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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

El miedo de Montalbano (2 page)

BOOK: El miedo de Montalbano
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Le parecía que acababa de dormirse cuando sonó el teléfono. Mientras se incorporaba para contestar, miró casualmente el despertador de la mesilla. ¡Las siete! ¿Eran las siete de la tarde? Pero ¿cuántas horas había dormido? Sorprendido, levantó el auricular y oyó un pitido continuo. Habían colgado. Estaba volviendo a acostarse cuando se reanudaron los timbrazos, pero esta vez no era el teléfono, sino la puerta. Fue a abrir y vio a Fazio, que tenía un semblante preocupado.

—¿Cómo está,
dottore
?

—Un poco pachucho —contestó Montalbano, franqueándole la entrada y volviendo a acostarse.

Fazio se acomodó en una silla a su lado.

—Le brillan los ojos —dijo—. ¿Se ha tomado la temperatura?

En ese momento el comisario recordó que aquella mañana, distraído por el tiroteo, había olvidado regresar a la farmacia para comprar el termómetro.

—Sí —mintió—. Esta mañana tenía treinta y ocho.

—¿Y ahora?

—No sé. Luego me pondré el termómetro. ¿Hay alguna novedad?

—Ha habido un tiroteo. El cabrón de Di Manzo, el de la agencia de viajes, ha disparado a dos tironeros, pero no les ha acertado a ellos, sino a la pierna de una pobre niña que pasaba por allí.

—¿Lo habéis arrestado?

—Lo han detenido los carabineros. Han intervenido ellos.

—¿Tenéis noticias de la niña?

—Está fuera de peligro. Ha perdido mucha sangre, pero, por suerte, andaba por allí el Farola. Seguro que usted lo ha visto alguna vez, el vagabundo ese que...

—Sí, lo conozco —dijo Montalbano—. Sigue.

—Bueno, pues que ha conseguido detener la hemorragia. Puede decirse que la ha salvado él. Se ha corrido la voz por todo el pueblo y el alcalde ha organizado para mañana una gran fiesta... Ya sabe, estamos en plena campaña electoral y cualquier cagada de mosca sirve para el caldo... En el transcurso del homenaje le entregará las llaves de un apartamento municipal.

—¿Sabes cómo se llama?

—Bueno..., no tiene ningún documento que lo identifique. Y él jamás ha revelado su nombre.

—Por cierto, Fazio, esta mañana me ha llamado Augello. ¿Sabes qué quería?

—Sí, el jefe superior quería una respuesta sobre un asunto y el
dottor
Augello quería comentarlo con usted. Pero creo que ya lo ha resuelto.

Menos mal. Podría quedarse tranquilamente en casa hasta que se le curara la gripe sin que nadie le tocara los cojones. Fazio se quedó charlando cosa de media hora y se fue.

Ya eran más de las ocho. Montalbano se levantó y, nada más ponerse de pie, la cabeza empezó a darle vueltas. Las molestias aún no habían desaparecido. Marcó el número de Livia en Boccadasse, pero no obtuvo respuesta. Demasiado pronto. Por regla general, las conversaciones telefónicas entre él y su novia solían tener lugar pasada la medianoche. Abrió el frigorífico: pollo hervido y una serie de guarniciones para hacerlo más apetecible. Dudó un instante y después optó por un plato de pimientos en salsa agridulce y unas cebollitas en vinagre. Se acomodó en el sillón delante del televisor y, mientras comía con desgana, se puso a ver una película que se titulaba «Los cazadores del Edén». Ya en las primeras escenas comprendió que se trataba de una historia absurda, pero la estupidez de las imágenes y de los diálogos lo fascinó de tal modo que siguió toda la película con religiosa atención hasta el fatídico
The End
. Y a continuación ¿qué? Sintonizó un canal nacional donde acababa de empezar un debate con el título «¿Tiene valor hoy en día la fidelidad?». El conductor del espacio, de perenne sonrisa pretendidamente irónica que, sin embargo, resultaba opresivamente servil, presentó a los invitados: una duquesa casada con un empresario, pero famosa por su interminable colección de amantes tanto del sexo masculino como del femenino; hablaría de la fidelidad en el matrimonio. Un político que, desde la izquierda más radical, había ido pirueteando progresivamente hacia la derecha más extremada; éste defendería el valor de la coherencia en la actividad política. Un ex cura que se había hecho hippy, luego budista y más tarde integrista islámico; hablaría sobre la necesidad de la fidelidad a la propia religión. La diversión estaba asegurada. Montalbano siguió el programa hasta el final, soltando de vez en cuando sonoras carcajadas. Apagó el televisor y comprobó que la fiebre le había vuelto a subir. Fue a acostarse, pero ni siquiera intentó abrir la novela de Lucarelli. Estaba empezando a notar el doloroso aro alrededor de la cabeza. Apagó la lámpara de la mesilla y, después de dar innumerables vueltas en la cama, el piadoso sueño lo tomó de la mano y se lo llevó consigo.

