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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

El miedo de Montalbano (27 page)

BOOK: El miedo de Montalbano
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En 1957 el Tribunal Supremo rechaza el recurso y confirma la condena.

Cristina solicita desde la cárcel constantes peticiones de gracia. Tres años después, un ministro de Justicia, olvidando el título de su ministerio y obedeciendo a las presiones recibidas por parte de unos cualificados miembros de su partido, el mismo al que pertenece el indómito notario Cuffaro, se pone en marcha para conseguir que la mujer reciba el ansiado indulto. Cristina puede regresar a casa y la partida termina definitivamente para todos.

5

Eran más de las cinco de la madrugada y había mantenido un buen rato la cabeza bajo el agua para aliviar el aturdimiento provocado por todo el tiempo que había permanecido encerrado en una pequeña estancia con la gritona señora Ciccina, y ahora estaba a punto de irse a dormir, más confuso que convencido por toda aquella serie de nombres de abogados, expertos, familiares del difunto y familiares de la asesina que la señora Adorno recordaba con maníaca e insoportable precisión, cuando sonó el teléfono. Sólo podía ser Livia, tal vez preocupada por no haberlo encontrado antes en casa.

—Hola, cariño...

—¿Otra vez? Lo siento mucho,
dottore
, soy Ciccina Adorno.

Montalbano volvió a sentirse repentinamente aturdido y mantuvo el auricular a una distancia de seguridad.

—¿Qué ocurre, señora?

—Olvidé contarle una cosa que se refiere a la primera prueba pericial, la que hicieron en Palermo los profesores Agnello y Trupìa.

Montalbano levantó las orejas, aquél era un punto delicado.

—Dígame, señora.

—Cuando los profesores de Florencia dijeron que los colegas palermitanos que no habían encontrado la estricnina o eran unos incompetentes o estaban locos, el abogado Nicolosi se las arregló para que declarara el profesor Aurelio Giummarra. Este profesor contó que el profesor Agnello, del cual él era ayudante, había muerto antes de estampar su firma bajo el examen pericial negativo. Y que entonces el tribunal le había dicho que lo firmara él. El profesor Giummarra lo firmó, pero tras haber repetido todos los exámenes, pues era un hombre muy escrupuloso. ¿Y sabe una cosa? Señaló que había utilizado los mismos reactivos que sus colegas florentinos. No había estricnina.

—Gracias, señora. ¿Recuerda cómo se llamaba el juez que presidió el segundo juicio?

—Claro. Se llamaba Manfredi Catalfamo. En cambio, el juez que había presidido el primero se llamaba Giuseppe Indelicato, mientras que en el Supremo...

—Gracias, ya es suficiente, señora. Buen viaje.

Como es natural, le importaban un carajo Catalfamo e Indelicato, sólo lo había preguntado para poder asombrarse una vez más de la prodigiosa memoria de Ciccina Adorno, una especie de superordenador viviente.

Tumbado en la cama mientras en sus oídos resonaba el murmullo del mar, un tanto movido, pensó en todo lo que había averiguado. Si era cierto lo que Maria Carmela Spagnolo le había revelado en su lecho de muerte, los expertos palermitanos no habían encontrado estricnina por la sencilla razón de que no la había. Cristina creyó que había envenenado a su marido, pero en realidad le había administrado unos polvos inofensivos. Entonces, ¿cómo era posible que los expertos florentinos la hubieran encontrado? Ahí puede que tuviera razón el notario Cuffaro: la misteriosa y prolongada desaparición del paquete había servido para que sus adversarios políticos pudieran meterle mano e introducir en él una tonelada de estricnina. Y no había por qué escandalizarse: los juicios en Italia están cuajados de pruebas que desaparecen y vuelven a aparecer a su debido tiempo, es una antigua y apreciada costumbre, casi un rito. En definitiva, Cristina había sido condenada no por haber envenenado realmente a su marido, sino por haber tenido intención de hacerlo. ¿Cómo podía ella imaginar que su fiel amiga Maria Carmela la había engañado? ¿Y por qué había hecho Maria Carmela semejante cosa? Probablemente porque estaba al corriente de la pasión de su amiga por su joven sobrino Attilio y porque sabía que en los últimos tiempos Cristina había manifestado su propósito de matar a su marido. Claro que del dicho al hecho hay un gran trecho. No obstante, para evitar que el día menos pensado Cristina cometiera una barbaridad, ella le dio unos polvitos diciendo que era veneno para ratones. Y en eso estamos todos de acuerdo. Maria Carmela actúa por el bien de Cristina. Pero ¿por qué, primero ante el teniente de los carabineros y después en el juicio, no revela la verdad? Habría sido suficiente que, cuando la llamaron al cuartel, hubiera dicho algo para exculpar a su amiga: «Miren, Cristina no puede haber matado a su marido con los polvos que yo le di porque no eran veneno.»

