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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

El mensaje que llegó en una botella (59 page)

BOOK: El mensaje que llegó en una botella
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—Hostias, es demasiado dura para mí —soltó, y se volvió presa del pánico hacia el coche patrulla de atrás, gritando—. ¡Pero ayúdenme! ¡Creo que Mia está dentro!

Justo entonces se oyó un enorme estruendo. Carl volvió la cabeza hacia el origen del ruido y vio a Assad desaparecer por la destrozada ventana de la sala.

Carl echó a correr, y el joven lo siguió. Había sido una reacción eficaz por parte de Assad, porque los travesaños de la ventana y la contravidriera estaban hechos añicos en el suelo, bajo la rueda de repuesto que había arrojado Assad.

Saltaron al interior.

—¡Es por aquí! —gritó el joven, y llevó a Assad y a Carl al recibidor.

No había tanto humo en las escaleras, pero sí en el primer piso. De hecho, no se veía nada a dos palmos.

Carl se cubrió la boca con el cuello de la camisa, y dijo a los demás que hicieran lo mismo. Y es que estaba oyendo la tos de Assad detrás.

—¡Baja, Assad! —gritó, pero Assad no obedeció.

Oyeron que los coches de bomberos se acercaban, pero eso no era ningún consuelo para el joven, que avanzaba a tientas por el pasillo.

—Creo que está ahí dentro. Dice que siempre lleva el móvil encima —explicó tosiendo en la espesa humareda—. Oigan lo que pasa ahora.

Debió de marcar un número en el móvil, porque a los pocos segundos se oyó un débil tono de llamada a unos metros de ellos.

El joven dio un salto adelante y buscó la puerta a tientas. Entonces oyeron que la ventana Velux reventaba por el calor.

En aquel momento llegó uno de los compañeros de Roskilde tosiendo por la escalera.

—¡Tengo un pequeño extintor de incendios! —gritó—. ¿Dónde está el fuego?

Lo vieron en cuanto el joven echó abajo la puerta y las llamas avanzaron hacia ellos. Después se oyó el sonido sibilante del extintor; no fue muy efectivo, aunque consiguió apagar lo bastante para poder ver el interior del cuarto.

No tenía buen aspecto. Las llamas habían alcanzado el techo y un montón de cajas de cartón que había dentro.

—¡Mia! —gritó el joven con voz desesperada—. Mia, ¿estás ahí?

En el mismo instante un chorro de agua atravesó la ventana abuhardillada y les llegó un latigazo de vapor.

Cuando Carl se echó al suelo sintió una quemazón en el brazo y en el hombro con que había protegido su rostro de manera instintiva.

Oyeron gritos de fuera, y luego llegó la espuma.

Todo terminó en cuestión de segundos.

—Hay que abrir las ventanas —dijo entre toses el agente de Roskilde que tenía al lado, y Carl se puso en pie de un salto y buscó a tientas una puerta mientras el agente encontraba otra.

Cuando se desvaneció el humo de la primera planta, Carl pudo ver el cuarto que se había incendiado. En el hueco de la puerta, el joven, de pie sobre el suelo resbaladizo, retiraba impaciente cajas de mudanza hacia el pasillo. Varias de las cajas seguían ardiendo, pero eso no lo hizo desistir.

Justo entonces Carl tropezó con el cuerpo inerte que yacía en el rellano de la escalera.

Era Assad.

—¡Cuidado! —gritó, y empujó a un lado a un agente.

Saltó al escalón inmediatamente inferior y asió a Assad de una pierna. Lo atrajo hacia sí de un tirón y se lo echó a los hombros.

—Reanimadlo —dijo entre dientes a un par de bomberos que estaban delante de la casa, mientras colocaban a Assad una mascarilla de oxígeno.

Reanimadlo, joder, pensó una y otra vez mientras los gritos del primer piso arreciaban.

No vio a la mujer cuando la bajaron. Solo reparó en ella cuando la acomodaron en una camilla junto a Assad. Estaba totalmente contraída, como si la rigidez post mórtem ya se hubiera instalado en su cuerpo.

Después bajaron al joven. Estaba negro de hollín y se le había quemado parte del pelo, pero tenía la cara intacta.

Estaba llorando.

Carl apartó la vista de Assad y se dirigió al joven. Parecía que fuera a derrumbarse en cualquier momento.

—Has hecho lo que has podido —se obligó a decir Carl.

Entonces el joven rompió a llorar y reír a la vez.

—Está viva —anunció, arrodillándose—. He notado que su corazón latía.

Carl oyó la tos de Assad detrás.

—¿Qué ocurre? —gritaba, agitando brazos y piernas.

—Estate quieto —dijo el bombero—. Has sufrido una intoxicación por humo; puede ser peligroso.

—No estoy, o sea, intoxicado. Me he caído en las escaleras y me he dado un golpe en la cabeza. No podía ver ni el culo de un elefante en medio de aquella humareda.

Pasaron diez minutos hasta que la mujer abrió los ojos. El oxígeno y el suero que le suministró el médico de la ambulancia ayudaron bastante.

