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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El misterio de la guía de ferrocarriles (18 page)

BOOK: El misterio de la guía de ferrocarriles
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Tom descansó un momento y prosiguió:

—Después del crimen de Doncaster leí lo que traían los periódicos La descripción del asesino estaba de acuerdo con la del señor Cust y las iniciales de sus nombres y apellidos con A. B. C. Además, las fechas de los primeros crímenes concuerdan con ausencias del señor Cust, o sea que siempre que A. B. C. mataba a alguien, él desde luego estaba fuera de Londres.

El inspector escuchaba atentamente, tomando de cuando en cuando alguna nota.

—¿Eso es todo? —preguntó.

—Sí, señor. Le aseguro que si he venido aquí ha sido por creer que podía ayudar a la policía.

—Muy bien. Ha hecho perfectamente viniendo, y se lo agradecemos profundamente. Desde luego, las pruebas son muy leves y puede tratarse simplemente de una coincidencia de iniciales y fechas. Sin embargo, ¿me permiten interrogarle? ¿Está ahora en casa?

—Sí, señor.

—¿Cuándo volvió?

—La tarde del crimen de Doncaster.

—¿Qué ha hecho desde entonces?

—Se ha pasado la mayor parte del tiempo en casa. Dice la señora Marbury que se porta de una manera muy rara. Compra una infinidad de periódicos. Se levanta a primera hora y compra los de la mañana y en cuanto oscurece sale por los de la noche. Parece que se está volviendo loco.

—¿Dónde vive la señora Marbury? —preguntó Crome. Tom se lo indicó.

—Muchas gracias. Seguramente hoy mismo le haré una visita. No creo necesario advertirle la importancia de que no repita ni una palabra de cuanto hemos hablado. Muchas gracias por todo, señor Hartigan.

—¿Qué le parece, señor? —preguntó unos momentos más tarde el sargento Jacobs, regresando de acompañar a Tom Hartigan.

—La cosa promete. Eso si lo que nos ha contado el muchacho es verdad. Hasta ahora no hemos tenido suerte con los fabricantes de medias. Lo mejor sería que envíe

a dos hombres para que vigilen a ese pájaro de Camden Town, pero procurando no asustarle. Quiero hablar con el asistente. Luego creo que lo mejor será traer aquí a ese Cust y pedirle que haga una declaración completa.

Tom Hartigan se había reunido con Lily Marbury, que le esperaba fuera, en el Embankement.

—,¿Todo bien, Tom? El joven asintió.

—He visto al inspector Crome.

—¿Qué aspecto tiene?

—El de un hombre como otro cualquiera.

—¿Y qué ha dicho?

Tom hizo un breve resumen de la entrevista.

—Así, creen que él ha sido el asesino, ¿verdad?

—Creen que puede serlo. Hoy mismo sin falta irán a interrogarle.

—¡Pobre señor Cust!

—No hay que llamarle pobre. Piensa que si es realidad A. B. C.. ha cometido cuatro asesinatos.

Lily movió la cabeza y lanzó un suspiro.

—¡Es horrible! —murmuró.

—Bueno, ahora lo que tenemos que hacer es comer un poco. Piensa que si nuestras sospechas son ciertas mi nombre aparecerá en los periódicos.

—¡Oh, Tom! ¿De veras?

—¡Ya lo creo! Y el tuyo también. Y el de tu madre. Y casi aseguraría que hasta publicarán tu retrato.

—¡Oh, Tom! —y Lily se sumió en un éxtasis.

—¿Qué te parece si mientras llega todo eso nos fuésemos a Corner House?

Lily vaciló.

—Anda, vamos.

—Está bien, pero tendrás que esperar un momento. He de telefonear.

—¿A quién?

—A una amiga mía a quien tenía que ir a ver.

Cruzó la calle y tres minutos más tarde se reunía de nuevo con su novio. En su rostro se encendía un vivo rubor.

—Vamos ya, Tom. Cuéntame más cosas de Scotland Yard. ¿No viste allí al otro?

—¿A qué otro?

—Al belga. Ese a quien escribe A. B. C.

—No, no estaba allí.

—Es igual, explícame lo que viste.

***

El señor Cust colgó el teléfono y se volvió hacia la señora Marbury. que desde el otro extremo de la habitación le miraba devorada por la curiosidad.

—Recibe usted pocas llamadas telefónicas, señor Cust.

—Sí, muy pocas, señora Marbury.

—Espero que no se tratará de ninguna mala noticia.

—No, no.

—¡Qué pesada era aquella mujer! Con el rabillo del ojo leyó en el periódico que llevaba en la mano: «Casamientos.

—Nacimientos.

—Muertes.»

—Mi hermana ha tenido un niño —dijo al fin. ¡Él que nunca había tenido una hermana!

—¡Oh, qué bien! ¡Qué noticia más agradable!

—¡Qué hombre! En tantos años jamás se le había ocurrido mencionar el hecho de que tenía una hermana—. Le aseguro que me sorprendió cuando una voz de mujer me pidió hablar con el señor Cust. Al principio creí que era la voz de Lily, sólo que ésa era más aguda. Bien. señor Cust, le felicito. ¿Es su primer sobrino?

