El misterio de la guía de ferrocarriles (13 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: El misterio de la guía de ferrocarriles
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Capítulo XIX
-
Una canción

Poirot regresó a su asiento, tarareando una canción. —Es una lástima que sea tan inteligente —murmuró.

—¿Quién?

—Mademoiselle Megan Barnard. En seguida se dio cuenta de que cuanto yo decía no tenía la menor importancia. Todos los demás se dejaron engañar.

—Pues a mí me pareció una cosa muy plausible.

—Plausible, sí. Eso fue lo que ella notó.

—Entonces no creías lo que estabas diciendo, ¿eh?

—Lo que decía se podía haber condensado, en una sentencia muy corta. En lugar de eso, estuve repitiendo ad libitum, sin que, aparte de la señorita Megan, se diera nadie cuenta de ello.

—Pero, ¿por qué?

—Eh bien... ¡para que las cosas siguieran su curso! ¡Para imbuir a todos de la impresión de que era necesario trabajar! ¡Para empezar, llamémosle así, las conversaciones!

—¿Y no crees que alguno de los caminos que has trazado pueda llevarte a algún sitio?

—Siempre existe esa posibilidad —rió secamente—, En medio de la tragedia empezamos la comedia.

—¿Qué quieres decir?

—El drama humano, Hastings. Reflexiona un momento. Tenemos tres muestras de seres humanos unidos por una tragedia común. En seguida y tout à part, empieza un

segundo drama. ¿Recuerdas mi primer caso en Inglaterra? ¡Hace muchos años de él! Pero el solo hecho de arrestar a uno de ellos, uní a dos seres que se amaban en silencio. ¡Sin el arresto jamás se hubieran confesado su amor! En medio de la muerte encontraron la vida, Hastings. El asesinato, lo he notado infinidad de veces, es un gran casamentero, no lo dudes.

—¡Estoy seguro de que ninguna de esas personas pensaba otra cosa que...! —protesté.

—¡Querido amigo! ¿Qué me dices de ti?

—¿De mí?

—Mais oui, cuando se marcharon, ¿no volviste tarareando una canción?

—Se puede hacer eso sin tener el corazón insensible.

—En efecto; pero esa canción me reveló tus pensamientos.

—¿De veras?

—Sí. Cantar es algo peligroso. Revela lo que piensa nuestro subconsciente. La canción que entonabas data, si no me engaño, de los días de la guerra, comme ça —y Poirot cantó con una abominable voz de falsete:

Unas veces adoro a las morenas

otras amo a una rubia,

llegada del mismo cielo.

por los campos de Suecia.

»¿Qué podía ser más revelador? Mas je crois que la Monde l'emporte sur la brunette!

—¡Poirot! —exclamé, enrojeciendo ligeramente.

—C'est tout naturel. ¿Observaste cómo Franklin Clarke se sentía en seguida arrastrado por una simpatía loca hacia mademoiselle Megan? ¿Cómo se inclinaba hacia ella, devorándole con la mirada? ¿Y no notaste lo mucho que tales demostraciones molestaban a mademoiselle Thora Grey? Y el señor Donald Fraser...

—Poirot —le dije—, eres un incorregible sentimental.

—¡Eso es lo último que soy! El sentimental eres tú, Hastings.

Estaba a punto de discutir calurosamente esa afirmación, cuando de pronto se abrió la puerta. Con indecible asombro, vi entrar a la señorita Thora Grey.

—Perdone que vuelva —dijo muy serena—, pero deseo contarle algo, señor Poirot.

—Perfectamente, mademoiselle. Tenga la bondad de sentarse.

