El médico de Nueva York (3 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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Aunque algo confuso, Tonneman se alegró de regresar a casa. Después de finalizar sus estudios en el King's College de Nueva York, había decidido estudiar cirugía en Londres, donde había vivido siete años.

Después de que su prometida, Abigail Comfort, le comunicara por carta que prefería ser la esposa de un oficial a la de un cirujano y que, por tanto, había decidido casarse con el capitán Richard Willard, Tonneman resolvió prolongar su estancia en Londres.

Siempre había soñado con trabajar con su padre, practicar junto a él el arte de la medicina; sin embargo, ya no podría hacerlo, pues su padre había fallecido hacía cinco meses de una neumonía, razón por la cual había determinado abandonar el hospital de Londres y regresar a casa.

El barco, ya en el East River, tras haber dejado atrás el fuerte George y Battery, ancló finalmente frente al Peck's Slip.

—Bienvenido a mi ciudad, Jamie.

Tonneman se volvió hacia su compañero. Profesor de cirugía, Maurice Arthur Jamison tenía treinta y seis años, era ligeramente más bajo y delgado que su amigo y gozaba de la naturaleza intensa de un intelectual entregado. Lucía un bicornio negro sobre una pequeña peluca color pólvora que le cubría el pelo cobrizo. Tenía la nariz larga, y los rasgos de su rostro delataban su origen escocés, aunque, a diferencia de sus compatriotas, su tez era muy pálida, lo que le daba un aire enfermizo a pesar de ser un hombre fuerte. Los calzones y abrigo eran de color canela, y las botas y la capa de lana, marrones. Viajaba a Nueva York para encargarse de la dirección del colegio de medicina del King's College.

Mientras contemplaba la pequeña ciudad inglesa compuesta mayoritariamente de casas de ladrillo, Jamison inhaló aire fresco pensando en cuán distinta era a la maltrecha Londres, donde el aire que se respiraba era fétido. Le gustaba lo que veía. Ya estaba harto del pesado Viejo Mundo. Aquél era sin duda el sitio idóneo para extender las alas.

Tonneman y su amigo se despidieron del capitán y junto con otros diez pasajeros subieron a una barcaza que les trasladó hasta el Peck's Slip. Un joven de color muy oficioso les ayudó con el equipaje y prometió conseguirles un carruaje. Mientras la barcaza se aproximaba a la orilla, Tonneman sintió que el corazón se le aceleraba. Por fin estaba en casa.

John Tonneman era un inglés de su época, aparentemente tranquilo, sosegado e imperturbable. Había aprendido a controlar lo que Jamie denominaba «las pasiones coloniales salvajes» con objeto de encajar en el seno de la sociedad inglesa. Reía estrepitosamente, y su cólera era candente, furiosa.

La traición de Abigail le había dolido tan profundamente que había reaccionado de manera inexplicable. Durante un tiempo le costó mucho imaginar la vida sin ella de modo que se sumergió en la sociedad y la vida subterránea londinenses con idéntico fervor, subsistiendo a base de pan, besos y a menudo más alcohol de lo que su cabeza y estómago podían soportar, convirtiéndose, por consiguiente, más en un borracho pendenciero que en un médico.

Ya apenas se acordaba de esos tres primeros meses en Londres. Sólo le quedaba un recuerdo: una cicatriz mellada en la ceja izquierda, testimonio de un buen puñetazo —y a Dios gracias que no le partieron el cráneo. Nunca se supo quién le había propinado ese puñetazo ni por qué razón.

Fue Arthur Jamison, jefe de cirugía del hospital de Londres, quien le halló tumbado en la cama de un tugurio y le cuidó hasta que se reincorporó al mundo de los vivos. Jamie se convirtió en el mentor de John Tonneman; su vida salió del caos para instalarse en el orden.

Claro que Jamie tampoco era un santo. Bebía bastante a menudo, aunque su gran pasión eran las mujeres: de todas las clases, medidas, alturas y edades; fulanas, viudas e incluso casadas, a condición de que se abrieran de piernas y le proporcionaran placer. De poder escoger, prefería mujeres bellas, pero a falta de pan, buenas le eran las tortas.

Cuando el viejo doctor Tonneman pidió a su hijo que regresara a casa, éste inventó cualquier excusa para retrasar el retorno. Se sentía inglés. Desoyó el ruego de su padre durante casi cinco años, puesto que volver a Nueva York significaba ver a Abigail casada y con unos hijos que podrían haber sido suyos.

Su actitud comenzó a cambiar al observar la caligrafía inestable de las últimas cartas de su padre; se sintió presa de los remordimientos y las dudas, además de ganas de regresar.

Al cabo de un tiempo, la mano de su padre se volvió más firme; la letra adquirió de nuevo carácter y se mostraba más segura.

Al final, la espantosa verdad defraudó las esperanzas que Tonneman había depositado en esa mano más firme. La noticia de la muerte de su padre le consternó, despertando en él sentimientos profundos y turbulentos.

