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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El misterio de la guía de ferrocarriles (14 page)

BOOK: El misterio de la guía de ferrocarriles
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—Sí, señora.

—Pues bien, fíjese en lo que le digo. Yo misma, con mis propios ojos, la vi desde esta ventana hablar con un perfecto desconocido junto a la puerta de entrada.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—En la mañana del día en que Car murió. Serían más o menos las once.

—¿Qué aspecto tenía ese hombre?

—Pues un aspecto corriente. Nada de particular.

—¿Era un señor... o un corredor de comercio?

—No era un corredor de comercio. Era un hombre bastante desaliñado. En realidad, no recuerdo bien su aspecto. De pronto una dolorosa crispación contrajo su rostro.

—Por favor, les ruego que se retiren... Estoy un poco cansada... ¡Enfermera!

Obedecimos la indicación de la enfermera y salimos del cuarto.

—Es un relato verdaderamente extraordinario —dije a Poirot, mientras regresábamos a Londres—. Me refiero a lo de la señorita Grey y al desconocido.

—¿Lo ves, Hastings? Es lo que te digo siempre: siempre se encuentra algo.

—¿Por qué nos engañó la señorita Grey, diciéndonos que no había visto a nadie?

—Se me ocurren varias y diversas razones; una de ellas...

—¿Es una reprensión? —pregunté.

—Más bien es una invitación para que uses tu ingenuidad. Pero no es necesario que nos cansemos. La mejor manera de obtener una respuesta es interrogar a la seño-rita Grey.

—Supón que nos conteste con otra mentira.

—Pues no dejaría de ser interesante... y muy significativo.

—Es monstruoso suponer que una muchacha así pueda estar coaligada con un loco.

—En efecto... Yo no lo creo, Recapacité durante unos segundos.

—La vida es dura contra las mujeres hermosas —dije, al fin, lanzando un suspiro.

Du tout. Aparta esa idea de la cabeza.

—Es verdad —insistí—. Todos están contra la mujer hermosa, sólo porque es bella.

—Estás diciendo bétises, amigo mío. ¿Quién estaba contra ella en Combeside? ¿Sir Carmichael? ¿Franklin? ¿La enfermera? Mon ami, estás lleno de caritativos sentimientos hacia las jóvenes hermosas. Por mi parte me siento caritativo hacia las damas enfermeras. Puede ser perfectamente que lady Clarke sea la única que ve claro, y que su marido, el señor Franklin Clarke, y la señorita Capstick estuvieran ciegos, lo mismo que el capitán Hastings.

»Ten en cuenta, Hastings, que si los acontecimientos hubieran seguido su curso normal, esas tres damas no se hubieran unido nunca. Habrían continuado su marcha sin que el uno influyera en el otro. ¡Realmente la vida es fascinadora!

—¡Estamos en Paignton! —fue, mi contestación. Cuando llegamos a las Whitehaven Mansion's nos dijeron que un caballero deseaba ver a Poirot.

Esperaba que fuese Franklin, o acaso Japp, pero con profundo asombro por mi parte, resultó no ser otro que Donald Fraser.

Parecía muy embarazado y su tartamudez era más notable que nunca.

Poirot no le presionó para que expusiera el motivo de su visita y encargó unos emparedados y una botella de vino.

Hasta el momento en que hicieron su aparición, mi amigo monopolizó la conversación, explicando nuestra visita a la viuda del doctor Clarke. Hasta que hubimos terminado los emparedados y el vino, no cambió la clase de temas de la conversación.

—¿Viene usted de Bexhill, señor Fraser?

—Sí.

—¿Ha obtenido algo de Milly Higley?

—¿Milly Higley? ¿Milly Higley? —Fraser repitió varias veces el nombre, como si no recordase a quién pertenecía—. ¡Ah!, se refiere a aquella muchacha. No, no he hecho nada aún. Es...

Se interrumpió un instante, juntando nerviosamente las manos.

—No sé por qué he venido a verle —dijo al fin. —Yo lo sé —murmuró Poirot.

—No es posible. ¿Cómo puede saberlo?