Thora Grey se sentó, y vacilando, como si escogiera las palabras. dijo:

—Se trata de lo siguiente, señor Poirot El señor Clarke tuvo la generosidad de darle a entender que yo había abandonado voluntariamente Combeside. Es muy bondadoso y leal. Fue lady Clarke quien deseó que me marchase. Puedo presentar varias excusas a esa decisión de la señora. Está muy enferma y a menudo su cerebro se enturbia a causa de las medicinas que le administran. Esto la hace sumamente suspicaz. Me tomó una gran antipatía, y a pesar del mucho trabajo que aún exige :a colección, insistió en que abandonara la casa.

No pude por menos de admirar el valor de la joven, No intentó vanagloriarse, como hubiera hecho cualquier otro, y fue recta a la verdad, con una maravillosa franqueza. Me sentí lleno de admiración sincera y profunda simpatía hacia ella.

—¡Es muy meritorio que haya usted venido a contarnos eso! —dije.

—La verdad debe decirse siempre —replicó con una sonrisita—. No quiero escudarme detrás de la caballerosidad del señor Clarke.

Era indudable que la secretaria admiraba extraordinariamente a Franklin Clarke, y una señal de ello era la luz que brillaba en sus ojos al hablar del joven.

—Ha sido usted muy honrada, mademoiselle —le dijo Poirot.

—Para mí ha sido una bofetada muy dolorosa —murmuró tristemente Thora—. Nunca creí que mi presencia disgustara tanto a lady Clarke. En realidad, suponía que me apreciaba. En fin, una vive y sueña.

Se puso en pie.

—Esto es todo cuanto tenía que decirle. Adiós.

La acompañé hasta la puerta y en cuanto estuve de regreso junto a mi amigo, dije:

—Realmente es una muchacha valiente.

—O calculadora.

—¿Qué quieres decir?

—Que tiene la cualidad de prever los acontecimientos. Miré dubitativamente a Poirot y dije:

—Es una mujer muy atractiva.

—Y viste muy bien. Su traje de crépe morocain y el re— nard... dernier cri!

—Eres un verdadero modista, Poirot. Yo nunca me fijo en lo que llevan las personas.

—Pues deberías ingresar en una colonia de nudistas. Antes de que pudiera replicar adecuadamente, siguió:

—Has de saber, Hastings, que no puedo apartar de mi cerebro la idea de que en la conversación de esta tarde se ha dicho algo muy significativo. Es extraño... Sé que se trata de una impresión que no he podido captar... Esto me recuerda algo que he oído, visto o notado...

—¿En Churston?

—No, ha sido antes... No importa, ya lo recordaré.

Me miró fijamente, tal vez no le había prestado toda la atención que él deseaba, se echó a reír, y empezó a cantar.

—Es un ángel, ¿verdad? Llegado del mismo cielo, por los campos de Suecia...

—¡Poirot! —exclamé—. Vete al diablo.

Capítulo XX
-
Lady Clarke

Nuestra segunda visita a Combeside nos mostró el lugar sumido en honda melancolía. Tal vez se debía esto al tiempo: era un húmedo día de setiembre en que el otoño se adivina ya muy próximo. También se debió a la oscuridad que reinaba en la planta baja de la casa, cuyas puertas y ventanas estaban herméticamente cerradas. La mal aireada habitación donde nos hicieron esperar parecía oler a humedad y polvo.

Una enfermera de aspecto firme y decidido entró al poco rato en la habitación, arreglándose los rizos que se escapaban por debajo de su cofia.

—¿El señor Poirot? —preguntó secamente—. Soy la señorita Capstick. He recibido una carta del señor Clarke anunciándome su visita.

Poirot se apresuró a informarse de la salud de lady Clarke.

—No es del todo mal, teniendo en cuenta las circunstancias.

Sin duda esas circunstancias se referían a la sentencia de muerte de la enferma.

—Desde luego —continuó la enfermera—, no se puede esperar una mejoría importante, pero el nuevo tratamiento la ha aliviado bastante. El doctor Logan se muestra bastante satisfecho.

Pero lady Clarke no puede curarse, ¿verdad?

