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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El misterio de la guía de ferrocarriles (16 page)

BOOK: El misterio de la guía de ferrocarriles
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Desde luego, mi caso era bastante particular. pues era completamente imposible que ni una sola vez pudiera clavar la mirada en A. B. C. Sin embargo, como era necesario separarnos para cubrir una mayor extensión de terreno, sugerí que yo podía actuar como escolta de alguna de las damas.

Poirot, con brillo en los ojos, accedió a mi demanda Las jóvenes salieron a ponerse los sombreros. Donaald Fraser, de pie junto a la ventana, miraba a la calle, sumido en sus meditaciones.

Franklin Clarke le miró un momento y decidiendo sin duda que estaba demasiado abstraído para contar como oyente. bajó un poco la voz y dirigiéndose a Poirot preguntó.

—óigame —le dijo— Usted vio a mi cuñada en Churston. ¿Dijo.. o insinuó... sugirió...? —se interrumpió embarazado

La réplica de Poirot fue acompañada de tal expresión de inocencia que despertó mis mayores sospechas.

—Comment? ¿Que si su cuñada insinuó, o dijo, o sugirió?

Franklin enrojeció vivamente.

—Tal vez creo que éste no es el momento de tratar de asuntos personales.

—Du tout!

—Pero me gustaría previamente poner las cosas en orden.

—Excelente deseo.

Creo que al fin Clarke empezó a sospechar de la buena disposición de ánimo de mi amigo. Así, añadió con voz tranquila

—Mi cuñada es una excelente persona. Siempre la he apreciado enormemente.., pero ha estado enferma bastante tiempo, y a causa de su enfermedad y de las drogas que le dan.. Bueno, quiero decir que sus medicinas han alterado un poco la buena marcha de su cerebro y se imagina cosas que no son acerca de otras personas.

—i Ah!

No cabía el menor error en el parpadeo de Poirot. Pero Franklin Clarke, absorto en su diplomática tarea, no lo notó.

—Se trata de Thora... de... la señorita Grey —aclaró.

—¡Oh! ¿Se refiere usted a la señorita Grey? —el tono de Poirot estaba cargado de inocente sorpresa.

—Sí. Lady Clarke ha albergado cien ideas en su mente. Thora... es una muchacha muy bonita...

—Si, realmente —concedió Poirot.

—Y las mujeres, hasta las mejores no sienten simpatía por las que son hermosas. Desde luego, Thora era inapreciable para mi hermano (siempre decía que era la mejor secretaria que había tenido). Y la estimaba en mucho. Desde luego. ese aprecio era recto. Quiero decir que Thora no es de esas mujeres...

—¿No?

—Pero a mi cuñada se le metió en la cabeza ser... celosa. Nunca demostró nada, pero después de la muerte de Car, cuando se trató de la señorita Grey... pues, Charlotte se mostró intransigente. Desde luego, todo es debido a la enfermedad, y la enfermera asegura que no debe tenérsele en cuenta... —hizo una pausa.

—Bien —murmuró Poirot.

—Lo que yo deseo que comprenda, señor Poirot, es que no hay nada en ello. Se trata sólo de las fantasías de una enferma. Mire... —rebuscó en los bolsillos—. Aquí tengo una carta que recibí de mi hermano mientras estaba en Malasia. Me gustaría que la leyese, para que viera en qué términos se llevaba con la señorita Grey.

Poirot tomó la carta y Franklin, inclinándose sobre él, le enseñó con el dedo varios pasajes, que leyó en voz alta... las cosas siguen aquí como de costumbre. Charlotte está menos aquejada por los dolores. Quisiera que hubiesen desaparecido por completo. ¿Te acuerdas de Thora Grey? Es una muchacha excelente y una ayuda mucho más grande de cuanto puedo decirte. Sin ella no sé que hubiera hecho en estos tiempos. Su simpatía e interés son infalibles. Tiene un exquisito gusto para las cosas hermosas y comparte mi pasión por el arte chino Fue para mí una verdadera suerte encontrarla. Ni una hija sería una compañera más amable. Su vida ha sido difícil y no siempre feliz, pero me hace feliz comprobar que ahora tiene un hogar y un verdadero afecto.

—¿Lo ve? —dijo Franklin. Esto es lo que mi hermano sentía por ella. La tenia como a una hija. Lo que me apena es el hecho de que tan pronto como mi hermano ha muerto su esposa la ha echado de casa. ¡Las mujeres son realmente malas, señor Hércules Poirot!

—Recuerde que su cuñada está gravemente enferma. —Ya lo sé. Lo recuerdo muy a menudo. No se la debe

juzgar. De todas formas, creí que debía enseñarle a usted esta carta evitando que forme usted un falso juicio de Thora. ¡Pobre muchacha!

Poirot devolvió la carta.

—Puedo asegurarle —dijo sonriendo— que jamás me permití falsas impresiones a causa de lo que se me dice. Las formo de propios juicios.

—Bien —dijo Clarke, guardando la misiva—. De todas formas, me alegro de haberle mostrado la carta. Ahí vienen las señoras. Es hora ya de salir.

Al abandonar la estancia, Poirot me llamó aparte.

