Read El mejor lugar del mundo es aquí mismo Online
Authors: Francesc Miralles y Care Santos
Tags: #Drama, Fantástico, Romántico
Antes de plasmar sus pinceladas —había cambiado el lápiz por una pluma estilográfica— sobre el papel que le había dado Luca, Iris leyó algunos de los haikus que incluía el libro. Uno de Kito le gustó especialmente:
El ruiseñor
unos días no viene,
otros viene dos veces.
Entre los autores clásicos de este arte, le llamaba la atención Issa, que había escrito haikus tan curiosos como este:
Se presenta
ante el respetable público
el sapo de este matorral.
Iris evocó esta imagen con una sonrisa. Luego volvió a su pluma y a su papel, iluminado por un valiente sol de enero.
De repente sintió que todo lo demás sobraba a la hora de escribir un haiku —restaba más que sumaba—, así que se quitó el pijama y la ropa interior hasta quedar desnuda sobre la cama. Con las piernas cruzadas y el sol como aliado, ahora se sentía preparada para dar nacimiento a los versos.
Recordó la definición que daba el poeta Basho sobre este arte: «Haiku es lo que está sucediendo en este lugar y en este momento».
Luego pensó en Luca y sintió cómo una corriente recorría todo su cuerpo. El estaba ya tan presente en su vida que, desprovista de todo excepto de sí misma, lo sentía dentro de ella y a la vez también fuera.
Mientras el sol tibio calentaba su piel, Iris entendió que sólo debía retratar con humildad el acto mismo de escribir un haiku a la persona que amaba. Cuando la punta de la estilográfica se posó finalmente en el papel, sintió que su pulso se aceleraba:
La sexta mesaLa pluma en la derecha.
El corazón a la izquierda.
Y tú por todas partes.
I
ris se vistió con la ropa más bonita que encontró en el armario y salió de casa con su modesto
haiku
en un bolsillo y con el reloj que le había regalado el mago en el otro.
Como todos los sábados al mediodía, las calles de su barrio estaban desiertas porque las familias ya se habían reunido alrededor de la mesa. Y ella se disponía a reunirse con quien era, además de
Pirata
, su familia y su vida entera.
Cruzó el puente y al bajar la calle vio con satisfacción el rótulo del café, que tenía las puertas abiertas. A medida que se acercaba, aminoraba el paso para aumentar la felicidad de entrar en aquel mundo escondido.
Sin embargo, al cruzar la puerta vio que todavía no había llegado ningún cliente. Sólo el mago se afanaba detrás de la barra. Decidida a esperar la llegada de Luca, Iris examinó con la mirada las seis mesas del café. Ya había estado en cada una de ellas, así que ahora dudaba en cuál debía sentarse.
Apoyada en la barra, estuvo un buen rato sin decidirse por ninguna, como si repetir mesa pudiera romper el hechizo de lo que había vivido en las jornadas anteriores. Hipnotizada por tantos momentos únicos, vivió otro presente interminable sin que nadie más que ella entrara en el lugar.
El ilusionista la vigilaba de reojo mientras iba tomando botellas de las estanterías y las metía en cajas. Luego hizo lo mismo con la vajilla y los vasos.
Tras despertar de su ensueño, Iris se dio cuenta de que el mago estaba retirando todo aquello que daba sentido al bar, que muy pronto se convertiría en un cascarón vacío.
—¿Cierra el local?
—No hay más remedio —dijo el hombre.
—Pero, ¿por qué? No faltan clientes.
—El número de clientes no es importante. Lo importante es lo que los clientes buscan aquí.
Confusa por lo que acababa de escuchar, Iris sacó el reloj de su bolsillo y dijo:
—No funciona. Es una lástima, porque es muy bonito.
—Sí que funciona. Aunque no lo hace del modo en que tú esperas —repuso el hombre, que ahora parecía más anciano que antes, mientras cerraba una de las cajas.
De pronto, a Iris la invadió un sentimiento de fugacidad, de tristeza por no ser capaz de retener nada de lo que ocurría a su alrededor.
—Nunca me ha dicho su nombre —dijo ella.
El mago se detuvo, como si necesitara pensar para acordarse de cómo se llamaba.
—El nombre de un mago no es importante. Lo que cuenta es que la función merezca la pena. Es lo que el público retiene, y a nosotros nos queda el aplauso final.
Cuando el mago hubo terminado con las cajas, salió de la barra y se encontró frente a frente con la mirada interrogativa de su única cliente, que parecía dispuesta a no moverse de allí.
La miró con cierta compasión antes de decirle:
—Es inútil que le espere. No vendrá.
—¿Por qué? —preguntó Iris repentinamente asustada.
—La de ayer era la mesa de las despedidas. Quienes la ocupan no vuelven a encontrarse jamás.
