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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

El mensaje que llegó en una botella (60 page)

BOOK: El mensaje que llegó en una botella
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—Úsala como arma, Carl. Yo me fío más, o sea, de mis manos.

Atravesaron la maleza, que le despellejó la quemadura del brazo. Si no hubiera sido porque su camisa y chaqueta estaban mojadas y la llovizna refrescaba, habría tenido que parar un rato y aguantar el dolor.

Según se acercaban al anexo, el sonido se hacía más claro. Monótono, grave y continuo. Como un motor recién lubricado en punto muerto.

Bajo la puerta se divisaba una delgada raya de luz. De modo que algo estaba pasando allí dentro.

Carl señaló la puerta y agarró con fuerza la pesada linterna. Si Assad abría la puerta de un tirón, él se precipitaría dentro, dispuesto a golpear. Entonces verían qué ocurría.

Se miraron un par de segundos, y después Carl dio la señal. Assad asió la manilla y abrió la puerta, y justo después Carl entró retumbando en la estancia.

Miró alrededor y dejó caer el brazo que sostenía la linterna. No había nadie. Aparte de un taburete, ropa de trabajo sobre un banco de carpintero, un gran depósito, varias mangueras y el generador, que ronroneaba en el suelo como un vestigio de la época en que las cosas se hacían para que durasen para siempre, no había nada.

—¿A qué huele, Carl? —susurró Assad.

Sí, había un olor intenso, y Carl lo conocía. Aunque hacía tiempo que no lo olía. En la época, hacía muchos años, en que había que decapar todos los muebles y puertas de pino. Era aquel olor húmedo y frío que hacía contraer las fosas nasales. El olor de la sosa cáustica. El olor a lejía.

Se volvió hacia el depósito con la mente llena de imágenes siniestras. Acercó el taburete. Presintiendo lo peor, se subió encima y levantó la tapa del depósito. Estoy a un clic de linterna de darme un susto, pensó, y dirigió el cono de luz hacia el fondo del depósito.

Pero no vio nada. Solo agua, y un calorífero de un metro de longitud colgado en la pared interior.

No era difícil de adivinar para qué podía usarse el depósito.

Apagó la linterna, bajó con cuidado del taburete y miró a Assad.

—Creo que los niños están todavía en la caseta de botes —anunció—. Puede que estén vivos.

Prestaron atención cuando salieron del anexo, y se quedaron un rato quietos para acostumbrar sus ojos a la oscuridad. Dentro de tres meses habría mucha luz a aquella hora. Pero entonces solo veían unas siluetas vagas delineándose entre ellos y el fiordo. ¿Habría de verdad una caseta de botes allí, entre la maleza?

Hizo señas a Assad para que lo siguiera, y notó que en un par de metros sus pisadas resbalaban sobre grandes babosas. A Assad no le gustaba aquello nada, era evidente.

Llegaron a los matorrales. Carl se agachó un poco, apartó una rama, y allí, justo frente a sus ojos, estaba la puerta, a medio metro de altura sobre el suelo. Tocó las gruesas tablas que la componían. Estaban húmedas y escurridizas.

Olía a brea, por lo que debían de haber sellado los resquicios con ella. La misma brea con que selló Poul Holt su mensaje en la botella.

Oyeron el murmullo del agua justo ante ellos. Así que la cabaña estaba sobre el agua. No había duda de que se sostenía sobre estacas. ¡Era la caseta de botes!

Estaban en el sitio correcto.

Carl asió la manilla, pero la puerta no se abrió. Entonces avanzó a tientas hasta un pasador unido a un pestillo. Lo levantó con cuidado y a continuación lo dejó caer colgado de su cadena. Entonces aquel cabrón no estaba dentro, eso seguro.

Tiró poco a poco de la puerta y oyó enseguida una respiración lenta, contenida.

El hedor de agua podrida, orina y excrementos hirió sus fosas nasales.

—¿Hay alguien? —susurró.

Pasado un rato, se oyó un gemido ahogado.

Encendió la linterna, y el espectáculo que vio fue desgarrador.

A dos metros una de otra, había dos figuras dobladas sobre sus propios excrementos. Los pantalones mojados, el pelo sucio. Dos cuerpecillos que habían tirado la toalla.

El chico lo miraba con los ojos abiertos como platos, desorbitados. Aplastado bajo el techo, inclinado hacia delante, atado por detrás y encadenado. Tenía la boca tapada con cinta adhesiva, que palpitaba tenue con su respiración, y todo él era un grito de socorro. Carl desvió la linterna a un lado y vio a la niña inclinada sobre su cadena. Su cabeza descansaba sobre el hombro, como si durmiera, pero no dormía. Sus ojos estaban abiertos y reaccionaron a la luz parpadeando, pero no podía ni levantar la cabeza de lo exhausta que estaba.

—Venimos a ayudaros —los tranquilizó Carl, apoyándose en el suelo y entrando de rodillas—. Estaos callados y todo irá bien.

Cogió el móvil y marcó un número de teléfono. Al poco comunicaba con la comisaría de Frederikssund.

Explicó la situación y pidió refuerzos. Después apagó el móvil.