—¿Estás decidido a acompañar la expedición, Hastings? —me preguntó.

—¡Ya lo creo! ¡No podría quedarme aquí inactivo!

—Lo mismo que la del cuerpo, existe la inactividad de la mente. ¿Es verdad que deseas acompañar a una de las damas?

—Ésa es mi intención.

—¿Y a qué dama piensas honrar con tu compañía?

—Pues... aún no lo he pensado.

—¿Qué te parece la señorita Barnard?

—Me parece que es una joven bastante independiente.

—¿Y la señorita Grey?

—La creo preferible.

—Te encuentro transparentemente deshonesto, Hastings! ¡Desde que ha amanecido no has tenido otro deseo que pasar el día con tu rubio ángell

—¡Poirot I

—Siento echar por tierra tus proyectos. pero te suplico que escoltes a otra persona.

—Perfectamente Veo que siente— una gran debilidad por esa muñeca holandesa de Megan Barnard.

—La persona a quien debes acompañar en Mary Drower y te encargo que no te apartes de ella.

—Pero, ¿por qué, Poirot?

—Porque su nombre empieza con «D», amigo mío. No debemos correr riesgos.

Vi en seguida lo justo de su indicación. Al principio me pareció un poco exagerado su temor, pero comprendí inmediatamente que si A. B. C. odiaba a muerte a Poirot, podía estar perfectamente informado de sus movimientos. En este caso, la eliminación de Mary Drower podría parecerle un golpe maestro. Por ello me prometí ser digno de su fe.

Me marché, dejando a Poirot sentado junto a la ventana. Frente a él tenía una pequeña ruleta. En el momento en que yo salía la hizo rodar, y en seguida me llamó.

—Rojo es un buen presagio, Hastings. ¡La suerte cambia! ¿No te parece?

Capítulo XXIV
-
(Aparte del relato del capitán Hastings)

Entre dientes, el señor Leadbetter lanzó un gruñido de impaciencia cuando su vecino se puso en píe y vaciló un momento al pasar ante él, dejando caer su sombrero en el asiento frontero e inclinándose en seguida para recogerlo.

Todo esto es el momento culminante de «Ningún Gorrión», el espectacular y emocionante drama que desde hacía una semana el señor Leadbetter estaba ansiando ver.

La rubia heroína, encarnada por Katherine Royal (en opinión del señor Leadbetter la mejor actriz cinematográfica del mundo), lanzaba en aquel momento un grito de indignación.

—«¡Nunca! ¡Antes moriré de hambre! ¡Pero no desfalleceré! Recuerda estas palabras: Ningún gorrión cae...» Enfadado, el señor Leadbetter movió la cabeza de derecha a izquierda. ¡Qué gentes! ¡Por qué no pueden esperar el final de las películas! ¡Escoger un momento tan emocionante para abandonar la sala!

¡Ah, aquello ya era mejor! El molesto caballero ya había pasado. Al señor Leadbetter se le ofrecía una amplia perspectiva de la pantalla y de Katherine Royal de pie junto a la ventana de la mansión de Van Schneider en Nueva York.

La escena siguiente se desarrollaba en un tren. ¡Qué trenes más raros tienen en América! ¡No se parecen en nada a los ingleses!

—¡Ah!, allí aparecía Steve en su cabaña del bosque... La película siguió su curso hasta su emocionante final. El señor Leadbetter lanzó un suspiro de alivio cuando las luces se encendieron.

Se levantó lentamente, parpadeando un momento. Nunca se apresuraba a salir del cine. Le costaba unos minutos regresar a la prosaica realidad de la vida vulgar. Miró a su alrededor. Poco público aquella tarde, naturalmente. Todos estaban en las carreras. El señor Leadbetter no aprobaba las carreras de caballos, ni los juegos de naipes, ni el vicio de fumar o de beber. Esto le dejaba mayores energías para disfrutar de las películas.

Todos se apresuraron hacia la salida. El señor Leadbetter se dispuso a seguirles. El hombre sentado ante él estaba dormido, derrumbado en su butaca. El señor Lead-better contuvo difícilmente su indignación al pensar que existía gente capaz de dormirse con un drama como «Ningún Gorrión».

Un airado caballero decía al durmiente, cuyas piernas le cerraban el paso:

—¿Me hace el favor, señor?

El señor Leadbetter llegó a la salida. Miró hacia atrás. Parecía ocurrir algo. Un acomodador... un grupito de gente... Tal vez el espectador estaba borracho coma una cuba.

Vaciló un momento y al fin siguió adelante. Y haciendo esto se perdió la nota sensacional del día... Más sensacional que el hecho de que «Not Half» ganase la carrera de Saint Leger, pagándose las apuestas 85 a 1.

El acomodador estaba diciendo:

—Creo que tiene razón, señor... Está enfermó... Pero, ¿qué pasa?

El interrogado había retirado la mano derecha, lanzando una exclamación y contemplaba un. mancha rojiza.

—¡Sangre!

El acomodador lanzó una exclamación ahogada.

Había vislumbrado el borde de algo amarillo que aparecía debajo de la butaca.

—¡Dios santo! —exclamó—. Es una «A. B. C.»

