunicaba que el viernes anterior, 10 de noviembre, el congreso continental había constituido un cuerpo de infantería de marina, el resto de noticias era de escaso interés. Ojeó la primera página de los anuncios.

Uno le llamó la atención; lo leyó atentamente:

«CINCO DÓLARES DE RECOMPENSA

»Para quien devuelva a una criada escocesa llamada Jane McCreddie. Tiene veinticinco años, mide metro setenta, pelirroja, bonita, pero con marcas de viruela. Habla con acento escocés; llegó el pasado septiembre de Greenock. En el momento de su desaparición llevaba un vestido corto de rayas verdes, rojas y amarillas; unas enaguas acolchadas verdes, una cofia nueva de satén negro con lazos azules y amarillos en la corona. Lo más destacable es que tiene una cicatriz en la mano.

»ESCRIBAN A J. RIVINGTON, IMPRESOR.»

16

Jueves 16 de noviembre. Mañana

Tonneman entró de nuevo en el taller de impresión y sin más preámbulos anunció:

—La chica asesinada cerca del Collect —señaló con el dedo el anuncio— llevaba las ropas que aquí se dice pertenecían a una criada escocesa llamada Jane McCreddie.

Rivington salió de detrás de la máquina y se acercó a Tonneman. Los dos chicos levantaron la mirada, llenos de curiosidad. El señor Morton, impasible, había regresado al libro de cuentas.

El gato bostezó y se desperezó para desaparecer detrás de una pila de paquetes.

—Ah, será de David Wares, de Yorkshire, el dueño de la taberna Cross Keys. Se pondrá furioso cuando se entere. Por lo que explicó, la pagaba muy bien porque era bonita y muy buena camarera. —Rivington meneó la cabeza—. Le enviaré un mensaje...

—No se moleste; yo mismo se lo comunicaré...

Tonneman se sorprendió de sí mismo. Admitía ser curioso por naturaleza. Pensó en ponerse en contacto con Goldsmith, dado que era el más indicado para encargarse del caso.

Tonneman salió de la imprenta y permaneció un rato inmóvil en Hanover Square, absolutamente desconcertado. Hacía mucho frío en Nueva York, mucho más de lo que él recordaba. Quizá se hacía viejo; el frío le calaba hasta los huesos. Además, a pesar de su vitalidad, Nueva York parecía más triste.

El rostro de sus habitantes era más severo. La mayor parte de las tiendas se hallaban cerradas. Gretel le había contado —de hecho, él ya lo había presenciado— que grupos de insurrectos se echaban periódicamente a la calle en busca de pelea o bien de algún
tory
a quien acosar. Un tercio de la población, intimidado por la violencia y temiendo lo peor, había hecho las maletas y abandonado la ciudad.

Un gobierno rebelde compuesto de un congreso provincial y comités para todo se encargaba de dirigir la colonia sin demasiada dirección porque nadie quería ponerse en la línea de fuego.

El gobernador real, William Tryon, después de haber permanecido en Inglaterra una temporada por problemas de salud había regresado a Nueva York en junio para encontrarse con que durante su ausencia la ciudad se había politizado por completo. El congreso provincial ignoraba sistemáticamente sus órdenes; peor aún, los Hijos de la Libertad y otros grupos rebeldes le insultaban abiertamente, lo que constituía una seria amenaza para su integridad física.

Poco antes de que Tonneman llegara a Nueva York, Tryon se había refugiado en la fragata
Duquesa de Gordon,
atracada en el puerto bajo la protección de los nueve cañones del buque
Asia.
Gretel afirmaba que la
Duquesa de Gordon
trasladaba a Tryon hasta el estrecho para luego volver a bajar, y que cada vez que el cobarde gobernador llegaba a tierra, espiaba su pequeño reino a través del catalejo.

Ésa era, pues, la Nueva York de Tonneman: el hogar legítimo del gobierno del rey y también del rebelde. Circulaban rumores de que Nueva York se convertiría en una ciudad con guarnición inglesa, o bien sería destruida.

El jueves anterior, 9 de noviembre, el mismo día que se constituyó el cuerpo de infantería de marina, se habían celebrado nuevas elecciones. La gente no sabía qué facción votar, puesto que, ganara la que ganara, el peligro era manifiesto; si se votaba a favor del delegado rebelde, probablemente la Corona se vengaría; si se votaba a un
tory,
los Hijos y demás rebeldes actuarían con contundencia.

Tonneman tenía claro que era mejor no tomar partido por nadie. Ese día, el sol otoñal no calentaba demasiado, aunque daba abundante luz. En los comercios de la plaza que seguían abiertos había mucha animación, a pesar de que la clientela era escasa.