Un mes antes, habían ofrecido a Jamie el puesto en el King's College. Cuando Tonneman le comunicó que regresaba a casa, Jamie aceptó la oferta sin vacilación. Y ahí estaban los dos.

Tonneman se cambió la bolsa negra de mano para retirar los copos de nieve de su rostro y echó a andar por los adoquines de Water Street. La vieja ciudad parecía haber cambiado poco, a pesar de los contratiempos.

Al llegar oyeron los gruñidos de unos cerdos que buscaban trozos de comida entre la basura de las calles nevadas.

—Como en Londres —dijo Jamie afablemente.

Pero no era Londres.

A las aceras de Water Street se abrían tabernas, notarías y comercios. Los dos médicos se mezclaron en el bullicio del puerto de Nueva York; el aire olía a especias, brea, cuerdas mojadas y pescado, y del río emergía un salobre olor a aguas residuales. Los vendedores ambulantes vociferaban el precio de sus mercancías. Muy pintoresco era un vendedor de patatas calientes. Ambos jóvenes le pagaron unas monedas por sendas raciones de patatas y desayunaron bajo la nieve.

La Nueva York de Tonneman era una incipiente metrópolis, una mezcla entre lo viejo y lo nuevo. En la zona sur de la isla vivía mucha gente; durante su ausencia, se habían erigido allí numerosas viviendas. Su padre le había escrito que se habían construido tres mil nuevas casas que acogían a un total de veinte mil personas. Las nuevas edificaciones, tal y como comprobó, eran de estilo inglés, es decir, casas de ladrillo de tres pisos, decoradas con mármol. Los orígenes holandeses se advertían por doquier, bien en las casas que, en lugar de la cara, daban la espalda a la calle, bien en los apellidos de sus moradores.

Las calles aparecían flanqueadas por árboles que, aunque desnudos y polvoreados de nieve, les conferían un aspecto aseado y tranquilo. Pero eso era sólo la superficie. Tonneman sabía que en los subterráneos de la ciudad había un barril de pólvora de filosofías y puntos de vista enfrentados.

La política no le atraía en absoluto, aunque los años que había vivido en Londres le habían acercado, en cierto sentido, a los intereses ingleses; al menos por fuera, a pesar de ser plenamente consciente de que la sangre que corría por sus venas era holandesa y separatista. Ése era el legado que había heredado de su antepasado Pieter Tonneman, que había sido el primer sheriff de Nueva York.

El chico negro les esperaba junto a un carruaje en Water Street.

Tonneman respiró hondo para saborear la vigorizante brisa de invierno.

—¿Qué tal, Jamie, si vamos a Bowling Green? —Frunció el entrecejo mientras recordaba—. A la taberna Blue Bell. Tomaremos vino caliente con especias para regar esas patatas.

—Genial.

—Después te llevaré a mi casa.

Le resultó extraño referirse así a la casa de su padre.

La casa situada entre Rutgers Hill y John Street había pertenecido a su abuelo. Cuando el padre de John se casó, su abuelo regaló la casa al hijo y se fue a vivir al campo con su esposa, cerca de Bowery Lane, pasado el cementerio de los judíos.

Jamison dio un suave codazo a Tonneman.

—¿Quién es ése?

Un chico delgado con la cara picada de viruelas se detuvo delante de ellos. Los calzones grises y el abrigo azul le quedaban muy holgados. Con un mismo movimiento se subió los calzones y el tricornio.

—¿Es usted el señor Tonneman?

—Sí.

—El alcalde quiere que vaya usted a verle, señor, cuando le vaya bien.

El chico esperó la respuesta con expectación.

Tonneman lanzó un suspiro y observó cómo se convertía en humo al entrar en contacto con el aire frío.

—El alcalde me reclama, Jamie, lo que significa que debo acudir ahora mismo.

—No importa. De hecho no tengo tanta sed.

—Preferiría saciar primero nuestra sed. —Tonneman entregó un penique al muchacho—. Gracias, chico. ¿En el ayuntamiento?

—Sí, señor.

—Corre y di al alcalde que ahora mismo vamos.

El chico volvió a subirse los calzones y el sombrero y salió corriendo en dirección al ayuntamiento, manteniendo sorprendentemente bien el equilibrio a pesar del resbaladizo suelo.

Tonneman entregó varias monedas al negro y un chelín al cochero a quien dio instrucciones de llevar todo el equipaje, excepto las bolsas con el material médico, a la casa del doctor Peter Tonneman en Rutgers Hill.

A continuación él y Jamison se dirigieron hacia el ayuntamiento. Al doblar la esquina de Queen Street con Wall Street, divisaron a lo lejos una multitud de gente congregada cerca del ayuntamiento. La nieve, cual manta espesa, teñía todo de blanco: hombres, carruajes, vendedores ambulantes, árboles...

Se oyeron risas de los reunidos. Algunos incluso vociferaban con tono estridente.

Un hombre vestido con el uniforme rojo de los soldados ingleses colgaba de una farola.

