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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

El miedo de Montalbano (7 page)

BOOK: El miedo de Montalbano
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Algo no encajaba.

—¿Encontraron dinero en los bolsillos de la ropa que Piccolo se había quitado antes de irse a la cama?

—Sí, señor. Trescientas y pico mil liras.

—Que Dindò no tocó.

—Puede que no le diera tiempo.

Pero ¿cómo era posible que Gerlando Piccolo guardara en su caja fuerte menos de doscientas mil liras y llevara encima más de trescientas mil?

5

Tres días después recibieron en la comisaría los primeros resultados de la Científica. ¡Sólo habían tardado tres días! Eso dejaba estupefacto a cualquiera. La burocracia, pensó el comisario, es un laberinto en cuyo interior yacen los huesos blanqueados de millones de diligencias que no han tenido la posibilidad de salir de allí. En cuanto se detienen por falta de impulso, son asaltadas por millares de ratones hambrientos que las devoran, ratones que él había visto, recorriendo rápidamente en manadas los sótanos de algún Palacio de Justicia llenos a rebosar de carpetas. Muy raras veces, y por motivos totalmente inexplicables, una diligencia sobre diez mil conseguía recorrer el laberinto a la velocidad de un corredor olímpico de los cien metros lisos y llegar a su destino. Como en ese caso. En el dormitorio de Gerlando Piccolo había huellas digitales de Dindò, Salvatore Trupìa, a patadas, como para parar un tren; la sangre de Dindò era la misma que había formado un pequeño charco mientras éste intentaba poner en marcha el ciclomotor después de haber matado a
'u zu Giurlanno
. El arma del delito no había sido hallada. Lo más probable era que Dindò se hubiera deshecho de ella durante su fuga hacia la muerte por desangramiento. Y, además, contaban también con la declaración del señor Arturo Pastorino, comerciante, el cual, mientras circulaba por la carretera provincial, afirmaba haber visto encenderse la luz que había delante de la casa de Gerlando Piccolo a la hora en que se cometió el delito y, un segundo después, un ciclomotor adentrándose a toda pastilla en la misma carretera provincial procedente de la casa de Piccolo que a punto estuvo de chocar contra su coche.

Grazia le repitió el relato de aquella noche al fiscal Tommaseo más de cien veces, sin cambiar ni una coma. Pero para el fiscal no fue suficiente.

—Mire, Montalbano, quisiera hacer una reconstrucción
in situ
. Quiero desnudar a esa chica, tenerla delante de mí enteramente desnuda. —Prácticamente se le estaba cayendo la baba. Pero al ver la irónica mirada del comisario, trató de ponerle un parche—: Desnuda anímicamente, quiero decir.

Finalmente, la reconstrucción
in situ
tampoco reveló ninguna novedad. Y, en cuanto a la luz encendida delante de la casa de Piccolo, la que había visto el testigo Pastorino, Grazia sostuvo enérgicamente que estaba apagada. El fiscal dijo que era un detalle irrelevante y que probablemente el testigo había confundido el faro del ciclomotor con la luz que iluminaba la entrada de la casa.

Sin embargo, antes de llegar a las conclusiones, Tommaseo quería aclarar una cosa que se le había metido en la cabeza desde el principio.

—Señorita, ¿su tío era homosexual?

Grazia se rió de buena gana.

—No iba con hombres, le gustaban las mujeres.

—En el pueblo comentan que incluso se aprovechaba de las mujeres —terció el comisario.

—No siempre
vox populi
es
vox dei
, la voz del pueblo no siempre es la voz de Dios —lo fulminó Tommaseo, y, dirigiéndose de nuevo a la muchacha, añadió—: ¿Puede usted descartarlo?

—Yo jamás vi a quién recibía de noche.

—¿O sea, que no sabe si eran hombres o mujeres?

—No lo sé.

—Por consiguiente, no puede descartar que también fueran hombres.

—¿Cómo también?

