El médico de Nueva York (12 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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De niño, Tonneman había observado fascinado cómo construían los muelles. Primero se habían sumergido troncos de pino atados entre sí con cuerdas para luego disponer una capa de piedras y finalmente otra de tierra. La fiebre constructiva era tal que la isla de Manhattan, que antaño terminaba en Pearl Street, había crecido hacia el East River gracias a esa tierra ganada por el hombre.

En el puerto había numerosos barcos atracados, de todos los tamaños.

A lo lejos, en la línea del horizonte, se divisaban diversas galeras. El olor acre a salitre, algas podridas y brea despertó en Tonneman cierta nostalgia de su idílica infancia.

Entornó los ojos y distinguió claramente el
Asia
atracado en la bahía. Se alejó del muelle. El sol brillaba en lo alto del cielo. El olor a ostras fritas procedente de un tenderete desvencijado en medio de la calle le despertó el apetito. Se encaminó hacia el lugar donde se había citado con Jamie.

El café Burns se hallaba detrás de Trinity Church. Era un edificio de ladrillo con grandes ventanas con parteluz en las dos primeras plantas; la tercera tenía cuatro buhardillas que daban a la calle. A la izquierda de la puerta principal se distinguía, tallado en la piedra, el año de la construcción del edificio: 1737.

Un letrero de madera encima de la puerta rezaba: CAFÉ BURNS. De la pared colgaban dos faroles de latón; seguramente los encendían al atardecer. En el interior los aromas del chocolate y el café caliente se mezclaban con el de tabaco. La sala era oscura, con el techo bajo, y en las paredes encaladas se exponían numerosos anuncios de llegadas y salidas de barcos, compra-venta de artículos, servicios prestados y declaraciones políticas; estas últimas eran muy numerosas.

El suelo estaba gastado a causa de los centenares de pies que lo habían pisado a lo largo de los años. La bebida caliente se había convertido, en el fondo, en la excusa para entablar conversación con los demás camaradas.

A lo largo de la pared se habían dispuesto una serie de reservados que, en algunos casos, incorporaban cortinas para quienes deseaban máxima intimidad. La mayoría de éstos estaban ocupados.

Tonneman sabía que a menudo las mujeres se ocultaban detrás de esas cortinas. Se preguntó cómo conseguían entrar y salir del establecimiento. Sonrió porque esa pregunta siempre le había resultado divertida.

El centro de la sala estaba ocupado por mesas de pino y sillas con respaldo. Tonneman se sentó, pidió una taza de café y sacó del bolsillo la octavilla que le había dado el chico.

«¡Atención, patriotas! Ha llegado el momento de escoger. Aquí citamos y apoyamos las elocuentes palabras de un patriota del Sur, Patrick Henry, pronunciadas el 23 de marzo de este año con motivo de la celebración de la convención de Virginia, que tuvo lugar en la iglesia episcopal de san Juan de Richmond, Virginia: "¿Acaso la vida es tan cara, o la paz tan dulce, para que haya que comprarlas a precio de cadenas y esclavitud? ¡Prohibidlas, Dios Todopoderoso! Ignoro qué camino elegirán los demás; en cuanto a mí, ¡concédeme la libertad o, si no, la muerte!"»

18

Jueves 16 de noviembre. Tarde

—¿Te importa que me siente?

Antes de levantar la mirada, Tonneman tapó la octavilla con la mano, como si Gretel le hubiese sorprendido con las manos en la masa.

De pie delante de Tonneman se alzaba una mole de hombre, rubio como un ángel, el rostro enrojecido por el frío y una boina de lana amarilla en la cabeza. Tonneman miró alrededor. Todas las mesas estaban ocupadas.

—Por favor —dijo señalando la silla frente a él.

El hombre tomó asiento; la silla crujió en protesta.

—¿Qué estás leyendo?

Tonneman miró de nuevo al desconocido, esta vez más detenidamente. Por la vestimenta adivinó que era un granjero. Sin abrigo ni bufanda, llevaba la camisa y la chaqueta abiertas.

—Las palabras de un tal Patrick Henry.

El hombre se rascó vigorosamente la cabeza, como tratando de averiguar si conocía o no ese nombre.

—No le conozco.

—Yo tampoco. Es de Virginia.

—Esto está en el Sur, donde cultivan tabaco. Pediré una taza de chocolate. ¿Quieres tú también?

Tonneman negó con la cabeza.

—Ya sé que es poco frugal, pero como es mi primer día en la ciudad y he vendido todo lo que traía... ¡qué demonios!

Se oyeron carcajadas procedentes de uno de los reservados con cortinas cerradas. Al hombre rubio le brillaron los ojos. Tapándose la boca con la mano, susurró:

—Hay mujeres ahí dentro, o algo por el estilo. —Se sonrojó—. ¿Qué bebes?

—Café.

—¿Es bueno? En mi vida he probado el café. En mi tierra tomamos cerveza o leche.

—Pide el chocolate, invito yo.

Tonneman alzó la mano e hizo un gesto a la camarera.