—Es el único que he tenido y... tendré. Bueno, tengo que marcharme en seguida. Si me doy prisa, aún podré tomar el tren.

—¿Estará fuera mucho tiempo, señor Cust?

—No, no. Dos o tres días.

El señor Cust desapareció dentro de su cuarto y la señora Marbury se retiró a la cocina, pensando en el encantador sobrino del señor Cust.

Éste descendió poco después por la escalera. Llevaba una maleta en la mano. Su mirada se posó un momento en el teléfono y la breve conversación sostenida poco antes volvió a sonar en sus oídos.

«—¿Es usted, señor Cust? Creo que le interesaría saber que un inspector de Scotland Yard vaya tal vez a verle hoy mismo...»

¿Qué había contestado a esto? No podía recordarlo. «—Muchas gracias... muchas gracias... Muy amable.» Sí, fue algo por el estilo.

¿Por qué le había telefoneado Lily? ¿Era posible que sospechara...? ¿Seria acaso que le avisaba para que no se moviese de casa hasta que llegara el inspector?

Pero, ¿cómo sabia que el inspector tenía que ir a verle? Además, falseó la voz para engañar a su madre.

Todo daba a entender que Lily sabía... Pero si realmente supiera no habría...

Las mujeres son muy raras. A veces muy buenas y a veces muy crueles. Una vez había visto a Lily soltar a un ratón cogido en una trampa.

Una buena muchacha.

Una buena y hermosa muchacha.

Se detuvo junto al perchero del recibidor. ¿Debería...?

Un ligero ruido llegado de la cocina le hizo decidirse. No, no había tiempo... La señora Marbury podría salir...

Abrió la puerta de la calle y salió, cerrando tras él. ¿Dónde...?

Capítulo XXIX
-
En Scotland Yard

Otra conferencia.

El asistente, el inspector Crome, Poirot y yo. El asistente decía:

—Fue una buena idea la suya, señor Poirot. Lo de buscar una importante venta de medias ha dado buen resultado.

Poirot separó las manos.

—Era lo indicado. Ese hombre no podía ser un agente regular. Lo mismo vendía medias que otra cosa.

—¿Está todo claro, inspector?

—Sí. señor —consultó una larga lista—. ¿Quiere que le lea lo que hemos descubierto?

—Sí, haga el favor.

—Me he puesto en contacto con Churston. Paignton y Torquay. Tengo una lista de personas a quienes ofreció medias. Hay que decir que lo hizo perfectamente. Se hospedó en Pitt, pequeño hotel cerca de la torre Station. La noche del crimen volvió al hotel a las diez y media. Pudo tomar el tren en Churston a las diez y cinco, llegando a Paignton a las diez y cuarto. Ni en el tren ni en la estación se le vio, pero aquel jueves se corría la regata de Darmouth y los trenes que venían de Kingswear iban atestados.

»En Bexhill ocurrió casi lo mismo. Se hospedó en el Globe con su verdadero nombre. Ofreció medias en distintas casas, inclusive en la de los Barnard y el café Ginger. Abandonó el hotel al atardecer. Llegó a Londres a las once y media del día siguiente. En cuanto a lo de Andover, idéntico procedimiento. Se hospedó en el Faethers. Ofreció medias a la señora Fowier, vecina de la señora Ascher, y a otras cuantas personas. El par de medias que compró la señora Ascher y que me ha entregado su sobrina es idéntico a las que encontramos en la maleta de Cust.

—Hasta ahora todo va bien —dijo el asistente con satisfacción.

—De acuerdo con los informes recibidos —siguió el inspector—, me dirigí a la dirección que me dio Hartigan, pero me encontré con que Cust había abandonado la casa media hora antes. Me dijeron que habia recibido una llamada telefónica. Según declaración de su patrona, era la primera vez que esto ocurría.

—¿Un cómplice? —sugirió el asistente.

—No lo creo —replicó Poirot—. Es extraño que... a me— nos que...

Todos nos miramos inquisitivamente. Movió la cabeza y el inspector continuó:

—Hice un minucioso registro del cuarto que había ocupado. Esto acabó de desvanecer todas las dudas. Encontré un bloc de papel exacto al que sirvió para escribir las car— tas, una gran cantidad de medias y calcetines y, detrás del armario donde se guardaban las medias, un paquete con ocho guías «A. B. C.» completamente nuevas.

—Una prueba positiva —dijo el asistente.

—He encontrado otra cosa, además —y la voz del inspector se humanizó con el acento de triunfo—. No lo he descubierto hasta esta mañana. En la biblioteca no se halló ni rastro del cuchillo...

—Hubiera sido propio de un imbécil conservar semejante prueba.

—Hay que tener en cuenta que no se trata de un ser normal —hizo notar el inspector—. Se me ocurrió que pudo llevar consigo el cuchillo, y una vez en su habitación, dándose cuenta del peligro de ocultarlo allí, haber buscado otro lugar. ¿Qué lugar era lógico que escogiera? Lo descubrí en seguida. El perchero. Nadie mueve jamás un perchero. Con bastante trabajo logré apartarlo de la pared... y ¡allí estaba!