Mientras tanto, los bomberos habían extinguido el fuego y Assad, Carl y los compañeros de Roskilde habían registrado la casa, pero no había ni rastro de documentos relativos a René Henriksen, alias Claus Larsen. Tampoco encontraron información sobre una casa cerca de la costa.

Lo único que encontraron fueron las escrituras de la casa en que se hallaban, que estaban a nombre de otra persona diferente.

Benjamin Larsen, ponía.

Entonces indagaron si había un Mercedes relacionado con aquella dirección. Otra vez en vano.

Aquel tipo tenía más vías de escape que un zorro, era increíble.

Vieron un par de fotos de una pareja de novios en la sala. Ella sonriente con un gran ramo de flores, y él elegante e inexpresivo. Así que la mujer de la camilla era su esposa. Los nombres estaban escritos en la puerta. Mia y Claus Larsen.

Pobre Mia.

—Menos mal que estabas aquí cuando llegamos, si no habría ocurrido algo horrible —dijo al joven, que los había acompañado al interior de la ambulancia y ahora agarraba de la mano a la mujer. Después preguntó—. ¿Cuál es tu relación con la mujer? ¿Quién eres?

El joven respondió que se llamaba Kenneth, y no dijo más. La explicación tendrían que encontrarla sus compañeros.

—Hazte a un lado, Kenneth. Tengo que hacer a Mia un par de preguntas que no pueden esperar.

Miró al médico, que levantó dos dedos en el aire.

Solo iba a disponer de dos minutos.

Carl aspiró hondo. Aquella podía ser su última oportunidad.

—Mia —se presentó—. Soy agente de la Policía. Estás en buenas manos, así que no tengas miedo. Buscamos a tu marido. ¿Es él quien ha hecho eso?

Ella asintió en silencio.

—Necesitamos saber si tu marido tiene una casa o se aloja en un lugar cercano a la costa. Una casa de veraneo, tal vez. ¿Sabes algo de eso?

La mujer apretó los labios.

—Tal vez —musitó con voz apenas audible.

—¿Dónde? —trató de preguntar Carl con voz controlada.

—No sé. Los catálogos de las cajas —anunció, señalando con la cabeza hacia las puertas abiertas de la ambulancia, en dirección a la casa.

Iba a ser una tarea imposible.

Carl se volvió hacia los agentes de Roskilde y les dijo qué deberían buscar. Una casa con caseta de botes en algún lugar a orillas del fiordo. Si encontraban un catálogo así o algo parecido en alguna de las cajas que Kenneth había sacado al pasillo, debían ponerse en contacto con él enseguida. De momento no necesitaban buscar en las cajas que habían quedado dentro. Seguro que estaban calcinadas.

—¿Sabes si tu marido tiene más nombres que Claus Larsen, Mia? —preguntó al fin.

Ella sacudió la cabeza.

Después levantó el brazo. Muy, muy lento, y lo dirigió hacia Carl. Temblaba por el esfuerzo mientras lo hacía, y luego depositó con suavidad la mano en la mejilla de Carl.

—Encuentre a Benjamin, ¿lo hará?

Después su mano se desplomó y cerró los ojos, extenuada.

Carl dirigió al joven una mirada inquisitiva.

—Benjamin es su hijo —explicó este—. El único hijo de Mia. Tendrá cerca de año y medio.

Carl dio un suspiro y apretó con cuidado el brazo de la mujer.

Cuánto dolor había causado su marido al mundo. Y ahora, ¿quién iba a detenerlo?

Se levantó y le hicieron un último reconocimiento de las quemaduras de brazo y hombro. El médico le advirtió que iba a dolerle mucho durante un par de días.

Pues así tendría que ser.

—¿Estás bien, Assad? —preguntó, mientras los bomberos recogían las mangueras y la ambulancia desaparecía en la carretera.

Su ayudante puso los ojos en blanco. Aparte de un ligero dolor de cabeza y hollín por todas partes, estaba bien.

—Se ha escapado, Assad.

Este asintió con la cabeza.

—¿Qué nos queda por hacer?

Assad se encogió de hombros.

—Ahora está oscuro, pero creo que deberíamos ir al fiordo para ver los lugares, o sea, que Yrsa rodeó con un círculo.

—¿Tenemos esas fotos?

Assad hizo un gesto afirmativo y sacó una carpeta del asiento trasero. Todas las fotos aéreas de la costa del fiordo. Quince en total. Con bastantes círculos.

—¿Por qué crees, entonces, que Klaes Thomasen no nos ha llamado? —preguntó Assad cuando se acomodaron en el coche—. Dijo que iba a hablar con el hombre del bosque.

—Con el guardabosque, quieres decir. Sí, es lo que dijo. No lograría hablar con él.

—¿Quieres, o sea, que llame a Klaes y le pregunte?

Carl asintió en silencio y pasó el móvil a Assad.

Assad tardó un rato en establecer la conexión. Era evidente que algo no iba bien. Apagó el móvil.

Miró a Carl con expresión sombría.