—Muy amable de tu parte —dijo el recién llegado al tiempo que le estrechaba la mano—. William Bikker. Mis amigos me llaman «Oso». Soy un granjero de Haarlem. —Le apretó la mano con firmeza, pero sin dureza.

—Señor Bikker, me llamo John Tonneman. Soy médico. ¿Qué te trae a Nueva York?

—Mi caballo. Ja, era una broma. La compota de manzanas, la sidra y las patatas de invierno. He vendido todo en el mercado. Quiero alistarme en el ejército. Pensé que antes de convertirme en soldado tenía que visitar Nueva York. Así pues, aquí estoy. ¿Tonneman? Entonces eres holandés.

Tonneman asintió con la cabeza.

—Un poco.

—Nadie es sólo un poco holandés. ¿De modo que eres holandés?

Bikker golpeó varias veces la mesa con entusiasmo.

—¿Por qué has decidido alistarte en el ejército? ¿Crees que habrá guerra?

—Espero que no. No me gustaría herir a nadie. Pero me temo que sí. De lo contrario, ¿para qué querrían ampliar el ejército? Además, los ingleses no nos dejan otra alternativa.

—¿Por qué lo dices?

—Por lo que ha estado sucediendo. Cuando volvemos la espalda, nos dan un empellón. Deberían saber que si a un hombre se le empuja demasiado, seguro que devuelve el empujón.

La camarera se acercó a la mesa.

—Otro café, por favor, y una taza de chocolate para mi amigo.

La mujer asintió con la cabeza.

—Bueno, pues si vamos a ser amigos, tienes que llamarme Oso.

Bikker le lanzó una mirada de curiosidad.

—Muy bien, Oso, ¿qué has visitado de la ciudad? —preguntó Tonneman mientras jugueteaba con la octavilla.

El granjero seguía observándolo extrañado.

—Nada. He llegado, he vendido mis mercancías y ahora me tomaré una taza de chocolate.

—¿Y después?

—Después... —Se le iluminaron los ojos—. Lo que el Señor me ponga delante... ¿Cómo has dicho que te llamabas?

—John Tonneman.

Oso hundió la mano en la mochila y sacó un papel doblado.

—Una carta de mi abuela. —Leyó un trozo para sí. Cuando levantó la mirada, tenía el rostro tan resplandeciente como el cabello—. Dirás John Pieter Tonneman, ¿no?

—Peter, no Pieter.

—¡Canastos! —Volvió a tenderle su manaza—. Chócala otra vez, amigo. Hace cien años, nuestro abuelo era el mismo.

19

Jueves 16 de noviembre. Avanzada la tarde

En la consulta no había nadie.

Goldsmith asomó la cabeza en el estudio.

—¿Hay alguien en casa?

No hubo respuesta. Se le ocurrió dejar una nota escrita. Cuando estaba a punto de entrar en la habitación, se acordó de que llevaba las botas llenas de brea. Se las quitó, las dejó en la consulta y entró en el estudio. La pequeña chimenea estaba encendida. Notó que sudaba.

—¿Señora Gretel?

Nadie respondió. Encima del escritorio encontró un tintero y varias plumas; necesitaba papel. Temeroso de revolver los papeles del doctor, Goldsmith se acordó del folleto que le habían dado en la calle al salir de su casa en Water Street. Se lo había guardado en el bolsillo del abrigo pensando en leerlo más tarde.

El alguacil desdobló el papel. En la parte superior se leía:
«REBELDES DESCARADOS.»
Se encogió de hombros. Esa clase de manifestaciones lealistas no eran de su agrado. Mojó la pluma en la tinta y en el anverso del papel escribió:

«Señor Tonneman: he encontrado un testigo que puede sernos útil para descubrir al asesino de la mujer decapitada. Volveré al anochecer. Saludos cordiales.»

Firmó «D. Goldsmith» con una rúbrica. Desde la época que iba a la escuela, el alguacil no había tenido demasiadas ocasiones de poner algo por escrito y firmarlo.

Dejó la nota encima de la mesa de la cocina y regresó a la consulta en busca de las botas. Pasó el resto de la tarde efectuando sus habituales rondas, comiendo el pollo frío y los frutos secos que llevaba en la bolsa, preguntando a la gente del Collect si habían visto al hombre que Quintin le había descrito y dudando, mientras tanto, entre informar al alcalde, tratar de encontrar al concejal Brewerton o regresar a la casa del doctor Tonneman.

Apenas se percató de que ya comenzaba a oscurecer. Durante los meses de frío, anochecía más temprano. La farolas de Broadway ya estaban encendidas cuando se reunió con los serenos en Cross Street; antes de despedirse de ellos, les contó lo que Quintin le había explicado para que estuvieran alerta ante cualquier soldado sospechoso.

El alguacil empezó a pensar en la cena. Dadas las circunstancias, probablemente sólo tomaría caldo de pollo con fideos, aunque eso era mucho más de lo que la mayoría podía comer, se dijo, excepto, naturalmente, los ricos. Goldsmith tenía la espalda entumecida y le dolían los pies; no obstante, debería posponer la cena y el descanso hasta que hubiese contado a alguien con autoridad lo que Quintin le había comentado. Sólo después de haber cumplido con su deber podría comer y dormir en paz.

