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Authors: Lois Lowry

Tags: #Cienica ficción , Juvenil

El mensajero

BOOK: El mensajero
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Seis años antes, Mati llegó a Pueblo siendo un muchachito rudo y artero. Entonces se llamaba a sí mismo «el más feroz de los feroces» pero, desde aquellos tiempos, se ha transformado en un joven honrado bajo la tutela de Veedor, un ciego que debe su nombre a su extraordinaria percepción. Ahora Mati está esperando que le den su nombre verdadero, y Mensajero es el que anhela.

Lois Lowry

El mensajero

Libro 3º El Dador

ePUB v1.0

Nibbler
01.01.12

Título original:
The messenger

Lois Lowry, 2004

Traducción: Mª Luisa Balseiro

Editor original: Nibbler (v1.0 )

Capítulo 1

Mati estaba impaciente por acabar de una vez por todas con los preparativos de la cena. Quería cocinar, comer y marcharse. Le hubiera gustado ser ya adulto para decidir cuándo comer o si llegar a tomarse esa molestia. Había algo que necesitaba hacer, una cosa que le daba miedo. La espera no hacía más que empeorarlo.

Mati ya no era un niño, pero todavía no era un hombre. A veces, al salir de la casa, medía su estatura apoyándose en la ventana. Hace tiempo sólo llegaba al alféizar, con la frente allí, contra la madera, pero ahora era tan alto que podía ver hacia el interior sin esfuerzo. O, retrocediendo hasta la alta hierba, contemplar su reflejo en el cristal. Su cara estaba haciéndose varonil, eso pensaba, aunque aún disfrutara de manera pueril haciendo muecas a su imagen. Su voz se volvía cada vez más grave.

Vivía con el ciego, el que llamaban Veedor, y le ayudaba. Limpiaba la casa porque el hombre decía que era necesario, aunque esas tareas le aburrían. Mati barría el suelo de madera y hacía las camas todos los días: la del hombre con pulcritud; la suya, situada en la habitación contigua a la cocina, con descuidada indiferencia. Los dos cocinaban. El hombre se burlaba de los mejunjes de Mati y trataba de enseñarle, pero Mati era impaciente y no se interesaba por la sutileza de las hierbas.

—¿Por qué no lo echamos todo en el puchero y ya está? —insistió—. Si de todas maneras se nos va a mezclar en la panza.

Era una discusión amistosa que venía de hace tiempo. Veedor se rió entre dientes.

—Huele esto —dijo, y tendió los brotes verde pálido que había estado cortando.

Mati olisqueó dubitativo.

—Cebolla —dijo, y se encogió de hombros—. Pues lo podemos echar. O —añadió— lo comemos tal cual…, claro que entonces nos apestará el aliento. Hay una chica que me ha prometido que me besará si me huele bien el aliento. Aunque me da la impresión de que bromea.

El ciego sonrió en dirección al chico.

—Bromear forma parte de la alegría que se siente antes de besar —le dijo a Mati, cuya cara se había teñido de rojo por la vergüenza.

—Puedes canjear un beso —sugirió el ciego con una risita—. ¿Por qué lo cambiarías? ¿Por tu caña de pescar?

—No. No bromees sobre el canje.

—Tienes razón, no debería. Solía ser una cosa simpática, pero ahora… Tienes razón, Mati. Ya nunca volverá a ser cosa de risa.

—Mi amigo Ramón fue al último Mercado de Canje, con sus padres. Pero no quiere hablar del tema.

—Entonces nosotros tampoco. ¿Se ha derretido la mantequilla de la cazuela?

Mati miró. La mantequilla burbujeaba suavemente y se doraba.

—Sí.

—Entonces, echa la cebolla. Remueve para que no se queme.

Mati obedeció.

—Ahora, huélelo —dijo el ciego. Mati olisqueó. La cebolla ligeramente salteada liberaba un aroma que le hacía la boca agua.

—¿Mejor que cruda? —preguntó Veedor.

—Pero es una molestia —replicó Mati impaciente—. Cocinar es una molestia.

—Añade un poco de azúcar. Una pizca o dos. Deja que cueza un minuto y después echaremos el conejo. No seas tan impaciente, Mati. Siempre quieres hacerlo todo deprisa y corriendo, y no es necesario.