Hanover Square, situada cerca del mercado Old Slip y a sólo una manzana de los muelles, era una zona muy cara, o por lo menos lo había sido antes de que comenzaran las revueltas. El precio de los alquileres había ascendido a dos dólares al mes. En un futuro no muy lejano, no obstante, la situación podía cambiar sustancialmente.

Tonneman consultó el reloj. Por primera vez en mucho tiempo se sintió inquieto. En la caja trasera del reloj guardaba un mechón de Abigail que nunca había tenido el valor de tirar. Se sonrojó al pensar en ella. Sólo eran las once. Se había citado con Jamie a mediodía en el café Burns de Broadway, enfrente de Bowling Green. Le quedaba aún una hora para familiarizarse con la ciudad.

En un quiosco de la plaza se anunciaban las llegadas y salidas de barcos, paquebotes y diligencias. En un panel había un folleto que informaba de que, por dos chelines, un tal H. Gaine vendía información sobre los actos del congreso continental.

Tonneman apartó la mirada. Él era médico y por consiguiente la política de las colonias no le concernía.

—¿Es usted el señor Tonneman? —preguntó un chico negro de unos nueve años, vestido con unos calzones de satén escarlata, una capa negra y una peluca blanca.

—¿Qué quieres, chico?

—Mi señora —dijo señalando con un gesto muy cortesano un carruaje pequeño y elegante estacionado al otro lado de la plaza—, desea hablar con usted.

El muchacho hizo una reverencia; más que una persona, pareció una marioneta. De hecho, no era una persona, sino un esclavo o, a lo sumo, un criado cuya comida anual probablemente costaba menos que el vestido escarlata que llevaba.

Tonneman entornó los ojos para protegerlos del sol. En la portezuela del carruaje distinguió un escudo de familia: unas espadas cruzadas, una corona en el centro y un halcón en la parte superior. El chico ya había iniciado el camino de vuelta al vehículo. Los soldados con uniforme rojo se mezclaban con los civiles. En la ciudad se respiraba una calma tensa, existía una especie de corriente subterránea que Tonneman empezaba a percibir. Se dijo que quizá había vivido demasiado tiempo en Londres.

El muchacho negro le abrió la portezuela del carruaje. Al principio, cegado por la luz, sólo distinguió la silueta de una mujer joven: botas de piel roja, vestido azul marino, manos pequeñas enguantadas en piel roja y capa azul ribeteada en plata.

Tonneman se acercó un poco más. La capucha de la capa no impidió que reconociera el cabello rubio de la dama, un mechón del cual guardaba en la caja del reloj. La capa azul enmarcaba un rostro pálido de ojos del mismo azul que la capa.

—Abigail —dijo Tonneman, al tiempo que se le aceleraba el ritmo del corazón.

Era incluso más bella que hacía siete años, si eso era posible.

—Bienvenido a casa, John.

Tonneman cogió la mano que Abigail le tendía, invitándole a entrar.

Tonneman se dijo que no debía subir. No deseaba —o tal vez lo deseaba demasiado— sentarse a su lado y embriagarse con su perfume. Tragó saliva. Abigail había despertado en él ciertos sentimientos que creía muertos.

—Siento lo de tu padre. Era un buen hombre.

—Sí, gracias.

Apartó la mirada para fijarla en un altercado entre un soldado y un carretero. Aparentemente éste había estado a punto de atropellar al otro, o por lo menos eso afirmaba el soldado.

—Hace frío, John. Por favor, entra y cierra la puerta.

Tonneman no dijo nada y tampoco subió al vehículo.

Abigail le dedicó una sonrisa, y se le formaron dos hoyuelos. Se arropó con la manta que le cubría las piernas.

—¿Has vuelto para quedarte definitivamente?

—Sí.

—Ven a cenar esta noche con nosotros. Vivimos en Crown Street, en la zona oeste de Broadway. A las seis.

—Tengo un huésped en casa, el señor Jamison. También es cirujano.

Abigail se enderezó y cruzó las manos.

—Más tarde os enviaré a ambos una invitación formal.

Tonneman se disponía a cerrar la portezuela cuando apareció el chico negro cargado con paquetes de diversos tamaños, apilados uno encima del otro, de tal manera que apenas se le veía la cabeza. Tonneman hizo ademán de ayudarle, pero el cochero saltó al suelo, recogió los paquetes y los colocó en el pescante.

El muchacho entró apresuradamente en el carruaje y cerró la portezuela.

—Gracias, Rudy —dijo Abigail. Con un tono más alto, añadió—: Vámonos, Phelps.