El tictac de la vida
D
e vuelta a casa, Iris no dejaba de pensar en Luca, que por primera vez no había aparecido. Estaba enfadada a pesar de que no había ninguna razón para ello: al fin y al cabo, no se habían citado. Pero tampoco lo habían hecho los otros días y, sin embargo, él siempre había estado esperándola.
Para ella era mucho más fácil comprender las razones de su tristeza: aunque le costara reconocerlo, la sola idea de no volver a ver a Luca se le hacía del todo insoportable.
Vagó un rato por las calles desiertas de su barrio. Ahora la luz del sol ya no le parecía tan alegre como antes, y el silencio de primera hora de la tarde le parecía opresivo.
Lo primero que hizo al regresar a casa, tras atender a los brincos de alegría de
Pirata
, fue quitarse el abrigo y encerrarse en el cuarto de baño. Necesitaba relajarse con una ducha bien caliente. Y también llorar.
Llorar en la ducha era una costumbre que había adquirido de adolescente, cuando se sentía incomprendida por sus padres. La adolescencia pasó, pero la costumbre se había quedado con ella para siempre.
Iris se dispuso a cumplir con su viejo ritual contra la desesperación: abrió el grifo, esperó a que se calentara el agua y se colocó justo debajo del chorro de la ducha, con los ojos cerrados y los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo. Permaneció allí durante un buen rato, pensando en toda su tristeza, que en aquel momento se estaba escapando por el desagüe, como un río que corre derecho hacia el mar. Imaginó que cuando su tristeza llegara a los océanos del mundo, todas las razas marinas que tropezaran con ella se sentirían de pronto un poco más desgraciadas.
Fue así, imaginando a centenares de ballenas deprimidas, a miles de medusas, delfines, focas, todos tristes por su culpa, que consiguió volver a sonreír, aunque sólo tímidamente.
«Si Luca supiera en qué estoy pensando me tomaría por loca», se dijo justo un instante antes de cerrar el grifo.
Pero tenía cosas que hacer. La ducha «arrastratristezas» había dado resultado, porque sentía que había llegado la hora de las decisiones.
Se puso los pantalones de algodón que siempre llevaba para andar por casa, consultó su agenda y marcó el número de teléfono de una inmobiliaria del mismo barrio. Al escuchar una voz que respondió a su llamada se dio cuenta de que era muy extraño que trabajaran en sábado.
—Pensé que no iba a encontrar a nadie —dijo, asombrada.
—Llevo aquí pocas semanas. Aún no puedo permitirme librar los sábados.
Se hizo un silencio incómodo, que rompió la desconocida:
—Puede llamarme Ángela, ¿en qué puedo ayudarla?
—Quisiera vender mi piso.
Nunca hubiera imaginado que le resultaría tan fácil decirlo. No había sido consciente hasta entonces, pero la decisión estaba tomada desde hacía semanas. Tras conocer el accidente de sus padres, al volver a aquel piso vacío pero tan cargado de recuerdos, supo que sería incapaz de vivir allí. Pero una cosa es pensar las cosas y otra muy diferente es hacerlas.
Iris se acordó de Luca y de la historia del pozo: también ella había sabido encontrar un regalo dentro de aquella situación desesperada. El regalo era su decisión. Sin saber por qué, algo comenzaba a cambiar en su interior.
—Muy bien, voy a tomar nota —dijo Ángela—, ¿cuándo quiere que venga a visitarla?
—Lo antes posible. ¿Podría ser hoy?
—No es lo habitual, pero a mí no me importa. Así salgo de esta oficina tan aburrida. ¿Le parece bien dentro de una hora?
—Me parece perfecto.
Satisfecha por lo que acababa de ocurrir, Iris se decidió a escuchar los mensajes del contestador. La voz metálica le informó de que tenía dos. Como sospechó enseguida, ambos eran de Olivier.
«Hola, Iris. Te llamaba por si te apetece que tomemos el café que tenemos pendiente —hizo una pausa, como si pensara las palabras que iba a decir a continuación—. La verdad es que cuanto más pienso en nuestro encuentro después de tanto tiempo, más extraño me parece. Quería saber si a ti te ocurre lo mismo. Bueno —titubeó—, ya me llamarás. Adiós.»
Con una mueca de fastidio, Iris se dispuso a escuchar el siguiente, aunque lo hubiera borrado de buena gana. Olivier lo había dejado una hora después del primero:
«He pensado que, si lo prefieres, podríamos ir al cine. Estaré esperando tu llamada. Hasta luego.»
Iris hizo caso omiso de la penúltima frase y pensó que aún tenía algo que hacer antes de que llegara la chica de la inmobiliaria. Buscó el
haiku
que había dejado en el bolsillo del abrigo, lo arrugó y lo lanzó a la papelera del cuarto de baño.