—Quiero salir antes de que caiga la noche. Tengo que comprobar una cosa. Necesito cenar y acercarme al claro antes de que oscurezca.

El ciego se rió. Agarró los trozos de conejo de encima de la mesa y, como siempre, a Mati le sorprendió la seguridad de sus manos, que supiera con tanta exactitud dónde se habían dejado las cosas. Observó mientras el hombre enharinaba con destreza los trozos de carne y los echaba a la cazuela. El aroma cambió cuando la carne chisporroteó junto a la cebolla. El hombre agregó un puñado de hierbas.

—Para ti no importa si fuera hay luz o no la hay —dijo Mati, frunciendo el ceño—, pero yo la necesito para ver una cosa.

—¿Y qué cosa es ésa? —preguntó Veedor, añadiendo a continuación—: Cuando la carne se dore, echa un poco de caldo para que no se pegue a la cazuela.

Mati obedeció, vertiendo en la cazuela el cuenco de caldo en que habían cocido el conejo. El oscuro líquido sacó a flote trozos de cebolla y hierbas picadas, y los arremolinó alrededor de la carne. Sabía que era el momento de poner la tapa y bajar el fuego. Mientras el guiso hervía a fuego lento, empezó a colocar los platos sobre la mesa en la que iban a cenar juntos.

Esperaba que el ciego olvidara que había preguntado qué cosa. No quería decírselo. A Mati le intrigaba lo que guardaba escondido en el claro. Le amedrentaba, y no sabía el porqué. Se preguntó durante un instante si podría canjearlo.

* * *

Cuando los cacharros de la cena estuvieron lavados y guardados por fin y el ciego ocupó su silla con el instrumento de cuerda que tocaba por las tardes, Mati avanzó lentamente hacia la puerta, esperando escabullirse sin ser oído. Pero el hombre lo oyó moverse. Mati sabía que era capaz de oír una araña deslizándose de una punta a otra de su tela.

—¿Vas al Bosque otra vez?

Mati suspiró. No tenía escapatoria.

—Volveré cuando anochezca.

—Puede ser, pero enciende la lámpara, por si acaso se te hace tarde. Cuando oscurece, es agradable tener una luz en la ventana que sirva de guía. Recuerdo cómo es el Bosque de noche.

—¿De cuándo lo recuerdas?

El hombre sonrió.

—De cuando podía ver. Mucho antes de que tú nacieras.

—¿Te daba miedo el Bosque? —preguntó Mati. A mucha gente se lo daba, y con razón.

—No. Sólo es una ilusión.

Mati frunció el ceño. No entendió a qué se refería. ¿Decía que el miedo era una ilusión? ¿O que lo era el Bosque? Le echó una rápida mirada. El ciego frotaba con un trapo suave la madera barnizada del instrumento. Estaba concentrado en el brillante material, aunque no pudiera ver el arce dorado de veta rizada. Quizá, pensó Mati, todo fuera una ilusión para un hombre que había perdido la vista.

Mati alargó la mecha y revisó la lámpara para asegurarse de que tenía bastante petróleo. Después encendió un fósforo.

—¿Ahora te alegrarás de que te hiciera limpiar el hollín de los conductos de las lámparas, no?

El ciego no esperó respuesta. Movió los dedos sobre las cuerdas, escuchando el tono. Minuciosamente, como hacía casi todas las tardes, afinó el instrumento. Apreciaba variaciones de sonido indiscernibles para el chico. Mati se quedó un momento en el umbral, vigilante. Sobre la mesa, la lámpara titilaba. El hombre estaba sentado con la cabeza vuelta hacia la ventana: la luz vespertina del verano acentuaba las cicatrices de su rostro. Escuchó, giró una pequeña clavija situada en la parte trasera del mástil del instrumento y volvió a escuchar. Ahora estaba concentrado en los sonidos y había olvidado al muchacho. Mati salió sin hacer ruido.

* * *

Caminando por la senda que conducía al Bosque, situado a las afueras de Pueblo, Mati decidió dar un rodeo para pasar por casa del maestro, un hombre de buen corazón con la mitad del rostro cubierto por una mancha de color rojo oscuro. Antojo, se llamaba. Cuando Mati llegó a Pueblo, miraba fijamente sin querer la cara del hombre, porque nunca había visto alguien con una mancha semejante. En el lugar del que Mati procedía no se toleraban tales defectos. Se ejecutaba a la gente por menos.