—Ha venido a verme porque hay algo que necesita usted contar a alguien. Ha hecho muy bien. Yo soy la persona indicada.

La expresión de absoluta seguridad de Poirot surtió su efecto. Fraser le miró con expresión de agradecimiento.

—¿Lo cree usted así?

—Parbleu!, estoy seguro.

—Señor Poirot, ¿entiende usted algo de sueños? Realmente éstas eran las últimas palabras que esperaba oírle pronunciar.

Sin embargo, Poirot no pareció sorprenderse en lo más mínimo.

—Sí —contestó—. ¿Ha estado soñando?

—Sí. Ya sé que me dirá que soñar es la cosa más natural del mundo, pero no se trata de un sueño vulgar. —¿No?

—Lo he tenido tres noches seguidas... Creo que voy a volverme loco.

—Cuénteme...

El joven estaba lívido. Tenía los ojos casi fuera de las órbitas. Parecía a punto de enloquecer.

—Siempre es el mismo. Estoy en la playa, buscando a Betty. Se ha perdido... sólo perdido, ¿entiende? Tengo que encontrarla. Debo darle su cinturón, que llevo en la mano. Y de pronto...

—Siga —le animó Poirot.

—De pronto el sueño cambia... Ya no busco más. Ella se encuentra delante de mí, sentada en la arena. No me ve llegar... ¡Oh, no puedo continuar!

—Continúe —ordenó firmemente Poirot.

—Llegado hasta su espalda... Betty me oye... Rodeo su garganta con el cinturón y tiro... ¡Oh!... tiro...

Era escalofriante la angustia que se reflejaba en la voz del joven... No pude evitar una sensación de terror ante lo vívido del relato, y aferré las manos en los brazos del sillón.

—¡Tose... está muerta... la he estrangulado y, de pronto, su cabeza cae hacia atrás y veo su rostro!... ¡Y es Megan, no Betty!

Pálido y tembloroso, se dejó caer hacia atrás. Poirot llenó otro vaso de vino y se lo tendió.

—Beba... —ordenó mi amigo.

El joven obedeció y después preguntó, ya más sereno—. ¿Qué significa esto, señor Poirot? ¿Por qué lo sueño cada noche?

No sé lo que contestó Poirot, pues en aquel momento oí llamar al cartero y automáticamente abandoné la habitación.

Lo que me entregó el cartero desvaneció todo mi interés por las extraordinarias revelaciones de Donald Fraser. A toda prisa regresé al salón.

—¡Poirot, ha llegado! —exclamé—. Ya está aquí la cuarta carta.

Se levantó de un salto, me arrancó de las manos la carta, y cogiendo su plegadora, la abrió en un momento y extendió sobre la mesa la hoja de papel que sacó del sobre.

Los tres, inclinados sobre ella, leímos:

«¿Aún no ha conseguido nada? ¡Vergüenza! ¡Vergüenza! Pero ¿qué hacen usted y la policía? ¿No le parece una cosa la mar de divertida? ¿Dónde trabajaremos ahora?

»Pobre señor Poirot. Créame que lo siento por usted.

»Aún tenemos que recorrer un largo camino para llegar a...

»¿A Tipperary?
[2]
. No, queda demasiado lejos. En la letra «T».

»El próximo incidente tendrá lugar el 11 de septiembre en Doncaster.

»Adiós, A, B. C.»

Capítulo XXI
-
Descripción de un asesino

Creo que fue en aquel momento cuando lo que Poirot llamaba el elemento humano empezó a desvanecerse de nuevo en el cuadro. Todos habíamos sentido la imposibilidad de hacer nada hasta que llegase la cuarta misiva, revelando el escenario del crimen «D». La sorpresa trajo consigo el relajamiento de la tensión.

En aquel momento, con las palabras impresas en la carta bailando sobre la blanca hoja de papel, la caza recomenzaba.

El inspector Crome había acudido desde Scotland Yard, y mientras estaba en casa, llegaron Franklin Clarke y Megan Barnard.

La joven expresó que ella también había llegado de Bexhill .

Quería preguntar algo al señor Clarke. Parecía ansiosa por excusar y explicar su proceder. Aunque me di cuenta del hecho, no le concedí mucha importancia.