Estuvo tentada a hacer lo mismo con el reloj de bolsillo, pero en el último momento sintió lástima por el viejo cacharro, cuyas agujas seguían detenidas en las doce en punto, a pesar de que en su corazón sonaba aquel lejano tictac.
Lo volvió a guardar en el bolsillo, puso un disco en el reproductor del salón, se sentó en el sofá y cerró los ojos.
Comenzaba a sentirse mucho mejor.
—¿T
e importaría explicarme por qué quieres vender este piso? —preguntó Ángela, tras una visita durante la cual no había parado de tomar fotografías.
—Este lugar pertenece al pasado —fue su única respuesta.
Ángela rellenó una ficha con todos los datos —características, precio, horas de visita— y se comprometió a comenzar a enseñarlo enseguida.
Cuando ya se iba, se detuvo en el rellano y le dijo:
—Tal vez el lunes pueda traer las primeras visitas. La gente busca cosas por esta zona, y pisos como el tuyo no abundan.
—¿Crees que costará encontrar comprador?
Ángela entrecerró un poco los ojos antes de contestar:
—El pasado de unos es el futuro de otros.
Iris asintió satisfecha. Nunca había sido tan resolutiva y eso le gustaba; acababa de descubrir que aún era capaz de sorprenderse a sí misma.
Su siguiente paso sería comenzar a buscar alguna pista que la llevara hasta Luca.
Consultó una vieja guía de restaurantes de la ciudad, en busca de uno que se llamara Capolini. No encontró ninguna pizzería con ese nombre. Tampoco en el servicio de información telefónica, al que llamó a continuación, supieron decirle nada. Comenzó a temer que Luca la hubiera engañado en todo. Pero, ¿por qué? ¿Cuál era la finalidad? El no parecía de ese tipo de personas.
Aturdida por todo lo que estaba sucediendo, decidió salir a dar una vuelta. Pasaría por su café mágico. Tal vez hubiera ocurrido un milagro. Después de todo, si algo había aprendido aquellos días era que se trataba de un lugar muy poco común, donde todo era posible. No le parecía tan extraña la idea de encontrarlo exactamente como el primer día, con su rótulo restallante y su amigo el mago acodado en la barra del fondo, a la espera de los clientes.
Pirata
se puso como loco de contento cuando vio que su ama tomaba la correa, señal de que se disponían a salir. Iris se envolvió en su abrigo y ambos se lanzaron a recorrer las calles del barrio.
De camino hacia el café, se fijó como nunca en los rótulos de todos los locales. Buscaba uno muy concreto, con un nombre que evocaba un apellido italiano: Capolini. Pero no encontró nada parecido en su recorrido de siempre. Tan absorta estaba que ni siquiera miró a las vías del tren cuando pasó por el puente.
Hacía un frío intenso y estaba anocheciendo. Cuando Iris llegó al lugar donde había vivido tantos momentos de magia, al principio creyó que la oscuridad la estaba confundiendo. Luego se acercó un poco más, sin poder dar crédito a lo que veían sus ojos.
El mejor lugar del mundo es aquí mismo
ya no estaba allí.
No quedaba ni rastro del panel luminoso estropeado y las ventanas estaban cubiertas con tablones de madera. La puerta estaba cerrada y en el buzón se acumulaba la publicidad. Era como si llevara cerrado mucho tiempo.
«Esto sí es un truco de magia», pensó Iris, confusa, antes de tirar de la correa de
Pirata
para que le acompañara en su desconcertado camino de vuelta a casa.
E
l fin de semana transcurrió sin pena ni gloria. Iris se levantó tarde después de una noche inquieta. Apenas probó bocado en todo el día y se limitó a ver la televisión durante horas, con la cabeza en otra parte.
Finalmente el domingo por la tarde, cuando dormitaba en el sofá sin ganas de hacer nada, sonó el teléfono. Era Olivier.
—¿Es necesario que utilice la excusa de las vacunas de
Pirata
para volver a verte? —preguntó tan amablemente que no le fue posible ser sincera con él.
No le dijo que le estaba esquivando. Ni que el único hombre con el que deseaba salir en aquel momento había desaparecido de su vida sin dejar rastro.
—Conozco un sitio estupendo de combinados tropicales —informó el veterinario—. Sería estupendo que me dejaras invitarte a uno.
—Estoy resfriada —mintió Iris—. Mejor otro día. Necesito descansar.
—No me gusta que estés enferma, pero en realidad es un alivio, ¿sabes?
—¿El qué?
—Saber que no me estás dando esquinazo —dijo Olivier—. Te prometo que volver a encontrarte es lo mejor que me ha pasado en años. Ha sido como un milagro. Me estás rescatando de una vida insoportable.
Iris no pudo evitar que aquellas palabras le recordaran a Luca y a lo que le había dicho acerca de la reaparición de Olivier. «El azar ordena el mundo más a fondo de lo que suponemos», recordó.