—Klaes Thomasen está muy sorprendido. Por lo visto, ayer mismo le contó a Yrsa que el guardabosque de Nordskoven había confirmado que antes había una caseta de botes en el camino que lleva al auxiliar del guardabosque —aclaró. Por un momento pareció extrañarse por su precisión con el danés. Después continuó—. Le dijo a Yrsa que nos lo dijera. Creo que fue cuando le diste las rosas, Carl. Se le olvidó decírtelo.

¿Decía que se le olvidó? ¿Cómo diablos pudo ocurrir algo así? Aquella información era importantísima. ¿Se había vuelto loca aquella mujer?

Decidió resignarse. Claro que ¿a quién coño iba a quejarse?

—¿Dónde está esa caseta, Assad?

Assad desplegó el mapa sobre el salpicadero y señaló. El círculo era doble. Vibegården, en Dyrnæsvej, bosque de Nordskoven. Era el sitio que había apuntado Yrsa. Aquello era casi insoportable.

Pero ¿cómo iban a saber que Yrsa había dado en el blanco? Y ¿cómo carajo iban a saber entonces que corría tanta prisa? ¿Que se había producido otro secuestro?

Sacudió la cabeza. Pero se había producido otro secuestro, y en cuanto al resultado… Casi no se atrevía a llevar la idea hasta el fin.

Porque todo parecía indicar que había dos niños en la misma situación que Poul y Tryggve Holt trece años antes. ¡Dos niños en extrema necesidad! ¡En aquel preciso instante!

50

En el pueblo de Jægerspris se desviaron de la carretera junto a un pabellón rojo donde ponía «Esculturas y cuadros», y se adentraron en el bosque.

Rodaron un buen trecho sobre el asfalto mojado hasta llegar al letrero que decía «Prohibida la circulación de coches y motos no autorizados». Un camino perfecto si no querías que te molestaran en lo que estabas haciendo.

Conducían lento. El GPS decía que todavía quedaba un buen trecho hasta la casa, pero los halógenos de sus faros iluminaban bien el camino. Si de pronto se encontraban ante terreno abierto que diera al fiordo cerca de la casa, tendrían que apagar las luces. Dentro de pocas semanas los árboles se cubrirían de follaje, pero en aquel momento no había gran cosa para esconderse.

—Ahí empieza un camino que se llama Badevej, Carl. Tendrás que apagar las luces ahora, o sea. Después viene un tramo sin vegetación.

Carl señaló la guantera, y Assad sacó la linterna alargada.

Después apagó las luces del coche.

Avanzaron con lentitud, guiados por la luz de la linterna. Daba la luz justa para orientarse.

Divisaron un trozo de marisma que llegaba hasta el fiordo. Tal vez también algo de ganado tumbado en la hierba. Entonces apareció una pequeña estación transformadora a la izquierda del camino. Oyeron un leve ronroneo al pasar al lado.

—¿Podría ser eso lo que ronroneaba, entonces? —preguntó Assad.

Carl sacudió la cabeza. No, el sonido era demasiado débil. Ya no se oía.

—Ahí, Carl.

Assad señaló una silueta oscura, que enseguida resultó ser un seto que se extendía desde el sendero hasta el agua. Vibegården estaba tras él.

Aparcaron el coche al borde del camino y se quedaron un rato recuperándose fuera.

—¿En qué piensas, Carl? —quiso saber Assad.

—Pienso en lo que vamos a encontrar. Y pienso también en la pistola que he dejado en Jefatura.

Detrás del seto había un redil, y tras el redil otro bosquecillo que descendía hasta el agua. No era una propiedad grande, pero la ubicación era perfecta. Habría allí todo tipo de posibilidades para vivir una vida feliz. O para ocultar los actos más repugnantes.

—¡Mira! —exclamó Assad, y Carl lo vio. El contorno de una casita cerca del agua. Tal vez un cobertizo o un pequeño pabellón. Después señaló un lugar entre los árboles—. Y mira ahí.

Se veía una luz tenue.

Se colaron entre las ramas del seto y vieron la casa de ladrillo rojo que había tras la vegetación. Deteriorada y algo ruinosa. Dos de las ventanas que daban a la carretera estaban iluminadas.

—Está, o sea, en casa, ¿no crees? —susurró Assad.

Carl no dijo nada. ¿Cómo iban a saberlo?

—Creo que hay una entrada algo más allá, tras la casa. Quizá debiéramos ver, entonces, si está el Mercedes —susurró Assad.

Carl meneó la cabeza.

—Seguro que está, créeme.

Entonces oyeron un ronroneo grave procedente del fondo del jardín. Como un bote a motor que regresa atravesando la pulida superficie del agua. Algo así como un leve zumbido remoto.

Carl entornó los ojos. De modo que había un ronroneo.

—Viene del anexo del extremo del jardín. ¿Lo ves, Assad?

Este gruñó. Lo veía.

—¿No crees que la caseta de botes puede estar en esos matorrales junto al anexo? Así estaría junto al agua, o sea —explicó Assad.

—Puede. Pero me temo que él puede estar allí. También temo lo que pueda estar haciendo —confesó Carl.

El silencio del edificio principal y el extraño sonido procedente del cobertizo le daban escalofríos.

—Vamos a tener que ir ahí, Assad.

Su colega asintió con la cabeza y dio a Carl la linterna apagada.

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