—¿Nunca ha oído hablar de bisexualidad? —preguntó en tono irónico el fiscal, pasándose la lengua por el labio inferior.

Si por eso era, Montalbano había oído hablar de trisexualidad, de cuatrisexualidad, etc., etc., hasta el infinito, pero prefirió rendirse.

Y Grazia también se rindió.

—No sé qué decirle.

Y, de esa manera, el fiscal tuvo vía libre.

—Manejo dos hipótesis —dijo una vez a solas con el comisario—. La primera es que Piccolo tiene una cita en plena noche con Trupìa, al que conocía porque era él quien les llevaba las cosas del supermercado. Al llegar la hora establecida, Piccolo se levanta, baja por la escalera, abre cuidadosamente la puerta principal para no despertar a su sobrina, franquea la entrada a Trupìa y vuelve a cerrar, pero no con llave. Una vez finalizada la relación, ambos discuten. A lo mejor Piccolo no quiere pagar lo que le exige Trupìa, éste pierde la cabeza, le pega un tiro e intenta arramblar con todo lo que puede. Pero la inesperada aparición de la valiente muchacha lo obliga a emprender la huida. Consigue abrir la puerta principal, pero Grazia dispara contra él. Y Trupìa muere desangrado. No puede acudir a ningún hospital, pues tendría que dar unas explicaciones que inmediatamente llevarían a identificarlo como el autor del homicidio de Piccolo.

El fiscal, que había mandado que le llevaran una botella de agua mineral, se bebió medio vaso y siguió adelante.

—Y ahora paso a la segunda hipótesis, que seguramente será más de su agrado, dado su empeño en no querer admitir que Piccolo fuera también homosexual. Aquella noche Piccolo tiene una cita amorosa con una mujer. Le abre la puerta principal y sube con ella al dormitorio. Mantienen una relación sexual. Al final, la mujer se va y Piccolo le pide encarecidamente que cierre la puerta al salir, con la intención de ir él mismo a echar la llave en cuanto recupere las fuerzas necesarias para levantarse de la cama. Es de suponer que la mujer lo ha dejado..., en fin, ya puede usted imaginarse. La mujer abre la puerta, franquea la entrada a Trupìa y se va. Trupìa cree que Piccolo no reaccionará ante la amenaza del arma. Sin embargo, el otro hace ademán de reaccionar y entonces Trupìa le pega un tiro. Lo que ocurre a continuación ya lo sabemos. Ahora habría que buscar a la...

—¿... a la Titina? —preguntó con la cara muy seria el comisario.

—No entiendo —dijo Tommaseo, perplejo.

—Perdone, me había distraído con la cancioncilla ésa, la de «Yo busco a la Titina». Estaba usted diciendo que habría que buscar a la...

—... a la cómplice, Montalbano. Pero ¿dónde encontrarla? ¿Cómo encontrarla?

—Sería como buscar una aguja en un pajar —respondió Montalbano sabiendo que las frases hechas eran unos punto y seguido que pesaban como losas.

—Ya. ¿Usted cuál elige?

—¿De qué?

—De mis dos hipótesis.

—La segunda.

—¡Sin embargo, la segunda nos obliga a mantener abierta la investigación para encontrar a la misteriosa cómplice!

—Pues quedémonos con la primera.

Total, ¿de qué servía perder el tiempo y el aliento con Tommaseo?

Jamás en años sucesivos, cuando pensaba en el caso Piccolo, consiguió explicarse por qué razón fue a ver aquella misma tarde al padre de Dindò. Tal vez un remordimiento inconsciente por haber permitido que Tommaseo escribiera en sus conclusiones que el pobre chico «tenía por costumbre prostituirse por dinero». La dirección se la había facilitado Aguglia, el encargado del supermercado, el cual le había preguntado nada más verlo:

—¿Cuándo me devolverán el ciclomotor?

En cuanto él lo tranquilizó, diciéndole que lo recuperaría en cuestión de pocos días, el señor Aguglia se tomó la libertad de expresar su propia opinión sobre Dindò.