Habría sido suficiente. Sin embargo, no pronuncia esas palabras. Al contrario, se pone a hacer teatro y asegura, desesperada, que ella jamás tuvo conocimiento de las intenciones homicidas de Cristina. Y, por si fuera poco, durante el juicio añade más clavos al ataúd de su amiga. Sólo pronuncia esas palabras cincuenta años después para liberar su conciencia de aquel peso a la hora de la muerte.

¿Por qué? Al no pronunciar esas palabras, Maria Carmela sabe que condenarán a una inocente, si bien una inocente relativa. Ese comportamiento pone de manifiesto un profundo odio, no puede explicarse de ninguna otra manera: se trata, casi con toda certeza, de una fría y deliberada venganza.

Ya se había hecho de día. Montalbano se levantó, puso la cafetera al fuego y salió a la galería. El viento había amainado y el mar, al retirarse, había dejado la arena mojada y llena de botellas de plástico, algas, cajas vacías y peces muertos. Restos de naufragios. Sintió un escalofrío y volvió a entrar en la casa. Se bebió tres tazas de café seguidas, se puso una chaqueta gruesa y se sentó en la galería. El aire de primera hora de la mañana le refrescaba las ideas. Por primera vez en su vida, se reprochó su mala costumbre de no tomar apuntes: le rondaba por la cabeza algo que le había dicho la señora Ciccina, pero no era capaz de recordarlo. Sabía que era importante, pero no conseguía enfocarlo. Siempre había tenido una memoria de hierro, ¿por qué empezaba a fallarle ahora? ¿La vejez significaría para él llevar un cuaderno de apuntes y un lápiz en el bolsillo, como los policías ingleses? El horror que le produjo semejante idea ejerció sobre su memoria un efecto muy superior al de cualquier medicina y, de pronto, lo recordó todo. En su declaración en el cuartel de los carabineros, la señora Maria Carmela había dicho que Cristina le había pedido el veneno a mediados de noviembre. Por consiguiente, hasta esa fecha, Maria Carmela aprecia tanto a su amiga que obstaculiza su propósito y le facilita unos polvos inofensivos. Pero, apenas dos meses después, los sentimientos que le inspira Cristina han cambiado por completo, ahora no la aprecia, la odia. Y no desmiente la confesión de su ex amiga. Lo que significa que, en ese breve período de tiempo, ha ocurrido algo entre ambas mujeres, no una discusión sin importancia, como las que pueden producirse incluso entre amigos íntimos, sino algo grave que provoca una irreparable y profunda herida. Alto ahí. Un momento. La señora Ciccina Adorno había dicho también que ambas amigas se habían visto por Navidad, o eso al menos le había dicho María Carmela al teniente de los carabineros. Y no había por qué poner en duda que el encuentro se hubiera producido. No habría sido un encuentro formal, un cortés y frío intercambio de felicitaciones, no, ambas mujeres habían conversado tranquilamente durante un buen rato, como solían hacer habitualmente. Lo cual sólo podía significar dos cosas: o que María Carmela empieza a odiar a Cristina después o durante su encuentro navideño con ella, o que el rencor, el odio de María Carmela empezó unos días después de haberle facilitado a su amiga el falso veneno. En esta segunda hipótesis, durante el encuentro, María Carmela finge ser la amiga de siempre, oculta hábilmente los sentimientos que le inspira Cristina y espera con paciencia de santo a que, más tarde o más temprano, ésta apriete el gatillo. Sí, porque aquel falso veneno es como un revólver cargado. Ocurra lo que ocurra, el disparo destrozará la vida de Cristina. De entre ambas hipótesis, la segunda era seguramente la que más se acercaba a la verdad, si María Carmela había conseguido guardar aquel secreto a lo largo de todos los años que le quedaban de vida.