4

Miércoles 15 de noviembre. Mañana

Los dos médicos se abrieron paso entre la muchedumbre.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Jamison—. ¿Se trata de un vil asesinato?

—En absoluto, señor; la gente está mostrando su sucio culo al rey. —Esta declaración procedía de un hombre fornido que lucía un elegante traje de terciopelo color burdeos—. No es un cadáver, aunque les gustaría que lo fuera. Es una efigie.

Los recién llegados a la ciudad notaron que entre los congregados había dos facciones enfrentadas: los partidarios del rey y los patriotas —o, tal y como los lealistas los calificaban, los rebeldes.


¡
Tories
hijos de puta! —exclamó alguien.

—¡Rebeldes bastardos!

—¡Desgraciados!

Alguien arrojó una bola de nieve a la cara de un lealista.

—¿Quién ha sido? —preguntó el agredido—. ¡Voy a sacarte los ojos!

Sus camaradas se mantuvieron firmes, algo inseguros en medio de la agitada muchedumbre. Para entonces el número de congregados había aumentado. Rebeldes y lealistas empezaron a lanzarse bolas de nieve y trozos de hielo, mientras los primeros se acercaban de modo amenazador a los segundos.

Una joven cargada con un cesto recibió el impacto de un trozo de hielo. Resbaló, cayó al suelo y a punto estuvo de ser pisoteada. Tonneman se precipitó hacia ella y se la llevó en volandas.

—¡Cuidado con los huevos! —exclamó la muchacha.

—Al demonio con ellos —replicó Tonneman corriendo hacia la acera, donde la dejó en el suelo.

—¡Retiraos! —vociferó un
tory
con tono militar.

Los
tories
retrocedieron. El que había recibido el impacto de la bola de nieve exclamó:

—¡Atreveos a luchar de hombre a hombre, malditos bastardos! Podemos vencer a cualquier sodomita de la libertad.

—¡Hijos de puta! ¡Cobardes! —prorrumpieron los otros.

Un
tory,
hombre delgado y cojo, se tambaleó. Al tiempo que recuperaba el equilibrio, sacó unas largas tijeras de sastre de debajo del abrigo.

—¡Tiene un cuchillo!

Se produjo un silencio en la calle.

—No será necesario, Andrews. —El hombre vestido de terciopelo color burdeos se adelantó—. Guarda el arma, por favor.

La firmeza de sus palabras no encajaba con la afabilidad de su porte.

El que empuñaba las tijeras obedeció.

—¿Por qué no os vais todos a casa? —exclamó el del traje de terciopelo—. Tanto los lealistas como los patriotas. Marchad a casa. Muy pronto tendréis la oportunidad de derramar vuestra sangre.

Los miembros de cada facción se dispersaron, pronunciando imprecaciones, aunque no abandonaron el lugar.

El hombre del traje color burdeos se encogió de hombros y dijo a Tonneman:

—Se autodenominan Hijos de la Libertad, pero no son más que unos pendencieros que no respetan ni al rey ni al país. —Se frotó la nariz con delicadeza con un pañuelo perfumado—. Venga, moveos. Dispersaos. Andrews, déjalo ya. Circulad, circulad. El juego ha terminado por hoy.

Protestando en voz baja, y mientras algunos
tories
bajaban la efigie de la farola, los dos grupos empezaron a dispersarse. Las personas que llegaban al lugar contemplaban pasmadas la escena. Los
tories
se encargaron de la efigie, llevándosela como si se tratara de uno de los suyos. Tonneman y Jamison intercambiaron miradas en silencio. Los nuevos espectadores charlaban y pululaban alrededor, ansiosos por ver qué ocurría y unirse a uno u otro bando.

Tonneman centró su atención en la joven que antes había rescatado. Tenía un hinchazón y un rasguño en la frente.

—No es nada —dijo—. Sólo un rasguño.

Jamison había ido a buscar el cesto de la joven. Se lo ofreció con tiento. Al cesto le faltaba el asa, y tenía un lado aplastado. En el interior sólo quedaban los huevos, que también estaban rotos.

—Creo que parece una tortilla de hielo —comentó al tiempo que se inclinaba para darle el cesto.

—¡Ay Dios mío! —La joven se envolvió el cuello con una bufanda naranja—. He de regresar al mercado antes de que se agoten las existencias. Mi marido se pondría furioso si sus invitados se quedaran sin comer. Buenos días, caballeros. —Hizo una reverencia a Tonneman—. Gracias, caballero.

Con gran dignidad y una modesta sonrisa para Tonneman, la joven se alejó.

Jamie soltó una risita.

—Menudo conquistador estás hecho, John. Ni siquiera le has preguntado cómo se llama, después de arriesgarte a recibir un golpe de bayoneta en el culo por tu valentía.

—¿Has oído que está casada?

—Desgraciadamente sí. Casada o no, esa preciosidad habría valido la pena. Aun así, creo que estás un poco loco.

—Me temo que tienes razón.

Tonneman se retiró la nieve de la cara.

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