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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El misterio de la guía de ferrocarriles (11 page)

BOOK: El misterio de la guía de ferrocarriles
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—Sí, claro, sí.

A su vez bajó por la escalera y yo me quedé arriba murmurando

—A. B. C., ¿dónde estará en estos momentos?

Capítulo XVI
-
(Aparte del relato personal del capitán Hastings)

El señor Alexander Bonaparte Cust salió del Torquay Pavillon mezclado entre el publico que abandonaba la sala después de presenciar la emocionante película «Ningún gorrión».

Al llegar a la calle parpadeó al ser heridos sus ojos por el sol poniente y miró a su alrededor con aquella expresión de perro perdido, tan peculiar en él.

—Es una idea... —murmuró.

Los vendedores de periódicos gritaban:

—¡Últimas noticias...! ¡El crimen de un loco en Churston!

El señor Cust sacó una moneda del bolsillo y compró un periódico. No lo abrió en seguida.

Pausadamente dirigióse al Princess Gardens y se sentó en un banco situado frente a la playa de Torquay y abrió el diario.

En grandes titulares se leía:

EL ASESINATO DE SIR MICHAEL CLARKE

—HORRIBLE CRIMEN EN CHURSTON—

LA OBRA DE UN LOCO HOMICIDA

Y debajo:

«Hace apenas un mes toda Inglaterra se conmocionó ante la noticia del asesinato de una joven llamada Elizabeth Barnard, de Bexhill. Se recordará que junto a su cadáver apareció una guía de ferrocarriles "A. B. C." Otra guía semejante se ha hallado junto a sir Carmichael Clarke, y la policía está convencida de que ambos crímenes han sido cometidos por una misma persona. ¿Será posible que un loco homicida recorra nuestras playas cometiendo esos crímenes espantosos?»

Un joven con pantalones de franela y camisa azul eléctrico que se hallaba sentado junto al señor Cust, comentó:

—Un crimen repugnante, ¿verdad?

El señor Cust dio un respingo.

—¡Oh...! Sí, si...

El joven notó que las manos de su vecino temblaban de tal manera que apenas podían sostener el periódico.

—Uno nunca sabe lo que puede hacer un lunático —siguió el veraneante—. Además, no se diferencia en nada de una persona normal. Son iguales que usted y yo...

—Supongo que sí —contestó el señor Cust.

—Muchos de ellos están así a causa de la guerra.

—Creo que tiene usted razón.

—No me gustan las guerras —continuó el joven. Su compañero se volvió hacia él y declaró:

—A mí tampoco me gustan: el cólera, la enfermedad del sueño, el cáncer y el tifus... sin embargo, siguen existiendo.

—La guerra se puede evitar —aseguró el joven,

El señor Cust se echó a reír largamente. El joven empezó a alarmarse.

«Me parece que éste no está muy, bien de la cabeza», pensó.

Y en voz, alta dijo.

—Perdóneme, señor. Supongo que usted debió de estar en la guerra.

—Sí —replicó Bonaparte Cust—. Desde entonces no he vuelto a tener sana la cabeza. A veces me duele horriblemente, ¿comprende?

—¡Oh! Lo siento mucho —tartamudeó el joven.

—Hay momentos en que no sé lo que hago...

—¿De veras? Bueno, perdóneme, pero tengo que ir a un recado urgente —el joven se alejó apresuradamente; sabía por experiencia lo que es la que gente que empieza a hablar de su salud.

El señor Cust quedóse solo con su periódico. Lo leyó y releyó...

Numerosa gente pasaba ante él.

Muchos de los paseantes hablaban del crimen

—¡Es horrible!... ¿No te parece que los chinos tienen algo que ver con ese crimen? ¿No era camarera de un café chino?

—Esta vez ha sido en los campos de golf...

—Yo entendí que había sido en la playa...

—...ayer mismo tomamos el té en Elbury...

—...la policía está segura de detenerle...

—...dicen que lo arrestarán de un momento a otro... El señor Cust dobló cuidadosamente el periódico y lo dejó en el. banco. Luego se levantó y lentamente dirigióse hacia la población,

Junto a él pasaban numerosas muchachas vestidas de blanco amarillo y azul, unas con pijamas de playa, otras con faldas pantalones. Reían estrepitosamente y miraban con gran atención a los hombres que se cruzaban con ellas.

Ni una sola de sus miradas se posaron en el señor Cust...

Éste fue a sentarse a una mesita y pidió té con leche...

Capítulo XVII
-
Dos cartas

Con el asesinato de sir Carmichael Clarke, el misterio de la guía de ferrocarriles entró en su apogeo. Los periódicos no se ocupaban de otra cosa. Se indicaban un sinfín de pistas. Anunciábanse innumerables detenciones. Aparecían fotografías de todas las personas y lugares que tenían alguna referencia, aunque remota, con el crimen. Se relataban entrevistas con todos aquellos que se mostraban dispuestos a dejarse interpelar. En el mismo Parlamento tuvieron lugar algunas interpelaciones.