—Eso es algo que no se puede asegurar —replicó la señorita Capstick, algo extrañada por el interrogatorio de Poirot.

—La muerte de su marido debió de ser un golpe terrible para ella, ¿verdad? —siguió mi amigo.

—Pues..., señor Poirot, en realidad no fue así, mejor dicho, no fue para lady Clarke un golpe tan terrible como hubiera sido para una persona en perfecto estado de salud y de sus facultades mentales. La enfermedad que sure quita importancia a todos los hechos.

—Perdone mi interrogatorio: ¿podría decirme si lady Clarke amaba profundamente a su marido y era correspondida?

—¡Ya lo creo! Eran una pareja muy feliz. El pobre señor Clarke estaba muy preocupado e inquieto por ella. Una situación así es siempre peor para un médico, pues no puede hacerse falsas ilusiones. Al principio el doctor debió de sufrir mucho.

—¿Al principio? ¿Luego no?

—Uno se acostumbra a todo, ¿verdad? Además, sir Carmichael tenía una colección. Una ocupación es un gran consuelo para un hombre. A menudo iba de compras y después él y la señorita Grey tenían trabajo para días arreglando el museo.

—¡Ah!, la señorita Grey. Se ha marchado hace poco, ¿verdad?

—Sí, yo lo sentí mucho, pero las enfermas cometen muchas rarezas. Es inútil discutir y vale más darle la razón. La señorita Grey lo sintió mucho.

—¿Sintió siempre lady Clarke antipatía hacia la secretaria de su marido?

—No, antipatía no sintió nunca. Al principio puede decirse que no simpatizó con ella. Pero no debo entrometerme más comadreando. Lady Clarke se pregunta qué ha sido de— nosotros.

La señorita Capstick nos guió hasta una habitación del primer piso. Lo que antes había sido dormitorio hallábase ahora convertido en una agradable salita.

Lady Clarke hallábase sentada en un cómodo sillón junto a la ventana. Estaba enfermizamente delgada y su rostro tenía la demacrada palidez de una persona que sufre mucho. Su mirada era ligeramente soñadora y noté que sus pupilas no eran mayores que una punta de alfiler, desde luego valga la exageración.

—El señor Poirot —anunció respetuosamente la enfermera.

—¡Ah!, sí, el señor Poirot —murmuró vagamente lady Clarke al mismo tiempo que extendía la mano.

—Lady Clarke, le presento a mi amigo el capitán Hastings.

—¿Cómo están ustedes? Han sido muy buenos viniéndome a ver.

Obedeciendo a un débil ademán de la enferma, nos sentamos junto a ella. Durante unos minutos reinó el más profundo silencio. Lady Clarke parecía haberse sumido en un hondo sueño. Al fin hizo un esfuerzo y empezó.

—Se trata de Car, ¿verdad? —preguntó—. De la muerte de Car. Sí, sí, ya recuerdo. —Lanzó un suspiro, continuando tan alejada del mundo como antes—. Nunca creímos que las cosas tomaran este rumbo —murmuró—. ¡Estaba tan segura de ser yo la primera...!

—De las siguientes palabras sólo percibimos el movimiento de sus labios. Car era muy fuerte —prosiguió—. Maravillosamente fuerte para su edad. Nunca estaba enfermo. Estaba cerca de los sesenta años. pero no representaba más de cincuenta... ¡Sí, muy fuerte!..

De nuevo se sumió en sus sueños. Poirot, que estaba habituado a los efectos de ciertas drogas sobre el organismo, no pronunció una palabra.

—Sí, han sido muy buenos viniendo. Me olvidaría de decírselo a usted, señor Poirot. Espero que Franklin no cometa ninguna locura. A pesar de los tumbos que ha dado por el mundo sigue siendo un niño... Todos los hombres son iguales... Siempre son chiquillos... Y Franklin sobre todo.

—Es muy impulsivo —dijo Poirot.

