El médico de Nueva York (4 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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—Podría haber terminado muy mal. Ese lealista de las tijeras era peligroso.

Jamison balanceó la bolsa con el instrumental médico y dijo:

—A juzgar por el
mobile vulgus
, yo diría que todo el mundo en tu ciudad es peligroso.

—Así parece, Jamie —asintió Tonneman—. De todos modos, siempre hemos sido personas exaltadas, amantes del debate y expresar nuestra opinión.

Mientras hablaba, se sorprendió de la rapidez con que se había adaptado a su ciudad natal. La magia de la ciudad empezaba a ejercer su efecto en él.

—Lo que acabamos de presenciar no era un simple debate —repuso Jamie. Al ver que Tonneman no respondía, comentó—: Son bonitas esas casas —refiriéndose a diversos edificios que se veían desde el lugar estratégico de Wall Street. La zona del ayuntamiento era majestuosa, con grandes mansiones georgianas de enorme belleza.

Tonneman golpeó el suelo con los pies, entumecidos de frío.

—Vayamos al ayuntamiento. Necesito calentarme. Además, no quiero hacer esperar al alcalde.

Jamie asintió con la cabeza. Anduvieron a paso rápido, tratando de no resbalar por la nieve.

El nuevo ayuntamiento se hallaba situado en la esquina de Wall Street, donde Broad Street, al girar a la izquierda, se convertía en Nassau Street. Construido en 1747 en el mismo solar que el anterior, el edificio era una estructura de ladrillo de tres plantas, con una entrada con tres arcos, columnas y una escalinata no muy alta. En el centro del tejado se alzaba una cúpula, en lo alto de la cual una veleta en forma de gallo giraba al antojo del viento.

Del edificio entraba y salía gente. Una mujer que caminaba presurosa cayó de espaldas al pie de la escalinata; ningún transeúnte le prestó atención. Era gorda y tenía los pies pequeños. Tonneman y Jamie la ayudaron a levantarse.

—Gracias, señores —dijo con un acento irlandés muy marcado—. Los denunciaré, lo juro. Ustedes son testigos. Ese escalón helado casi me mata.

—¿Está usted bien? —preguntó Jamie, tratando de no sonreír.

—Perfectamente, gracias. El secreto está en tener un buen relleno. Tengo un buen sebo irlandés en el trasero. —Sus mejillas estaban rosadas por el frío y la indignación, aunque los ojos y la sonrisa denotaban su carácter afable—. En fin, no puedo perder todo el día. Buenos días, caballeros. Gracias por su amabilidad.

Se apresuró a entrar en el edificio con un revuelo de faldas y enaguas.

Los dos guardias de la entrada observaron con recelo a Tonneman y Jamie mientras subían por las escaleras. Arriba, bajo uno de los arcos, se hallaba el joven con la cara picada de viruelas que les había transmitido el mensaje del alcalde. Al verlos sonrió y comenzó a dar saltos como loco, subiéndose los calzones a cada brinco. De este modo los guió hasta el segundo piso, donde se encontraba el despacho del alcalde de Nueva York.

El chico llamó a la puerta.

—Adelante, adelante.

El muchacho abrió la puerta y los invitó a pasar. En un rincón de la espaciosa habitación había, por suerte, una chimenea encendida.

Un hombre gordo y de aspecto saludable que se hallaba de pie cerca del escritorio se interrumpió en medio de una frase. Apenas se le veían los ojos enterrados bajo una gran extensión de frente y mofletes. Llevaba la peluca torcida, de modo que parecía más un sombrero blanco ladeado que una peluca. Los calzones marrones que lucía estaban hinchados de carne, y los botones de su chaleco rojo parecían a punto de saltar. Los botones plateados del abrigo y las hebillas también plateadas de los zapatos recordaron a Tonneman los
dandies
que había conocido en Londres a quienes les encantaba fingir que conocían al rey. El hombre obeso reanudó su discurso, quejándose de que había demasiados de «ellos» en el congreso provincial.

—Son una caterva de bellacos hipócritas y timadores.

Sentado en medio de la habitación, detrás del escritorio, escuchando pacientemente a su interlocutor, se hallaba Whitehead Hicks, alcalde de la ciudad de Nueva York.

—Tranquilízate.

—¡Por el amor de Dios! ¿Cómo quieres que me tranquilice? —El rostro del Gordo se encendió—. Todos esos hijos de puta de la libertad del congreso provincial... ¿Quién dirige esta ciudad? Es la ciudad del rey. Deberías...

—¿Hacer qué? Nuestro honorable gobernador Tryon está escondido en un barco en el estrecho, ¿y esperas que yo haga lo que él no puede hacer?

—De ese congreso, quien más me mortifica es ese hermafrodita de John Morin Scott. Jim de Lancey me explicó hace años que ese cerdo besa a los hombres.

—Basta ya.

El alcalde se levantó y salió de detrás del escritorio de madera de cerezo, cuyos cajones estaban decorados con tiradores de imitación al bronce. La mesa estaba llena de papeles, debajo de los cuales se escondían varias plumas.