—Comisario, con todo mi respeto por la ley, todo este asunto no me convence para nada.

—¿Qué quiere decir?

—Que conste que hablo basándome en lo que se dice por el pueblo. Dindò no iba ni con hombres ni con mujeres. Y no era capaz de robar ni un mondadientes. Aquí, en el supermercado, podía coger lo que quisiera y, sin embargo, siempre que necesitaba algo, lo decía y lo pagaba. Era un muchacho honrado.

La casa donde vivía el padre de Dindò estaba cerca del puerto. Era un minúsculo edificio tan destartalado que costaba entender cómo podía mantenerse en pie sin puntales. La planta baja era un antiguo almacén ya cerrado, en cuya puerta habían clavado una tabla. En un lado del portal había otra puerta también cerrada que daba a un cuarto construido bajo el hueco de la escalera. En el piso de arriba vivía Antonio Trupìa. Montalbano llamó con los nudillos. Le abrió un anciano decrépito, desdentado y jorobado, todavía más destartalado que la casa.

—Soy el comisario Montalbano. ¿Es usted el abuelo de Salvatore Trupìa, llamado Dindò?

—¿El abuelo? Soy su padre. —¡Jesús! ¿A qué años había engendrado a Dindò? El viejo debió de leerle el pensamiento, pues añadió—: Tuve muy tarde a mi hijo. Y puede que por eso naciera enfermo de la cabeza.

Lo hizo pasar a una habitación que era el colmo del desorden y la suciedad y lo invitó a sentarse en una desvencijada silla de paja.

—Perdone que lo reciba así, comisario, pero estoy enfermo, vivo con la pensión mínima y no tengo a nadie que me eche una mano.

—Quería saber algo sobre Dindò.

—¿Y qué quiere saber, señor comisario de mi alma? Yo sólo sé que me lo han matado. Pero la historia de nosotros los pobres no la hacemos nosotros, la hacen los que escriben en los periódicos.

En el fondo, pensó el comisario, tenía toda la razón: cada vez con más frecuencia los periodistas se convertían de un día para otro en historiadores.

—¿Por qué no quería vivir en casa con usted? ¿Se habían peleado?

—Pero ¡qué dice! ¡Con Dindò nadie podía pelearse! ¿Puede pelear uno con un niño? No, señor, hace cuatro años, cuando empezó a ganarse la vida en el supermercado, me dijo que quería vivir solo. Y yo le di la llave del cuarto de la escalera, que es mío.

—¿Lo veía a menudo?

—No, señor. Pero si es eso lo que quiere saber, en los dos últimos meses había cambiado.

—¿Y cómo lo sabe si no lo veía?

—Porque lo oía. Desde hacía dos meses, cantaba.

—¡¿Cantaba?!

—Sí, señor. A pleno pulmón. Por la mañana cuando se levantaba y por la noche cuando regresaba.

—¿Y antes no cantaba?

—Jamás.

—Oiga, quisiera echar un vistazo al cuarto de la escalera.

—Aquí tiene la llave.

—Después se la devuelvo.

—No hace falta. Déjela puesta en la cerradura. Total, aquí no viene nadie.

—¿Me permite una pregunta? ¿Por qué lo llamaban Dindò?

—Le gustaban las campanas. Cuando tocaban, hacía ding dong con la cabeza.