Abrió los ojos a las tres y media de la madrugada y enseguida advirtió que la fiebre estaba cociéndolo vivo. Pero no sólo la fiebre, sino también un pensamiento que se le había ocurrido antes de quedarse dormido y que lo había acompañado en el sueño impidiéndole descansar debidamente. No, no era un pensamiento, sino más bien una secuencia de imágenes y una pregunta. Le habían vuelto a la mente los gestos del Farola mientras atendía a la niña herida, penetrantes y contenidos, solícitos y distantes a un tiempo, en una palabra, «profesionales»... Ni él mismo habría sabido hacerlos. Y la pregunta se podía resumir de la siguiente manera: ¿quién era realmente el Farola? Fue entonces cuando, en medio del delirio provocado por la enfermedad, la cabeza lo indujo a pensar que si no se medía la fiebre con el termómetro, jamás le bajaría. Se dirigió a la cocina, bebió tres vasos de agua, se vistió de cualquier manera, salió, subió al coche y se puso en marcha. No se daba cuenta de que iba conduciendo en zigzag, pero por suerte pasaban muy pocos vehículos. La primera farmacia seguía estando cerrada; la Farmacia Centrale también, pero un cartelito que había colgado en la persiana metálica invitaba a acudir a la Farmacia Lopresti, cerca de la estación. Soltando maldiciones, volvió a subir al coche. La farmacia se encontraba en la misma manzana que la estación. La persiana estaba bajada, pero dentro había luz. Le dijo al adormilado farmacéutico que quería un termómetro y el hombre regresó al cabo de unos minutos.

—Se han terminado —dijo, y cerró violentamente la ventanilla.

A Montalbano se le hizo en la garganta un nudo de angustia. Se vio perdido: si no se tomaba la temperatura, la fiebre adquiriría carácter crónico. Justo en ese instante vio al Farola, quien, con un saco a la espalda, se acercaba a la taquilla de la estación. Con la rapidez de un relámpago, el comisario comprendió que el vagabundo tenía intención de largarse, de escapar: quería evitar la ceremonia organizada por el alcalde que inevitablemente habría llevado a su identificación, cosa que, cualquiera sabía desde hacia cuánto tiempo, él trataba de evitar.

—¡Doctor! —gritó sin saber por qué razón había llamado con aquel título al vagabundo, pero el impulso le salió de dentro, de lo más profundo de su condición de hombre nacido con instinto de caza.

El Farola se detuvo en seco y se dio lentamente la vuelta mientras Montalbano se le acercaba. Cuando llegó hasta él, el comisario comprendió que aquel viejo que tenía delante estaba aterrorizado.

—No tenga miedo —le dijo.

—Sé quién es usted —replicó el Farola—. Usted es comisario. Y me ha reconocido. Tenga compasión de mí, he pagado mi error y sigo pagándolo. Yo era un médico apreciado y ahora sólo soy un desperdicio humano. Pero, aun así, no soportaría la vergüenza, no podría resistir que la vieja historia volviera a aflorar a la superficie. Tenga compasión de mí y deje que me vaya.

Unas gruesas lágrimas le caían sobre la raída chaqueta.

—No se preocupe, doctor —dijo Montalbano—. No tengo ningún motivo para retenerlo. Pero antes tengo que pedirle un favor.

—¿A mí? —preguntó extrañado el vagabundo.

—Sí, a usted. ¿Puede decirme cuánta fiebre tengo?

Herido de muerte
1

Toda la culpa de la mala noche que estaba pasando, dando vueltas en la cama hasta casi estrangularse con la sábana, no podía ser atribuida en modo alguno a la cena de la víspera, que había sido muy ligera. No, parte de la culpa la tenía probablemente el libro que se había llevado a la cama, el nerviosismo que le habían provocado ciertas páginas insulsas y deslavazadas de aquella novela aclamada por los críticos como una de las cumbres más altas de la literatura mundial de los últimos cincuenta años. El descubrimiento de la cumbre de turno se producía por término medio una vez cada seis meses, y el grito de júbilo solía lanzarlo algún periódico un tanto esnob al que los demás se sumaban de inmediato. Bien mirado, el panorama de la literatura mundial de los últimos cincuenta años se parecía mucho a la cordillera del Himalaya fotografiada desde un satélite. Pero la verdadera culpa, reflexionó, no la tenía el libro. Nada más adormilarse habría podido cerrarlo, arrojarlo al suelo, apagar la luz y santas pascuas. Pero Montalbano estaba mal hecho, tenía un defecto: cuando empezaba a leer algo, cualquier cosa que fuera, un artículo, un ensayo o una novela, era absolutamente incapaz de dejarlo a medias. Tenía que seguir hasta el final.

El timbre del teléfono fue como una liberación. Arrojó el libro contra la pared y miró el reloj. Eran las tres de la madrugada.

—¿Diga?

—¿Oiga?

—¡Catarè!

—¡
Dottori
!

—¿Qué hay?

—Han disparado.

—¿Contra quién?

—Contra uno.

—¿Ha muerto?

—Sí.

La concisión del espléndido diálogo habría sido digna del ínclito poeta Vittorio Alfieri.

—A ese señor «difungo» que se llamaba Gerlando Piccolo le han pegado un tiro en su casa —añadió prosaicamente Catarella.