—¿El cuchillo?

—Sí. No cabe la menor duda acerca de él. Aún conserva la sangre seca.

—¡Buen trabajo, Crome! —aprobó el asistente—. Sólo nos falta una cosa ahora.

—¿Cuál? —El hombre.

—Lo cogeremos. No tema —aseguró confiado el inspector.

—¿Qué dice usted, señor Poirot?

Mi amigo pareció despertar de un sueño.

—¿Cómo?

—Decíamos que es sólo cuestión de tiempo detener a nuestro hombre. ¿No lo cree usted?

—¡Oh. sí! ¡Ya lo creo!

La extraña entonación que dio a estas palabras hizo que los demás le mirásemos sorprendidos.

—¿Le preocupa algo. señor Poirot?

—Hay algo que me preocupa mucho. Es el porqué, el motivo.

—Pero, amigo mío, ¡el hombre ese está loco!

—Comprendo lo que quiere decir el señor Poirot —intervino el inspector Crome—. Tiene razón Debe existir algo, alguna obsesión definida. Creo que encontraremos la raíz del asunto en algún intensificado complejo de inferioridad. Puede ser manía persecutoria, y en este caso puede haber asociado con ella al señor Poirot. Tal vez tenga la idea de que el señor Poirot es un detective empleado en perseguirle.

—¡Hum! —musitó el asistente—. Esta es la jerga que se habla ahora. En mis tiempos si un hombre estaba loco, estaba loco, y no buscábamos términos científicos para suavizar la demencia. Estoy seguro que uno de esos médicos modernos nos diría que a un hombre como A. B. C. hay que trasladarlo a un sanatorio y tenerlo un par de meses al cuidado de una enfermera que le repitiese a toda hora lo buen chico que es. Transcurrido este tiempo lo soltaría como si fuese un miembro responsable de la sociedad. Poirot sonrió, guardando silencio. La conferencia terminó.

—Bien —dijo el asistente—. Como dice usted. Crome, el detener al asesino es sólo cuestión de tiempo.

—Ya le tendríamos en nuestro poder si no fuera por su aspecto tan vulgar. Hemos molestado a un sinfín de personas inocentes.

—Me gustaría saber dónde está ahora nuestro A. B. C. —dijo el asistente.

Capítulo XXX
-
(Aparte del relato del capitán Hastings)

El señor Cust se detuvo junto a una verdulería. Miró al otro lado de la calle. Sí, aquélla era.

SEÑORA ASCHER — ESTANCO

En el vacío escaparate veíase un letrero:

SE ALQUILA

Vacío... Sin vida...

—¿Me permite, señor?

La mujer del verdulero trataba de alcanzar unos limones. El señor Cust se excusó y se hizo a un lado. Lentamente se alejó de allí, en dirección a la calle prin-cipal del pueblo... Era difícil, muy difícil, ahora que estaba sin dinero...

El no comer en todo un día aligera extrañamente la cabeza...

Dirigió una mirada a los carteles de anuncio de un quiosco.

«El caso de A. B. C. —El asesino sin ser detenido. Entrevista con el señor Hércules Poirot.»

—Hércules Poirot. Me gustaría saber si está enterado... —murmuró el señor Cust.

Continuó andando y pensó:

«No puedo seguir así mucho tiempo.»

Un pie delante del otro... ¡Qué manera extraña de andar era aquélla! Como si cruzase una maroma... ¡Ridículo! ¡Enormemente ridículo!

Pero el hombre es un animal ridículo... Y él, Alexander Bonaparte Cust, era particularmente ridículo... Siempre lo había sido... La gente se rió siempre de él... No podía criticarlos...

¿Dónde iba? No lo sabía. Tenía que llegar al final. Pie tras pie...

Levantó la cabeza. Luces frente a él. Y letras. Delegación de Policía.

—Es curioso —dijo el señor Cust soltando una ligera carcajada. Luego entró dentro. De pronto, al hacerlo, vaciló y cayó de bruces.

Capítulo XXXI
-
Hércules Poirot hace unas preguntas

Era un claro día de noviembre. El doctor Thompson y el inspector jefe Japp habían venido a vernos para dar cuenta a Poirot de los resultados del proceso que empezaba a seguirse contra Alexander Bonaparte Cust.

Un ligero resfriado impidió a mí amigo asistir a la encuesta. Por suerte no me pidió que me quedara en casa a hacerle compañía.

—Se ha decidido que Cust comparezca ante los tribunales —dijo Japp—. Su defensor, el joven Lucas, no podrá echar mano a otro recurso que la demencia de su defendido.

Poirot se encogió de hombros.

—Con locura no puede haber absolución. Encarcelamiento mientras Su Majestad lo juzgue conveniente; no es muy preferible a la muerte.

—Supongo que Lucas cree conseguir algo —repuso Japp—. Con una coartada como la existente en el asesinato de Bexhill la acusación queda debilitada, No se debe dar cuenta de lo abrumador de las pruebas que poseemos. Además, Lucas es un abogado muy original. Es joven y desea llamar la atención del público.

Poirot se volvió hacia Thompson, preguntándole:

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