El alcalde estrechó la mano de Tonneman.

—Siento muchísimo lo de tu padre, joven.

El hombre hizo una mueca de dolor, y no sólo por respeto al luto de Tonneman.

—Gracias, señor. ¿Se encuentra usted mal?

—Es la maldita gota. Con la lluvia o la nieve, me atormenta hasta el extremo de que desearía cortarme la pierna.

Los dos médicos alzaron sendas bolsas a la vez. Ambos se echaron a reír, y Jamison dejó que Tonneman tomara la iniciativa.

—El tiempo no tiene nada que ver. ¿Le sobreviene sin aviso previo?

—A veces.

Hicks se sentó tras el escritorio.

Tonneman se arrodilló y se colocó el pie derecho del alcalde encima de la rodilla.

—Para empezar, lleva usted las botas demasiado ajustadas.

Le quitó la derecha de un tirón.

El alcalde lanzó un gemido de dolor.

—Maldita sea, ¿es que quieres matarme?

Tonneman le examinó el dedo gordo con suavidad.

—¡Ay!

—¿Le duele?

—Por Dios, ¿tú que crees?

—Creo que tiene usted un humor de perros. ¿Empieza a dolerle después de haber comido o bebido en abundancia?

El alcalde Hicks asintió con tristeza.

Tonneman le puso el pie en el suelo con delicadeza.

—Con cuidado, maldita sea. Se trata de mi pie, no de la pata de un cordero.

Tonneman se levantó y dijo a Jamie:

—Es gota.

Su colega asintió con la cabeza.

El Gordo se paseaba inquieto desde la chimenea hasta el escritorio.

Tonneman abrió la bolsa.

—Le ofreceré un remedio y, si me hace caso, tal vez pueda incluso curarle.

—Estaré en deuda contigo.

—Un brebaje elaborado con semillas de azafrán que se ha transmitido en mi familia de generación en generación...

—Pues yo le aconsejaría láudano en lugar de ese brebaje que tu familia aprendió de los indios. —Tras una pausa, Jamie añadió—: Con todo el respeto por tu familia, claro.

Tonneman no respondió a la pulla de su amigo. No era la primera vez que discutían ese tema.

El alcalde Hicks alzó la mano.

—No quiero láudano, señor. Me produce estupor.

El Gordo, cada vez más nervioso, se lamió los dedos y se inclinó para sacar brillo a las hebillas plateadas.

Encima del escritorio entre el caos de papeles, había un jarro y varias tazas. Tonneman vertió una dosis de semillas pulverizadas en una de ellas.

—Echaré además un poco de corteza de sauce para aliviar el dolor.

Añadió los polvos de corteza de sauce que llevaba en un papel doblado y, después de oler el jarro por si había agua, vertió el contenido de la taza en él. Por último removió el brebaje con una varilla de metal que extrajo de la bolsa.

—Beba esto. Le calmará el dolor.

—Ya veremos. —Hicks se sentó detrás del escritorio y probó la pócima—. Muy amarga.

—Pero la curación será dulce —replicó Tonneman con su mejor tono médico—. Bébalo.

El alcalde obedeció.

—Prepararé más semillas y se las enviaré. Cuatro veces al día durante dos semanas, y luego verá cómo se encuentra. Debe usted evitar comer vísceras, como el hígado, platos suculentos e ingerir alcohol.

—¿Por qué no me entierras y así acabas conmigo?

—Tal vez el azafrán le produzca diarrea.

El alcalde se quejó.

—Tú dirás qué más.

—Aparte de la gota, ¿qué tal esta usted, señor?

—Cuando no me duele nada, espléndido. —El Gordo carraspeó ruidosamente, y el alcalde Hicks se volvió hacia él—. ¿Conoces a Alderman Matthews?

—Mucho gusto, señor. Éste es mi amigo Maurice Jamison, médico y...

Alderman Matthews sacudió la cabeza bruscamente y salió de la habitación sin siquiera excusarse.

5

Miércoles 15 de noviembre. Mañana

—Política —explicó el alcalde—. Hace cinco días hubo elecciones en el congreso provincial. Algunos protestaban. Todo está patas arriba aquí. El gobernador Tryon tiene su despacho en el
Duquesa de Gordon.
Intento gobernar esta ciudad mientras hombres como Matthews me atacan continuamente. He de contentar a los soldados, a los Hijos de la Libertad... Y ahora esto. Ya nos ocuparemos de ello más tarde. Acercaos a la chimenea. —El alcalde se dirigió cojeando hasta allí y durante un rato se calentó el pie dolorido. Luego regresó a su escritorio y se sentó pesadamente en un sillón de respaldo de arce y nogal. Sonrió—. Tu padre era amigo mío.

—Lo sé.

—Tú también eres amigo mío. —El alcalde le dio unas palmadas—. Dado que tu padre era el juez de paz, me parece lícito que lo seas tú de forma provisional hasta que se nombre el definitivo. —Pestañeando, añadió—: Estoy convencido de que aceptarás el cargo. —Señaló con el dedo las dos sillas de haya delante de su escritorio—. Señores.