—Dame la dirección.

—Es un sitio muy difícil de encontrar,
dottori
. Pásese por aquí. Gallo conoce el camino.

—¿Has avisado al
dottor
Augello?

—Lo he intentado, pero no lo he encontrado.

—¿Y Fazio?

—Ya ha ido al escenario del delito.

—Muy bien, voy para allá.

La oscuridad era tan espesa que se podía cortar con un cuchillo. La casa del «difungo», como decía Catarella, estaba en pleno campo, por lo que Montalbano había podido comprender. Las luces de su coche iluminaron el vehículo de servicio de la comisaría, que estaba aparcado delante de la puerta de entrada, abierta de par en par. Entró, seguido por Gallo, en un espacioso salón que servía a un tiempo de sala de estar y comedor. Todo se veía muy pulcro y ordenado. De una de las tres puertas que daban acceso al salón salió Galluzzo con un vaso de agua en la mano. A su espalda, el comisario entrevió una cocina.

—¿Adónde vas?

Galluzzo señaló la puerta que tenía delante.

—A la habitación de la sobrina. ¡Pobrecita! Le he dicho que se tumbe en la cama.

—¿Dónde está Fazio? —Galluzzo indicó por señas la escalera que conducía al piso de arriba—. Tú quédate aquí —le dijo Montalbano a Gallo.

—¿Y qué hago?

—Repasa las tablas de multiplicar.

El dormitorio en el que se había producido el homicidio presentaba un desorden propio de un lugar recién sacudido por un terremoto. Cajones abiertos, ropa de cama y prendas de vestir tiradas por el suelo, puertas de armario abiertas... Llamaban la atención dos cuadritos, otrora colgados en las paredes y ahora arrancados y rotos a pisotones, y los restos de una pequeña imagen de la Virgen arrojada violentamente contra la pared. ¿Qué tenía que ver aquel vandalismo con un robo? El difunto Gerlando Piccolo, un sexagenario rechoncho y temperamental, yacía en la cama de matrimonio con la parte superior del cuerpo apoyada en la cabecera y una enorme mancha roja a la altura del corazón. Estaba claro que había tenido tiempo de incorporarse un poco antes de que el asesino lo obligara a tumbarse definitivamente. No tenía los ojos abiertos de par en par, sino algo más de lo normal, en una expresión de estupor. Pero semejante hecho no tenía por qué ser objeto de conjeturas, pues cuando uno ve que le ha llegado la hora de la muerte, o se sorprende o se asusta, no hay vuelta de hoja. Por último, a pesar de que en la habitación hacía un frío que pelaba, el hombre no llevaba ni camiseta, ni pijama, ni nada de nada. Fazio, que se encontraba de pie al lado de la cama con pinta de viajante de comercio que muestra la mercancía, interceptó la mirada de su jefe.

—Está completamente desnudo, no lleva ni siquiera los calzoncillos.

—¿Cómo lo sabes?

—He metido la mano por debajo de la sábana. ¿Qué hago? ¿Llamo a la Científica y aviso a la Fiscalía?

—Espera.

Había algo que no cuadraba. Montalbano se agachó para mirar debajo de la cama por la parte donde estaba tumbado el muerto y observó que la camiseta y los calzoncillos estaban allí. Mientras se incorporaba, se detuvo en seco, como si el lumbago lo hubiera sorprendido a traición. En el suelo, entre la mesilla y los pies de la cama, había un revólver.

—Fazio ¿lo has visto?

—Sí, señor.

—Debe de haberlo dejado el asesino.

—No, señor
dottore
. Estaba en el cajón de la mesilla. Fue la sobrina la que lo sacó y disparó contra él. Ella misma me lo ha dicho.

—¿Contra quién disparó?

—Contra el asesino.

—No entiendo un carajo. Quizá sea mejor que vaya a hablar con esa sobrina.

—Quizá sea mejor —dijo enigmáticamente Fazio.

La sobrina era una muchacha de dieciocho años, piel morena, grandes ojos negros enrojecidos por el llanto y una tupida mata de cabello muy rizado. Estaba extremadamente delgada y, en su manera de mirar al comisario y de levantarse de un salto de la cama sobre la que estaba sentada, no tumbada, reveló cierto carácter salvaje y animal. Iba envuelta en una especie de bata y temblaba más a causa del frío que de la impresión.

—Prepárale algo caliente —le dijo el comisario a Galluzzo.

—En la cocina hay un poco de manzanilla —repuso la joven.

—A mí hazme un café —ordenó Montalbano.

—Con nata, supongo... —comentó Galluzzo con sorna mientras salía.

—Tenemos que hablar. Pero usted no puede estar así. Mire, me voy allá cinco minutos y entre tanto usted se viste. ¿Le parece bien?

—Gracias.

—¿Cómo se llama?

—Grazia Giangrasso, soy hija de una hermana del tío Gerlando.

Montalbano regresó al salón. Gallo estaba arrellanado en un sillón.

—¿Cuánto es siete por siete? —le preguntó al comisario.

—Cuarenta y nueve —contestó automáticamente Montalbano—. ¿Por qué quieres saberlo?

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