—Sí, sí... Y todo un caballero. Todos los hombres lo son. Hasta Car lo era... —La voz de la enferma se apagó en un susurro.

Movió la cabeza con febril impaciencia y prosiguió:

—Todo es tan vago. El cuerpo es un estorbo, señor Poirot. Sobre todo cuando nos domina. No se puede pensar más que en el dolor. Lo otro carece de importancia.

—Lo comprendo, lady Clarke. Es una de las tragedias de esta vida.

—¡Y cómo me atonta! En estos momentos no puedo, por más que hago, recordar por qué le he mandado llamar.

—¿Era algo acerca de la muerte de su marido?

—¿La muerte de Car? Sí, tal vez... Pobre loco... El asesino, quiero decir. Es a causa del estrépito y la velocidad de nuestros días. Mucha gente no puede soportarlo. A mí los locos siempre me han—dado lástima. Sus pobres cerebros deben de imaginar unas cosas tan raras. Después, al ser encerrados, deben de sufrir horriblemente. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer si se convierten en asesinos? —La dama movió dolorida la cabeza—. No le han cogido aún, ¿verdad? —preguntó.

—No, no; todavía no.

—Aquel día debió de rondar alrededor de esta casa. —Había muchos forasteros, Lady Clarke. Es la temporada de baños.

—Es verdad, lo olvidaba... Pero los bañistas acostumbran frecuentar las playas, no las alturas, y menos los alrededores de esta casa.

—Ningún forastero fue visto cerca de este lugar.

—¿Quién lo ha dicho? —preguntó con súbito vigor la enferma.

Poirot pareció ligeramente desconcertado.

—Los criados —contestó—. La señorita Grey. —Esa muchacha miente —aseguró la enferma.

Estuve a punto de salir de mi asiento, pero me contuvo una rápida mirada de Poirot.

Lady Clarke seguía hablando febrilmente.

—No me gusta esa mujer. Nunca me ha gustado. Car la tenía por el ser más perfecto del mundo. Siempre estaba diciendo que era una pobre huérfana sola en la tierra. ¿Qué inconveniente significa ser huérfano? A veces es una bendición disfrazada. El tener un padre que no sirve para nada y una madre que cada día se emborracha, es algo que uno puede lamentar. Decía que era muy valiente y trabajadora. No niego que hiciese bien su trabajo, pero no sé de dónde sacaba mi pobre marido su valor.

—No se excite, señora —intervino la enfermera—. Es preciso que no se canse.

—¡Pronto la alejé de mi presencia! Franklin tuvo la impertinencia de insinuar que esa Grey sería un alivio para mí. ¡Un alivio! «¡Cuanto antes la pierda de vista, mejor!», fue lo que le contesté. Franklin es un tonto. No quería verle enredado con ella. ¡Es un chiquillo insensato! «Le pagaré el sueldo de tres meses, si quieres», le dije. «Pero es necesario que se marche. No quiero tenerla ni un día más en casa.» La ventaja de estar enferma consiste en que nadie le discute a una sus decisiones. Franklin hizo lo que yo le pedía y la Grey se marchó. Supongo que lo hizo como una mártir, llena de dulzura y valor.

—Por favor, señora, no se altere. Es muy malo para su salud.

Lady Clarke apartó bruscamente a la señora Capstick. —Usted estaba tan loca por ella como lo estábamos los demás.

—¡Por Dios, señora, no hable usted así! La señorita Grey me parecía una joven muy simpática. Su aspecto era muy romántico. Parecía sacada de una novela.

—¡No sé cómo tengo paciencia para soportar a todos ustedes! —murmuró la enferma.

—Ahora ya se ha marchado, señora. Se ha marchado del todo.

—¿Por qué dijo usted que la señorita Grey mentía? —preguntó Poirot.

—Porque es una mentirosa. Le dijo que ningún desconocido se había acercado a esta casa, ¿verdad?

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