Tonneman se aproximó al escritorio mirando a Hicks con cautela.

—¿Qué carta esconde en la manga, viejo astuto?

—¿Cómo? —preguntó el alcalde, estupefacto.

—Le conozco desde que era joven y sé que nunca hace nada en vano.

Jamison, que todavía se hallaba delante de la chimenea, esbozó una sonrisa.

—Igual que tu padre —observó el alcalde—. ¿Juras ser leal al rey?

—Sí.

—Bien. Ya eres el nuevo juez. —Hicks se pasó la mano por la garganta afeitada—. Una cosa, juez; han encontrado algo extraño en el Collect. ¿Te importaría echarle un vistazo?

Tonneman puso los ojos en blanco y luego miró a Jamie.

—Pues claro.

—¡Reuben!

El chico de la cara picada de viruelas entró corriendo, sujetándose los calzones.

—¿Sí, señor?

—Ve a buscar el fardo que te mandé guardar.

Reuben salió presuroso del despacho. No tardó en regresar con un cesto de mimbre aparentemente lleno de nieve dura. El muchacho hurgó en el interior y sacó un paquete envuelto en tela de yute, quitándole la nieve.

—Déjalo en el escritorio, y vete.

El alcalde esperó a que el chico hubiera cerrado la puerta.

—El alguacil Daniel Goldsmith está en el Collect.

El alcalde desenvolvió el fardo y dejó al descubierto una cabeza humana tan ferozmente devorada por pájaros u otros animales que resultaba imposible adivinar si pertenecía a un hombre o una mujer. Le faltaban los ojos, y le habían arrancado trozos de carne de las mejillas y la frente; poco quedaba en la zona de la nariz y las orejas. No obstante, conservaba el pelo, de color rojizo, largo, sucio y apelmazado por la sangre seca.

Tonneman trató de dominarse. Lo que examinaba atentamente había sido un ser humano.

Jamison se levantó de la silla junto a la chimenea y se acercó al escritorio.

—Interesante. —Miró a su amigo—. ¿Mujer?

—Diría que sí —respondió Tonneman.

—Menuda amputación. Podría haberla practicado cualquier delineante.

Tonneman asintió con la cabeza.

—Con el ojo y la mano de un cirujano y la fuerza de un leñador.

Jamie sonrió irónicamente.

—¿Una mano enfadada?

Tonneman le devolvió la sonrisa irónica.

—Diría que hay que estar muy enfadado para cortar la cabeza a alguien.

—Una mujer negra del Collect la encontró ayer por la mañana en el patio de su casa —explicó el alcalde—. Estaban picoteándola las gallinas. Goldsmith ha estado estos días en el Collect buscando el cuerpo, pero no ha habido suerte. Me gustaría saber de qué murió, para asegurarme de que no padecía ni la peste, ni el cólera, ni la viruela, ni nada por el estilo. Luego ordenaré al alguacil que la entierre en Potter's Field.

Alguien llamó a la puerta.

—Adelante.

Reuben abrió la puerta. Detrás de él apareció un hombre negro, alto, con los hombros cubiertos con una tela raída; jadeaba.

—He venido... corriendo... El alguacil Goldsmith me manda decirle... que ha encontrado el resto.

6

Miércoles 15 de noviembre. Mañana

Al norte de Broadway, pasado el Common y girando al este, se hallaba el estanque Fresh Water, también llamado Collect, conocido en tiempos de los holandeses como Shellpoint. Una variada colección de seres humanos vivía allí, en cabañas desvencijadas; descendientes de los esclavos africanos libres de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, otros negros libres, blancos pobres y mulatos.

Entre el estanque Fresh Water y la ciénaga se abría una extensión de tierra seca. En esa zona abundaban las aves salvajes, y los arroyos que alimentaban el Collect estaban llenos de peces.

En ese terreno tenían sus casas Kate Schrader y otros como ella. No era un lugar demasiado elegante, sobre todo comparado con la zona sur de Nueva York, con sus grandes mansiones y casas de ladrillo, pero por lo menos sus habitantes eran libres y no dependían de nadie más que de sí mismos. A pesar de que en invierno el viento se filtraba en las cabañas, nunca les faltaba leña, y en verano se sentaban fuera para tomar el aire fresco y desenvainar guisantes.

Colinas de unos treinta metros de altura rodeaban el Collect cual gradas de un anfiteatro. En invierno, cuando el estanque se helaba, la gente solía subir a las colinas para observar a los patinadores.

El Collect, alimentado por manantiales que habían saciado la sed de los indios durante siglos antes de la llegada de los blancos, había sido considerado un tesoro por los holandeses de Nueva Amsterdam, y hasta hacía poco también por la comunidad anglo-holandesa de Nueva York.

Cuando el carruaje que llevaba al alcalde y sus acompañantes se detuvo, los caballos bufaron y sacudieron la cabeza, llenando el aire de una nube helada de aliento.

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