El asesinato de Andover fue unido a los otros dos... En Scotland Yard se creía que cuanta más publicidad se diera al asunto, mayores serían las oportunidades de detener al criminal. La población entera de la Gran Bretaña se convirtió en un tropel inmenso de detectives aficionados.

El Daily Flicker anunció en grandes titulares, dirigiéndose a sus numerosos lectores:

¡EL ASESINO PUEDE ESTAR EN SU CIUDAD!

Desde luego, Poirot estaba muy enredado en toda esa publicidad. Las cartas recibidas por él fueron reproducidas en todos los periódicos y revistas y sufrió numerosos ataques por no haber evitado los crímenes que le habían sido anunciados. En cambio, otros aseguraban que el famoso detective estaba a punto de detener al asesino.

Los periódicos se pasaban el día solicitando entrevistas, y con lo poco que mi amigo les decía, llenaban columnas enteras con tonterías.

HÉRCULES POIROT SIGUE DE CERCA LA MARCHA DE LOS ACONTECIMIENTOS

HÉRCULES POIROT EN VÍSPERAS DEL ÉXITO

EL CAPITÁN HASTINGS, EL GRAN AMIGO DE HÉRCULES POIROT, HACE SENSACIONALES DECLARACIONES A NUESTRO REDACTOR

Las tales declaraciones me hicieron exclamar:

—¡Poirot, te juro que yo no he dicho en absoluto nada de eso!

—Ya lo sé, ya —replicó bondadosamente mi amigo—. Entre lo que se dice y lo que se escribe, existe un abismo insondable.

—Es que no quisiera que creyeses...

—No te preocupes, hombre. Todo eso no tiene la menor importancia. Las tonterías ésas pueden sernos de gran utilidad.

—¿Cómo?

—Eh bien, si nuestro loco lee lo que el Dail Flicker asegura que yo he dicho, perderá todo su respeto hacia mí como contrincante.

Quizá todo dé la impresión de que no se hacía nada práctico. Al contrario, Scotland Yard y la policía local de todas las comarcas seguían infatigablemente la menor pista.

En hoteles y casas de huéspedes se hicieron minuciosas investigaciones. Centenares de relatos acerca de hombres

vistos que tenían los ojos de tal o cual manera y que caminaban furtivamente, fueron desmenuzados, hasta el último detalle. Ninguna información, por insignificante que fuera se dejó de lado. Conductores de trenes, tranvías, autobuses y taxis fuero, llamados a declarar.

Por fin se detuvo a numerosas personas que no pudieron explicar sus movimientos en las noches en cuestión. El resultado no fue completamente nulo. Algunas declaraciones fueron anotadas corno de posible importancia en lo futuro.

Así como Crome y sus colegas trabajaban infatigablemente, Poirot me parecía extrañamente supino. Esto daba motivos a numerosas discusiones.

—Pero, ¿qué quieres que haga? Las pesquisas rutinarias las hace mucho mejor la policía que yo. Tú siempre querrías verme corriendo como un perro.

—En lugar de lo cual te estás sentado en casa como... COMO...

—Como un hombre sensible. Mi fuerza, Hastings, reside en mi cerebro, no en mis pies. Siempre que tú me crees haraganeando, lo que estoy haciendo es reflexionar.

—¿Reflexionar? —exclamé—. ¿Son éstos momentos para reflexionar?

—¡Ya lo creo!

—¿Qué puedes ganar reflexionando? Sabes de memoria todos los detalles de los tres casos.

—No pienso en los detalles, sino en la mente. del asesino.

—¿En el cerebro de un loco?

—Eso mismo. Ya puedes figurarte que eso no se consigue en un minuto. Cuando sepa qué clase de hombre es el asesino, podré descubrir dónde se encuentra. Cada vez sé más cosas. Después del asesinato de Andover, ¿qué sabíamos de nuestro hombre? Casi nada. ¿Y después del de Bexhill? Algo más. ¿Y después del crimen de Churston? Bastante más. Empiezo a ver... no lo que tú quisieras que viese, sino el perfil de un cerebro. Un cerebro que se mueve y trabaja en cierta dirección. Después del próximo crimen... —¡Poirot!

Mi amigo me miró impasible.

—Sí, Hastings; estoy seguro de que habrá otro crimen. Hay que fiar un poco en el azar. La próxima vez la chance puede volverse contra él. Sea como fuere, después del próximo crimen estaremos mejor informados. Un asesinato es algo terriblemente revelador. Por más esfuerzos que haga por variar los métodos, gustos y costumbres, un criminal siempre deja algo de su personalidad en su delito. A veces aparecen pistas confusas, pero al fin todo se aclara y yo lo sabré todo.

—¿Quién es?

—No, Hastings, no sabré su nombre y dirección. Lo que descubriré es la clase de hombre con quien nos enfrentamos...

—¿Y luego?

Eh alors, je vais d la peche. Notando mi asombro, continuó:

—Tú sabes, Hastings, que un experto pescador sabe perfectamente la clase de cebo que debe ofrecer a determinados peces. Pues bien, cuando sepa la clase de «pez» que es nuestro hombre, le puedo ofrecer el cebo apropiado.