Capítulo XXV
-
(Aparte del relato del capitán Hastings)

El señor Cust salió del cine Regal y miró al cielo. Una tarde hermosa. Una tarde realmente hermosa...

Una cita de Browning le acudió a la mente. «Dios está en su cielo. Todo va bien en el mundo.» Siempre le había gustado este pasaje. Sólo que a menudo le había parecido falso.

Siguió calle adelante sonriendo, hasta que llegó al «Cisne Negro». donde se hospedaba.

Subió a su cuarto, una pequeña y calurosa habitación del segundo piso con ventana a un patio interior que hacía las veces de cochera.

Al entrar en el aposento su sonrisa se desvaneció súbitamente. En la manga, cerca del puño, descubrió una manchita. La tocó levemente y retiró el dedo húmedo de... sangre.

Metió la mano en el bolsillo y sacó algo... un largo y fino cuchillo. La hoja estaba también manchada de sangre. El señor Cust permaneció sentado unos segundos. Hubo un momento en que su mirada recorrió la habitación. Parecía un animal acosado.

Se humedeció los labios febrilmente. —No es culpa mía —dijo.

Parecía disculparse ante alguien. Como un colegial ante su maestro.

De nuevo se humedeció los labios... Y de nuevo también tocó la mancha de su manga.

Su mirada se posó en el lavabo.

Un segundo después llenaba la palangana con el agua de una vieja ,jarra. Quitándose la americana, lavó cuidadosamente la manga, escurriendo un segundo el agua.

¡Oh! El agua estaba teñida de rojo. Una llamada a la puerta.

El hombre permaneció inmóvil, corno petrificado, fija la vista en la puerta.

Ésta se abrió. Una regordeta jovencita entró con una jarra en la mano.

—¡Oh, perdón, señor! El agua caliente.

—Muchas gracias... —pudo decir al fin—. Me he lavado con agua fría.

¿Por qué había dicho esto? Inmediatamente su mirada fue al lavabo.

—Me he... cortado en la mano —tartamudeó.

Hubo una pausa... sí, realmente una pausa muy larga, antes de que la criada dijera:

—Bien. señor —y salió, cerrando la puerta. El señor Cust se quedó como de piedra.

El fin había llegado. Escuchó.

¿Se oían voces... exclamaciones... pasos en la escalera? No pudo oír nada, excepto el latido de su corazón.

De pronto, abandonando su pétrea inmovilidad, se puso en movimiento.

Se puso la americana y dirigiéndose de puntillas a la puerta la abrió. Ningún ruido todavía. excepto el familiar murmullo que subía del bar. Se deslizo escalera abajo.

Nadie aún. Era una suerte. Hizo una pausa al pie de la escalera. ¿Por qué camino?

Tomando una decisión, se encaminó rápidamente hacia el patio, por un estrecho pasillo. Unos chóferes estaban de pie junto a sus coches, discutiendo sobre los caballos ganadores.

El señor Cust atravesó presuroso el patio y salió a la calle.

Torció a la derecha, luego a la izquierda, de nuevo a la derecha.

¿Se atrevería a arriesgarse yendo a la estación?

Sí, el lugar estaría lleno de gente... trenes especiales... Si la suerte le acompañaba, lo llevaría a cabo felizmente. Si por lo menos le acompañara la suerte...

Capítulo XXVI
-
(Aparte del relato del capitán Hastings)

El inspector Crome escuchaba las nerviosas explicaciones del señor Leadbetter.

—Le aseguro, señor inspector, que el corazón se me detiene al pensarlo. ¡Durante todo el programa estuvo sentado junto a mí!

Indiferente por completo a las dolencias del corazón del señor Leadbetter. el inspector Crome dijo:

—¿Quiere explicarse con claridad? El hombre en cuestión se levantó hacia el final de la película larga...

—«Ningún Gorrión», Katherine Royal —murmuró automáticamente el señor Leadbetter.

—Pasó ante usted y tropezó.

—Hizo ver que tropezaba, ahora lo comprendo Luego se inclinó sobre el asiento de delante para recoger su sombrero. Entonces debió de apuñalar al pobre hombre.

—¿No oyó nada? ¿Ningún grito? ¿O un gemido? ¿Ni un suspiro?

El señor Leadbetter no había oído otra cosa que los lamentos de Katherine Royal, mas en su viva imaginación invento un gemido.

El inspector Crome valoró el gemido en su justo precio e indicó al señor Leadbetter que podía continuar.

—X entonces salió...

—¿Puede describirlo?

—Era un hombre muy alto. Un metro ochenta, al menos. Un gigante.

—¿Rubio o moreno?

—Pues... pues.. No estoy seguro. Creo que era calvo. Un hombre de aspecto siniestro.

—¿No cojeaba?

—Sí, sí... Ahora que lo dice creo que cojeaba. Era muy moreno. Sin duda un mestizo.

—¿Estaba sentado junto a usted cuando se encendieron las luces antes de la película larga...?

—No, vino después de haber empezado «Ningún Gorrión».

El inspector Crome asintió, tendiendo al señor Leadbetter su declaración para que la firmase.

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