El chico dejó caer los hombros. La conversación había hecho que se relajara.

Mientras tanto, también Assad había entrado. Estaba arrodillado bajo el tejadillo, soltando la cinta adhesiva de la boca de la chica. Soltó sus correas mientras Carl empezaba a ayudar al chico. Este mostraba ganas de colaborar. No dijo nada cuando le arrancó la cinta adhesiva. Se echó a un costado para que Carl pudiera llegar a la hebilla de la correa de cuero a su espalda.

Después alejaron a los niños un poco de la pared y se afanaron con la cadena que ceñía sus cinturas y estaba unida a otra cadena sujeta a la pared.

—Ayer nos las puso y las candó. Antes la cadena de la pared solo estaba unida a las correas. Él tiene las llaves —informó el chico con voz ronca.

Carl miró a Assad.

—He visto una palanqueta en el cobertizo. ¿Me la traes, Assad?

—¿Una palanqueta?

—Sí, joder.

Carl vio por la expresión de Assad que sabía perfectamente qué era una palanqueta. Lo que pasa es que no quería volver a pisar aquellas babosas otra vez, si podía evitarlo.

—Toma la linterna, ya voy yo.

Salió a rastras de la caseta. Tenían que haber cogido la palanqueta. Era un arma estupenda.

Volvió a pasar resbalando sobre la masa de babosas vivas y muertas y reparó en un débil fulgor en una de las ventanas del edificio principal que daba al fiordo. Antes no se veía.

En ese momento se detuvo y se quedó un rato en silencio, escuchando.

No, no se oía la menor actividad en ninguna parte.

Después volvió a avanzar hacia el cobertizo y abrió la puerta con cuidado.

La palanqueta estaba ante él en el banco de carpintero, bajo un martillo y una llave inglesa. Apartó el martillo y empujó la llave inglesa a un lado. Se sobresaltó cuando la llave basculó en el borde y cayó al suelo con un chasquido metálico.

Se quedó un rato quieto en la penumbra, escuchando.

Después asió la palanqueta y salió sin hacer ruido.

Lo miraron aliviados cuando regresó. Como si cada movimiento que habían hecho Carl y Assad desde que abrieron la puerta fuera un milagro. Era muy comprensible.

Arrancaron con cuidado las cadenas de la pared.

El chico salió enseguida a rastras de debajo de la pared oblicua, mientras la chica se quedaba quieta, gimiendo.

—¿Qué le pasa? —quiso saber Carl—. ¿Le falta agua?

—Sí. Está agotada. Llevamos mucho tiempo aquí.

—Tú coge a la chica, Assad —susurró Carl—. Agarra bien la cadena para que no tintinee. Yo ayudaré a Samuel.

Notó que el chico se ponía rígido. Volvió su rostro sucio hacia él y se quedó mirándolo, como si Carl hubiera revelado que en su alma moraba el diablo.

—Sabes mi nombre —dijo el chico con aire de sospecha.

—Soy policía. Sé muchas cosas de vosotros, Samuel.

El chico retiró la cabeza hacia atrás.

—¿De dónde? ¿Ha hablado con nuestros padres? —preguntó.

Carl aspiró hondo.

—No, no he hablado con ellos.

Samuel echó los brazos un poco hacia atrás. Cerró los puños un rato.

—Aquí pasa algo —aventuró—. Usted no es policía.

—Que sí, hombre. ¿Quieres ver mi placa?

—¿Cómo ha sabido dónde estábamos? No podía saberlo.

—Llevamos tiempo trabajando para encontrar a vuestro secuestrador, Samuel. Ven, no hay tiempo que perder —alegó Carl, mientras Assad tiraba de la niña para sacarla por la puerta.

—Si son policías, ¿por qué no hay tiempo que perder?

Parecía asustado. Era evidente que no era dueño de sí. ¿Sería por la conmoción?

—Hemos tenido que arrancar las cadenas de la pared, Samuel. ¿No es bastante prueba? No teníamos la llave.

—¿Es algo de nuestros padres? ¿No han pagado? ¿Les ha pasado algo? —lo apremió, sacudiendo la cabeza. Después volvió a preguntar, en voz demasiado alta—. ¿Qué les ha pasado a nuestros padres?

—Shhh —lo tranquilizó Carl.

Oyeron un sonido sordo fuera. Assad debía de haber dado un traspiés en el sendero resbaladizo.

—¿Ha pasado algo? —susurró Carl. Después se volvió hacia Samuel—. Vamos, Samuel. No hay tiempo que perder.

El chico lo miró con desconfianza.

—Antes no ha hablado con nadie por el móvil, ¿verdad? Nos van a matar, ¿verdad? ¿No es eso lo que van a hacer?

Carl sacudió la cabeza.

—Voy a salir; así podrás mirar por la puerta y ver que todo va bien —explicó, y salió al aire fresco.

Oyó un ruido y notó un fuerte golpe en la nuca. Después la noche lo envolvió.

51

Puede que fuera por el ruido del exterior, puede que fuera por el dolor de la cadera, donde se había cosido los puntos. Lo cierto es que se despertó sobresaltado y miró desconcertado alrededor.