Le adelantaron varios carros y caballos cargados con muebles y enseres domésticos. La gente abandonaba la ciudad poco a poco. No sólo se marchaban los ciudadanos de clase media, sino también los ricos, pues ni siquiera éstos, con todo su dinero, podían evitar la guerra. Goldsmith estaba seguro de que su padre habría atribuido la situación a la ira de Jehová. Por suerte, él no creía en esa clase de supersticiones.

De repente reconoció un carruaje; llevaba el escudo de la familia López.

—¡Jacob! —llamó al conductor.

Jacob Lemco, un hombre de profundas creencias religiosas, era primo de su esposa, Deborah. Tiró de las riendas.

—¿Adónde vais?

—A Rhode Island, en Newport, si Dios quiere. Sólo los niños y la niñera.

Las cortinas de terciopelo marrón de la ventanilla se corrieron ligeramente, y Goldsmith descubrió unos ojos claros que lo observaban. Saludó con la mano y dio una palmada al caballo.

—Sigue tu camino, Jacob. Que tengáis buen viaje.

—Si Dios quiere.

Mientras contemplaba cómo el carruaje se alejaba, Goldsmith se preguntó si debería enviar a su esposa e hijos a Flat-Bush, donde su primo Salomón tenía una granja.

Una ráfaga de viento levantó del suelo una nube de octavillas; Goldsmith cogió una. Colocándose debajo de una farola, la leyó: «¿Quién puede vivir sin libertad?» Dobló el papel y se lo metió en la manga. Ya lo leería más tarde, en casa. Esas palabras revestían gran trascendencia para él.

Cuando llegó a Rutgers Hill, ya estaba demasiado cansado y hambriento para seguir reflexionando. Golpeó la puerta principal, al tiempo que se decía que habría sido mejor ir directamente a la consulta.

Gretel lo recibió con una amplia sonrisa.

—Hola,
herr Goldschmidt. Herr
Tonneman ha salido, y también
herr
Jamison.

—¿Me permite entrar y sentarme ante la chimenea un rato?

—Vaya, tiene usted muy mala suerte. El fuego está apagado. No obstante,
herr
Jamison dejó este
Zettel
para usted. —Le tendió el trozo de papel donde él había escrito antes—. Acompáñeme a la cocina, allí podrá calentarse.

El mensaje escrito por Jamison rezaba: «El doctor Tonneman y yo estaremos en el café Burns de Broadway enfrente de Bowling Green.»

—Siéntese —invitó Gretel—. Le serviré un poco de jamón y pan.

Con ciertas reservas al saber que los dos médicos le esperaban, y que su esposa y suegra le tenían la cena preparada, y a pesar de acordarse de su padre y la religión de éste, Goldsmith aceptó gustoso la invitación de la alemana y comió cerdo.

20

Jueves 16 de noviembre. Noche

Las camareras encendieron las velas de las mesas mientras el tabernero se ocupaba de hacer lo mismo con los candelabros de la pared.

Tonneman se había pasado ya a la cerveza.
Oso
Bikker no había terminado aún el chocolate.

—Soy —decía el granjero mientras sorbía la bebida— el último de los Bikker. —Tendió la carta a Tonneman—. Mira aquí, ya verás.

—Estoy seguro de que me confundes con otra persona. Sólo tengo constancia de la existencia de un primo lejano que residía en Peeks-Kill. Tenía unos veinte años más que yo. Se casó, aunque no tengo ni idea de cómo se llama su esposa ni dónde vive, si es que vive.

Debido a la insistencia de Bikker y para no mostrarse grosero, Tonneman cogió la carta y la abrió. Estaba escrita en un idioma extranjero. El médico sacudió la cabeza.

—No entiendo el holandés. —Le devolvió la carta.

Bikker tomó otro sorbo de chocolate.

—Yo te la traduciré —se ofreció con una amplia sonrisa.

Tonneman miró alrededor. «¿Dónde demonios estará Jamison? Se retrasa demasiado. Deben haberle entretenido en el King's College.»

La taberna estaba llena a rebosar. La gente se apiñaba en los reservados, y se les oía discutir acaloradamente.

Bikker tuvo que alzar la voz.

—Dice que debo estar orgulloso de mi familia, que descendemos de Pieter Tonneman, el último explorador de Nueva Amsterdam y el primer sheriff de Nueva York.

Tonneman se quedó mudo de asombro.

—Yo también desciendo de Pieter Tonneman. ¿Sabes cómo le llamaban los ingleses?

—¿Que si lo sé? El Holandés.

Con esa respuesta Tonneman se dio por vencido.

—Pues sí, el Holandés. —Le tendió la mano—. Entonces somos primos.

Se estrecharon la mano. Bikker estaba radiante de felicidad. Tonneman, a pesar de haber aceptado ese vínculo familiar, decidió no abrirse excesivamente.

En ese momento Jamie surgió de entre la espesa capa de humo, abriéndose paso a través de los apretados grupos de hombres. Tonneman se puso en pie y le saludó con una mano, mientras con la otra agarraba la silla para que nadie se la quitara.

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