Phelps golpeó con el látigo la grupa de la yegua. El carruaje rodeó la plaza para enfilar Queen Street.

De repente, el vehículo fue bombardeado con huevos. No se detuvo. Mientras doblaba la esquina, Tonneman se fijó en que las yemas dibujaban una cicatriz amarilla en la corona y el halcón del escudo de familia.

17

Jueves 16 de noviembre. Alrededor de mediodía

Cada día era más frecuente ver al anochecer carros cargados con baúles y enseres domésticos y carruajes llenos de familias —
tories o whigs
— que abandonaban la ciudad.

Las casas cuyos propietarios huían hacia los condados del norte quedaban, por tanto, cerradas y vacías. Los ciudadanos que simpatizaban con la causa rebelde, pero que temían que los rebeldes no consiguieran tomar Nueva York, marchaban a Connecticut, un condado completamente
whig.

El
Asia
llevaba meses atracado ante las costas de Nueva York. Su siniestra presencia recordaba a todos el incidente acaecido el 22 de agosto pasado, a las once de la noche. La artillería rebelde se había desplegado a lo largo del Battery para evitar un desembarco desde el
Asia,
al tiempo que unos patriotas se apoderaban de un cañón inglés situado muy cerca del fuerte.

Cuando una barcaza inglesa atracada a poca distancia de la costa los descubrió, se acercó a la orilla para abrir fuego. La artillería rebelde respondió al ataque disparando contra la barcaza.

Inmediatamente después abrieron fuego nueve cañones del
Asia,
y los marines dispararon con los mosquetes. Esos bombardeos iban dirigidos exclusivamente a los rebeldes; no obstante, la ciudad recibió los impactos. Los ciudadanos salieron de sus casas entre gritos, creyendo que había estallado la guerra.

La batalla se saldó con tres hombres heridos y varias casas de los muelles destruidas.

Los soldados de la ciudad —la milicia de Nueva York— ardían en deseos de luchar.

El cauto congreso provincial no dio la orden.

Este incidente bastó para que un tercio de la población decidiera abandonar la ciudad. Así fue como se inició el éxodo.

Dado que había muchos negocios cerrados, los hombres tenían tiempo para reunirse en cafés o tabernas, donde se contaban historias basadas en hechos reales o ficticios que exacerbaban los temores de la población.

Quienes todavía no habían tomado partido por ninguna de las facciones y, por tanto, habían resuelto quedarse en la ciudad estaban inquietos. Muchos delegados del comité, el brazo local del gobierno rebelde, no estaban dispuestos a jugarse el pescuezo apostando abiertamente por la insurrección. Se excusaron de mil maneras para evitar asistir a las reuniones del comité. Por falta de
quorum,
las reuniones fueron aplazándose, y los miembros se sintieron cada vez más frustrados.

Mientras tanto, los radicales atizaban las llamas del descontento.

La ciudad de Nueva York se sumergió en el inusual frío invierno con el alivio de saber que por lo menos había algo más de qué hablar que la guerra y el patriotismo. Incluso el extraño asesinato sucedido en el Collect se convirtió en una momentánea distracción, a pesar de que crímenes de esas características eran harto frecuentes en la «tierra sagrada», donde vivían y vagaban a su antojo las prostitutas.

En Filadelfia, el congreso continental comenzó a preocuparse por la indecisión de Nueva York, que algunos delegados motejaron como «nido de tories».

Daba la impresión de que el viento frío se había apoderado de las calles de Nueva York. Sólo las mujeres, que todavía se ocupaban de los quehaceres domésticos, parecían tener un propósito mientras tejían, cocinaban, limpiaban, cosían o se preocupaban.

Finalmente se decidió que se levantarían barricadas en las calles que conducían al East River y se situarían cañones en las zonas estratégicas para hacer frente a un bombardeo futuro.

Tonneman se encaminó hacia los muelles, cruzando calles casi desiertas. El deshielo del día anterior y el frío polar de ese mismo día no habían concedido a la nieve la oportunidad de desaparecer, de modo que el riesgo de resbalar era muy alto.

Un chico con el tricornio atado con una larga bufanda marrón pasó corriendo por la calle y le entregó una octavilla que se guardó en el bolsillo del abrigo.

Algunos hombres borrachos que salían de la taberna Jasper Drake enfilaron Water Street entre gritos y cantos.

Al pasar por delante de ellos Tonneman oyó que proferían insultos contra los
tories
y de algún modo advirtió que le invitaban a unirse a ellos. El doctor les saludó y siguió su camino. Esa clase de hombres y su holgazanería le molestaban. Era una suerte de inactividad indolente que conducía al descontento y la bebida.

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