—¿Y qué?

—¿Y qué? ¿Y qué? Eres tan malo como el inspector Crome con su eterno «¿De verdad?» Pues cuando sepa todo eso, cogeré la caña y saldré a pescar a nuestro hombre.

—Y entretanto irá muriendo gente.

—¡Tres muertes! ¿Qué importancia tiene eso si cada semana mueren por esas carreteras más de ciento cuarenta personas?

—Es muy distinto.

—Estoy seguro de que a los que mueren les parecerá

igual. Para los demás, para los parientes, y los amigos, es distinto. Pero en este caso hay algo que me alegra enormemente: te lo aseguro.

—Explícame el motivo de esa alegría

—Es inútil que te muestres sarcástico. Lo que me alegra es que sobre ningún inocente recae la menor sospecha de culpa.

—¿No es eso un mal?

—No. Nada hay tan terrible como vivir entre gente que se sabe sospechosa. Las miradas de terror que le dirigen a uno, ver el cariño convertirse en terror... nada tan espantoso como sospechar de los que se tiene al lado. En el caso de A. B. C. nos vemos libres de ello.

—Ya veo que pronto empezarás a excusar al criminal —dije amargamente.

—¿Por qué no? Puede que él se crea un hombre justiciero. Tal vez al final sus miras despierten nuestra simpatía.

—¿Tú lo crees?

—¡Quién sabe! Y a propósito. lee la carta que he recibido.

Me tendió una misiva escrita con exquisita letra que proclamaba un estudio concienzudo de la caligrafía Leí:

«Mi querido señor:

»Espero que perdonará la libertad que me tomo al escribirle. He estado pensando mucho acerca de esos crímenes cometidos después del de mi pobre tía. Dan la impresión de que han sido cometidos por la misma mano. En un periódico he visto la fotografía de la hermana de la joven que fue asesinada en Bexhill. Me atreví a escribirle diciéndole que pensaba ir a Londres y pidiéndole sí me permitiría vivir con ella para ver si, uniendo nuestros esfuerzos, conseguimos descubrir al criminal. No le pedía ningún sueldo, sólo el deseo que, hablando, procuremos unir los cabos sueltos.

»La joven me contestó muy amablemente diciéndome que vive en una pensión y que por lo tanto no podría tenerme en su casa, pero me aconsejaba le escribiera a usted. También me decía que había pensado lo mismo que yo y que deseaba nos uniésemos para hallar al asesino. Por ello le escribo para decirle que iré a Londres y le adjunto mi dirección en esa ciudad.

»Rogándole me perdone la molestia que le causo, queda de usted muy atenta,

Mary Drower.»

—Mary Drower es una joven muy inteligente —dijo Poirot.

Me tendió otra carta.

—Lee ésta.

Era una breve nota de Franklin Clarke, en la que decía que al día siguiente llegaría a Londres y visitaría a Poirot.

—La acción está a punto de empezar, mon ami —declaró solemnemente mi amigo.

Capítulo XVIII
-
Poirot echa un discurso

Franklin Clarke llegó a las tres de la siguiente tarde y fue recto al asunto, sin entretenerse en circunloquios.

—Señor Poirot —dijo—, no estoy satisfecho.

—¿No?

—No dudo que Crome es un policía eficiente, pero francamente, me carga un poco. ¡Esa expresión suya de sabelotodo me ataca los nervios! Allá en Churston ya se lo dije a su amigo, pero he tenido que arreglar los asuntos de mi hermano y no he estado libre hasta ahora. Mi creencia, señor Poirot, es que no debemos dejar crecer la hierba bajo nuestros pies.

—Eso mismo dice siempre Hastings.

—Debemos ir rectos al asunto. Es necesario que nos preparemos para el próximo crimen.

—Entonces, ¿usted cree que habrá un próximo crimen?

—¿Usted no?

—Sí, también lo creo.

—Muy bien, entonces. ¿Quiere que nos organicemos?

—Explíquese mejor.

—Lo que yo propongo, señor Poirot, es la formación de una brigada compuesta de los amigos y parientes de las víctimas de ese loco.

—Une bonne idée.

—Me alegro de que la apruebe usted. Uniendo nuestros esfuerzos quizá consigamos descubrir algo. Además, cuando llegue el próximo aviso, al trasladarnos al lugar en que se ha de cometer el crimen, alguno de nosotros puede reconocer a alguna persona vista en uno de los anteriores escenarios.

—Comprendo lo que usted quiere, señor Franklin, pero debe recordar que los amigos y parientes de las demás víctimas no pertenecen a su esfera de vida. Son empleados y aunque obtengan algunas vacaciones...

Franklin Clarke se apresuró a interrumpirle.

—Tiene razón, yo soy la única persona en situación de poder financiar la empresa. No es que yo esté en muy buena situación, pero mi hermano era muy rico y su fortuna pasará a mí. Propongo el alistamiento de todos los que tienen algo que ver con los tristes sucesos, v formar con ellos una legión, cuyos miembros cobrarán por sus servicios lo mismo que ganan en sus trabajos habituales, añadiendo los gastos adicionales.

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