La imagen de la moribunda apareció a traición ante sus ojos, la cabecita de gorrión desplumado hundida en la almohada, la sábana blanca, la mesilla... La imagen se congeló y después se produjo una especie de
zoom
en su memoria. ¿Qué había sobre la mesilla? Una botella de agua mineral, un vaso, una cuchara y, medio escondido detrás de la botella verde, un crucifijo de unos veinte centímetros sobre una base cuadrada de madera. Nada más. De pronto, enfocó perfectamente el crucifijo: Jesús clavado en la cruz no tenía la piel blanca. Era negro. Probablemente, un objeto de arte sacro adquirido en algún lejano país de África cuando María Carmela seguía en sus viajes a su sobrino ingeniero.

Repentinamente, se levantó a causa del pensamiento que se le había ocurrido. ¿Cómo era posible que, de todos sus viajes, la señora sólo se hubiera quedado con aquella imagen? ¿Dónde estaban sus restantes pertenencias, aquellos objetos, aquellas fotografías, aquellas cartas que se conservan para que la memoria se ancle en ellos y sirvan de testimonio de nuestra existencia?

Nada más llegar al despacho llamó al hotel Pirandello. Le contestaron que el ingeniero Spagnolo acababa de salir hacia el aeropuerto, pues tenía que tomar el primer vuelo con destino a Milán.

—¿Llevaba mucho equipaje?

—¿El ingeniero? No, una maletita.

—¿Les ha encargado, por casualidad, que le envíen algún paquete de gran tamaño, una caja o algo parecido?

—No, señor comisario.

Por consiguiente, las pertenencias de Maria Carmela, en caso de que las hubiera, se encontraban todavía en Vigàta.

—¡Fazio!

—¡A sus órdenes,
dottore
!

—¿Tienes algo que hacer esta mañana?

—Bueno..., algunas cosas, sí.

—Pues déjalo todo. Voy a encargarte un trabajo que te encantará. Tienes que ir enseguida a Fela. Ahora son las ocho y media..., a las diez ya estarás allí. Tienes que ir al Registro Civil.

A Fazio se le iluminaron los ojos de alegría: estaba aquejado de algo que Montalbano calificaba de «complejo de Registro Civil». No se limitaba a averiguar el día, mes y año de nacimiento, la provincia, el nombre del padre y de la madre, incluso los nombres del padre y la madre del padre y los nombres del padre y la madre de la madre, y así sucesivamente, de una persona. En caso de que una reacción, generalmente violenta, de su jefe no lo interrumpiera, era capaz, siguiendo la historia de una persona, de remontarse a los albores de la humanidad.

—¿Qué debo hacer? —El comisario se lo explicó tras habérselo contado todo, incluso lo de Cristina y el juicio. Fazio hizo una mueca—. O sea, ¿que no se trata sólo de ir al registro civil?

—No, pero tú en esas cosas eres un maestro.

Al cabo de menos de cinco minutos, él también salió, subió al coche y se dirigió a la Casa del Sagrado Corazón. Le había entrado el irresistible afán de saber cuál era el motor que impulsaba sus investigaciones. Ahora ya no tenía ninguna duda ni la menor resistencia interior: tanto si era un folletín como una novela negra, una tragedia o un melodrama, quería averiguar todos los porqué y los cómo de aquella historia.