Entonces recordó lo que había pasado y miró el reloj. Había transcurrido casi hora y media desde que se tumbó.

Sin poder quitarse el sueño de encima, se incorporó en el sofá y rodó sobre el costado para ver si había sangrado.

Asintió con la cabeza, satisfecho por su trabajo. Parecía seco y limpio. Había salido muy bien para ser la primera vez.

Se puso en pie y se desperezó. En la cocina había cartones de zumo y comida en lata. Un vaso de zumo de granada y algo de atún con pan sueco lo reconfortarían de la pérdida de sangre. Comería un bocado y luego bajaría a la caseta de botes.

Encendió la luz de la cocina y miró un poco al exterior. Después corrió la persiana hasta abajo. Nadie debía ver la luz desde el fiordo. Seguridad ante todo.

Se detuvo y frunció el ceño. ¿Había oído algo? ¿Como un tintineo metálico? Se quedó un rato quieto. Volvió a reinar el silencio.

¿Sería el graznido de un pájaro? Pero ¿los pájaros graznaban a esa hora de la noche?

Entreabrió la persiana y miró al lugar de donde creía que procedía el ruido. Achicó los ojos y se quedó quieto.

Entonces lo vio. En la oscuridad apenas se distinguía aquel contorno vago de algo negro moviéndose, pero estaba allí.

Justo frente al anexo, y luego desapareció.

Se apartó de golpe de la ventana.

Su corazón volvía a latir más fuerte de lo deseado.

Tiró con cuidado del cajón de la cocina y eligió un cuchillo largo y delgado para filetear pescado. Era imposible sobrevivir a unas cuchilladas bien dadas. La hoja era demasiado delgada y larga para eso.

Después se puso los pantalones y salió a la oscuridad descalzo, sin hacer ruido.

Ahora oía con nitidez los ruidos procedentes de la caseta. Como si alguien estuviera intentando arrancar cosas en su interior. Golpes toscos contra la madera.

Se quedó un rato escuchando. Ya sabía qué era. Estaban manipulando las cadenas. Alguien estaba arrancando los pernos con los que las había fijado a las paredes.

¿Alguien?

Si era la Policía, iba a enfrentarse a armas mejores que la suya, pero era él quien conocía el terreno. Él, quien podía aprovechar las ventajas de la oscuridad.

Pasó junto al anexo y vio que la raya de luz bajo la puerta era más ancha de lo habitual.

Sí, la puerta estaba entreabierta, pero él la había cerrado tras comprobar la temperatura del depósito, estaba seguro.

Tal vez fueran varios. Tal vez hubiera alguien allí dentro.

Se pegó rápido contra la pared y reflexionó. Conocía su anexo como la palma de la mano. Si había alguien dentro lo acuchillaría al momento. Apuntaría a la zona blanda bajo el esternón y solo pincharía una vez. Podía hacer eso varias veces en distintas direcciones en pocos segundos, y no vacilaría. Eran ellos o él.

Después entró blandiendo el cuchillo y su mirada vagó por la estancia vacía.

Alguien había estado allí. El taburete estaba cambiado de sitio, habían revuelto en las herramientas. Había una llave inglesa en el suelo. Sería el ruido que había oído.

Dio un paso a un lado y encontró el martillo sobre el banco de carpintero. Con aquello se sentía más seguro. Se podía agarrar bien. Lo había empleado muchas veces antes.

Luego dio unos pasos silenciosos por el sendero del jardín mientras las babosas se chafaban entre sus dedos. Putos bichos. Tendría que librarse de ellos cuando tuviera tiempo.

Se inclinó un poco hacia delante y divisó la débil luz de la rendija de la pequeña puerta de la caseta. Se oían voces tenues en el interior, pero no oyó qué se decía o quién hablaba. En realidad, daba lo mismo.

Cuando los que estaban dentro salieran, tendrían que pasar por allí. Solo se trataba de saltar a la puerta y echar el pasador del pestillo, y se quedarían encerrados. No les daría tiempo a liberarse a tiros antes de que fuera al coche a por el bidón de gasolina y prendiera fuego a la caseta.

Claro, desde los alrededores se vería la casa ardiendo, pero ¿qué alternativa había?

Nada, incendiaría la caseta, reuniría sus papeles y el dinero y partiría para la frontera tan pronto como pudiera. Tendría que ser así. El que no era capaz de ajustar sus planes a tiempo debía sucumbir.

Se metió el cuchillo de filetear en el cinturón y avanzó hacia la puerta, pero de pronto vio que se abría y que asomaban dos piernas.

Se hizo rápido a un lado. Tendría que eliminarlos según fueran saliendo.

Miró la figura, cuyos pies se apoyaron en el suelo, y después pasó por la puerta el resto del cuerpo.

—¿Qué les ha pasado a nuestros padres? —dijo de pronto el chico en voz alta dentro de la caseta, y lo hicieron callar.

Fue entonces cuando el pequeño policía moreno arrastró a la niña fuera, la cogió en brazos y dio un paso atrás justo hacia él. El mismo hombre de tez oscura que estaba en la bolera. El que había derribado al Papa en la pista. ¿Cómo era posible?

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