El cuarto de la escalera medía escasamente tres metros por tres, tenía el techo inclinado y recibía aire pero no luz a través de un ventanuco de treinta centímetros de lado, protegido por unos barrotes de hierro. El mobiliario consistía en un somier oxidado con un colchón encima, una colcha llena de agujeros y una almohada sin funda, una minúscula mesita y una silla de paja. Varias cajas de cartón hacían las veces de armario. En una especie de concavidad estaba la taza del váter y un lavabo cuyo grifo soltaba un hilillo de agua. Una pocilga, lo había definido el señor Aguglia. No, algo peor, una especie de celda abandonada de una cárcel de un país subdesarrollado. Calcetines, calzoncillos, camisetas sucias, hojas de periódico, cómics y números de la revista infantil «Topolino» cubrían el suelo. Al comisario se le partió el corazón y sintió el impulso de cerrar la puerta e irse de allí. Pero el cuerpo, como a veces le ocurría, se negó a cumplir la orden. Entonces quitó las cosas que había encima de la silla y se sentó. ¿Cómo era posible que en el interior de aquella hedionda celda hubiera penetrado la alegría, una felicidad tan grande que un día había dado lugar a que Dindò, que jamás había hecho tal cosa, se pusiera a cantar a grito pelado y no dejara de hacerlo hasta el momento en que le habían pegado un tiro, hasta que lo hirieron de muerte como un pájaro alcanzado en pleno vuelo por un cazador? Le volvió de nuevo a la mente el título de aquella novela. En el interior del cuarto ya no se veía nada. Habría tenido que levantarse y encender la bombilla que colgaba del techo, pero no le apetecía hacerlo. Quería permanecer un rato a oscuras en medio del repugnante olor y extraer de él las verdaderas respuestas a sus preguntas. La primera y sin duda la más importante era: ¿por qué había ido Dindò a matar a Gerlando Piccolo? El muchacho había entrado con ese propósito en la habitación donde Piccolo estaba acostado. Todo lo demás, los cajones revueltos, los cuadritos rotos que simulaban una afanosa búsqueda de algo que se pretendía robar, no era más que teatro, puro montaje. Alguien le había puesto en la mano un revólver —Dindò nunca habría podido agenciárselo por su cuenta— y lo había convencido de que el usurero merecía la muerte. Y Dindò había hecho aquello que le habían metido en la cabeza. Y, siendo como era, al verse de pronto en presencia de Grazia, no le había pegado un tiro como fácilmente habría podido hacer y como, en el fondo, era inevitable, por la simple razón de que ni siquiera se le había ocurrido la posibilidad de que la muchacha reaccionara o de que, en caso de que lo detuvieran, ésta se convirtiera en su implacable acusadora. No, todo eso eran consideraciones que el cerebro del pobre Dindò no había sido capaz de elaborar. Él simplemente había tratado de escapar, como alguien le había enseñado a hacer. La segunda pregunta era: ¿cómo se las había arreglado para entrar en la casa? En la puerta principal no había ninguna señal de manipulación, lo más probable era que hubiera utilizado una copia de las llaves. Pero para hacer un duplicado de las llaves se tenía que sacar el molde, lo que significaba que en la casa, además de la sobrina, debía haber alguien más que podía entrar y salir a su antojo. ¿Quién podía ser? En la casa no había ninguna sirvienta, ni siquiera por horas. Grazia se encargaba de todo. Los clientes subían por la escalera exterior que había en la parte trasera de la casa, ni siquiera sabían cómo era la casa por dentro. ¿Entonces? Le dio vueltas al enigma en la cabeza y, de pronto, empezó a dibujarse en su mente la imagen de un hombre sin rostro y sin nombre. Una persona temida por todo el pueblo y a la cual Fazio no había conseguido conferir una identidad: el hombre que iba a cobrar el dinero por cuenta de Piccolo, su recaudador. A partir de aquel momento, todo empezó a adquirir tímidamente un motivo y una lógica, aunque todavía en forma de sombra casi imperceptible.

Se levantó para regresar a la comisaría, se movió en medio de la oscuridad, golpeó la mesita y la volcó. Soltando maldiciones, encendió la luz y observó que el mueble tenía un cajón que se había abierto. Dentro había un cómic, «Zozzo, el Caballero Enmascarado». ¿Zozzo? Era una versión porno del Zorro, un cómic guarro. Al margen de cada página, Dindò había escrito con un bolígrafo rojo la misma palabra: «¡JUSTICIA!»

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