Se presentó ante el administrador, el contable Inclima, un grueso y cordial cincuentón, quien, tras escuchar la pregunta del comisario, se sentó delante de un ordenador.

—Verá usted, señor comisario, de estas cosas se encarga mi ayudante, el contable Cappadona, que hoy, por desgracia, no ha venido porque tiene la gripe. —Se entregó en cuerpo y alma a la tarea, pulsó algunas teclas, pero estaba claro que el ordenador no era precisamente su fuerte. Finalmente habló—. Sí, aquí consta que todos los efectos personales de la pobre señora Spagnolo se encuentran en un depósito, en un baúl de su propiedad. Pero no sé si ya se lo han enviado a su sobrino a Milán.

—¿Y cómo se puede saber?

—Venga conmigo.

Abrió un cajón y sacó un manojo de llaves. Salieron por la puerta principal. A la izquierda del jardín había un edificio bajo, un almacén con una puerta muy grande en la que ponía, evidentemente para que nadie se llamara a engaño, «Depósito». Paquetes, cajas, maletas, cajitas, contenedores de todo tipo aparecían colocados ordenadamente a lo largo de las paredes.

—Lo conservamos todo con mucho cuidado y de forma que esté al alcance de la mano. Porque, verá usted, señor comisario, todas nuestras huéspedes son, ¿cómo le diría?, de clase acomodada. Y, de vez en cuando, les apetece volver a ver un vestido, un objeto especialmente apreciado... Ah, aquí está todavía el baúl de la señora Spagnolo.

«¿Acaso a las que no pertenecen a la clase acomodada —se preguntó Montalbano— no les apetece volver a ver objetos suyos apreciados en otros tiempos? Sólo que esos objetos ya no están al alcance de su mano, sino vendidos o en el Monte de Piedad.»

El baúl no era un baúl. Era una especie de pequeño armario colocado de pie, como los armarios, y tan alto como Montalbano. Éste sólo había visto baúles de semejantes proporciones en las películas ambientadas entre finales del siglo XIX y principios del XX. Aquél estaba enteramente cubierto de esas pegatinas de colores, redondas, cuadradas o rectangulares, que los hoteles de otros tiempos solían pegar en los equipajes a modo de publicidad. Las pegatinas estaban parcialmente tapadas por una hoja blanca, todavía mojada de pegamento, en la cual figuraba la dirección de Milán del sobrino.

—Seguramente mañana pasará el transportista —dijo el contable—. ¿Le interesa saber algo más?

—Sí. ¿Quién tiene las llaves del baúl?

—Vamos a ver si las tenemos nosotros o si ya han sido entregadas al ingeniero.

Resultó que ya habían sido entregadas.

Comió distraído y sin apetito.

—Hoy no me ha dado ninguna satisfacción —lo regañó Calogero, el dueño de la
trattoria
—. Si un cliente como usía come así, a alguien como yo se le pasan las ganas de cocinar.

El comisario se disculpó, lo tranquilizó diciéndole que era porque tenía demasiados pensamientos en la cabeza y no había conseguido borrar la cantidad de ellos que habría sido necesaria para poder saborear la maravilla de langosta que le habían puesto delante. En realidad, pensamientos sólo tenía uno; pero valía por diez, de tan apremiante como era. Al cabo de un rato, tras haberle fallado todas las opciones, y teniendo en cuenta el breve espacio de tiempo que le quedaba antes de que el baúl emprendiera el camino hacia Milán, tuvo que rendirse a la única solución posible: Orazio Genco. Eran las cuatro de la tarde, y, a aquella hora, Orazio Genco, el ultraseptuagenario ladrón de casas que jamás había cometido un acto de violencia, hombre de bien si se exceptuaba el vicio que tenía, que consistía en robar en las viviendas, debía de estar durmiendo en su hogar, recuperando el sueño perdido durante la noche. Se tenían mucha simpatía el uno al otro. Orazio, de hecho, le había regalado al comisario una preciosa colección de ganzúas y llaves falsas. Le abrió Gnetta, la mujer de Orazio, que se asustó al verlo.

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