Pero aquí en Pueblo, las marcas y los defectos no se consideraban imperfecciones. Tenían valor. El ciego había recibido el nombre verdadero de Veedor y era respetado por la extraordinaria percepción que poseía tras sus ojos destrozados.

El maestro, cuyo nombre verdadero era Mentor, era llamado a veces cariñosamente «Rosillo» por los niños, a causa de la mancha carmesí que se extendía por su cara. Los niños le adoraban. Era un maestro sabio y paciente. Mati, que también era un niño cuando fue a vivir con el ciego, se dedicó únicamente a asistir a la escuela durante un tiempo, y todavía iba en las tardes de invierno, para seguir aprendiendo. Mentor era quien le había enseñado a estarse quieto, a escuchar y, con el tiempo, a leer.

No pasaba por la casa del maestro con la idea de visitarlo o admirar las flores de su jardín, sino con la esperanza de ver a su preciosa hija; se llamaba Jean y acababa de tomarle el pelo a Mati con la promesa de un beso. Por las tardes solía estar en el jardín, arrancando las malas hierbas.

Aunque hoy no había rastro de ella ni de su padre. Mati vio un orondo perro con manchas durmiendo en el porche, pero la casa parecía desierta.

Casi mejor, pensó. Jean le hubiera entretenido con sus risitas y sus promesas burlonas (que nunca llegaban a nada y que, por lo que Mati sabía, hacía a todos los chicos), y no tendría ni que haberse desviado de su camino para intentar verla.

Sin embargo, recogió un palo y dibujó un corazón en la tierra del sendero que lindaba con el jardín. Escribió con esmero el nombre de la chica dentro del corazón y puso el suyo debajo. Quizá ella lo viera y adivinara que había estado allí, y quizá le importara.

—¡Eh, Mati! ¿Qué haces? —era su amigo Ramón, que daba la vuelta a la esquina—. ¿Has cenado ya? ¿Quieres venir a cenar con nosotros?

A toda prisa, Mati se volvió hacia Ramón, escondiendo con su cuerpo el corazón dibujado en el suelo, esperando que su amigo no lo viera. Siempre lo pasaba bien cuando iba a la casa de Ramón, porque su familia había hecho un canje y tenía algo llamado Máquina de Juegos, una gran caja llena de adornos con una palanca de la que tirabas para que tres ruedas giraran en su interior. Entonces una campanilla sonaba y las ruedas se paraban en una ventanita. Si sus dibujos coincidían, la máquina soltaba un dulce. Era de lo más emocionante.

A veces se preguntaba qué habían dado a cambio de la Máquina de Juegos, pero nadie en realidad se atrevía a preguntar.

—Ya hemos cenado —dijo—. Tengo que ir a un sitio antes de que oscurezca, por eso hemos cenado más temprano.

—Te acompañaría pero tengo tos, y Herborista me ha dicho que no esté mucho por ahí. Le he prometido ir directo a casa —dijo Ramón—. Pero, si quieres, puedo ir corriendo y decir…

—No —replicó Mati con rapidez—. Tengo que ir solo.

—¡Ah! ¿Es por un mensaje?

No lo era, pero Mati asintió. Le molestaba un poco mentir en cosas sin importancia pero siempre lo había hecho; había crecido mintiendo, y aún le sorprendía que la gente de este lugar en el que ahora vivía pensara que mentir estaba mal. Para Mati, solía ser un modo de simplificar las cosas, de hacerlas más cómodas, más convenientes.

—Entonces, hasta mañana —Ramón agitó la mano y salió corriendo en dirección a su casa.

* * *

Mati conocía los senderos del Bosque como si los hubiera trazado él mismo. Y, en realidad, algunos los había abierto con sus propios pasos a lo largo de los años. Las raíces se habían aplanado al pasar él arriba y abajo, buscando el camino más corto y más seguro de un lugar a otro. Por los bosques siempre caminaba velozmente y en silencio, y sabía la dirección correcta sin puntos de referencia, del mismo modo que sentía las variaciones atmosféricas y predecía la lluvia mucho antes de que las nubes llegaran o el viento cambiara. Mati simplemente lo sabía.

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