Naturalmente, la carta ocupaba por entero mi cerebro, con exclusión de todo lo demás.

Me parece que Crome no estaba tan complacido al ver allí a varios de los participantes en el drama. Se comportó de una manera muy fría y oficiosa.

—Me llevo la carta, señor Poirot. Si desea sacar copia de ella...

—No, no es necesario.

—¿Cuáles son sus proyectos, señor inspector? —inquirió Clarke.

—Muy sencillos.

—Esta vez tenemos que cogerle —dijo Franklin—. Debo decirle, inspector, que hemos formado una sociedad entre nosotros para aclarar el misterio. Una legión de partes interesadas.

—¿De veras? —inquirió con sus mejores modales el inspector Crome.

—Me parece que usted, inspector, no tiene formada una gran idea de los aficionados, ¿verdad?

—No tienen las mismas bases de apoyo que nosotros.

—El interés personal que sentimos nos compensará.

—¿De veras?

—Me parece que su tarea, inspector, no va a ser tampoco muy fácil. En realidad, creo que el viejo A. B. C. se burlará de nuevo de usted.

Había notado que Crome se dejaba arrastrar muchas veces a la discusión cuando la prudencia aconsejaba silencio.

—No creo que el público pueda criticar esta vez nuestras precauciones —dijo—. El loco nos ha avisado con suficiente anticipación. El día once corresponde al miércoles próximo. Esto nos da amplio margen para una campaña de Prensa. Doncaster será eficazmente revisado. Todos aquellos cuyo nombre empiece con «D» estarán en guardia. También llevaremos allí numerosas fuerzas de orden público. Esto se arreglará de acuerdo con los jefes de policía de Inglaterra. Todo Doncaster, policías y ciudadanos, estarán dispuestos para coger a un hombre... y por poco que nos sonría la suerte lo conseguiremos.

—Se nota que no es usted un deportista, inspector —dijo Clarke.

Crome le miró fijamente.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó.

—Pero, hombre de Dios, ¿no recuerda usted que el miércoles próximo se corre en Doncaster la carrera de Saint Leger?

La mandíbula inferior del policía sufrió un significativo descenso. Por una vez no pronunció su sempiterno: «¿De veras?» En su lugar murmuró:

—Es verdad. Sí; esto complica la situación de una manera extraordinaria.

—A. B. C. no es tonto, aunque a juzgar por sus acciones sea loco.

Durante unos minutos todos permanecimos callados, reflexionando sobre la situación. La muchedumbre de aficionados a las carreras de caballos..., las infinitas complicaciones.

—C'est ingénieux. Tout de méme c'est imaginé, ça —murmuró Poirot.

—Creo que el asesinato tendrá lugar en el hipódromo, tal vez mientras se corra el Leger —dijo Franklin.

El inspector Crome se levantó y cogió la carta.

—El Saint Leger es una desgraciada complicación —reconoció.

Salió. Oímos un murmullo de voces en el exterior y poco después entraba Thora Grey.

—El inspector me ha dicho que hay otra carta —dijo, ansiosa—. ¿Dónde es esta vez?

Llovía intensamente en la calle. Thora Grey llevaba un impermeable negro. Un sombrerito también negro se ladeaba graciosamente sobre su rubia melena.

Fue a Franklin Clarke a quien interrogó, dirigiéndose recta a él, y apoyando una mano en su brazo derecho aguardó impaciente la contestación.

—Doncaster y el día del Saint Leger.

Entablóse una animada discusión. La carrera de caballos complicaba extraordinariamente los proyectos que habíamos hecho. Un profundo pesimismo me había embargado. ¿Qué podía hacer aquel grupito de seis personas, aunque se fortaleciesen con el interés personal que tenían en el caso? Habría en Doncaster numerosos y sagaces policías, ¿qué podrían obtener seis pares más de ojos?

Como contestando a mis pensamientos, Poirot rompió el silencio. Habló como un maestro.

—Mes enfants —dijo—. No debemos dispersar la fuerza. Es necesario que abordemos este asunto con método y orden en nuestros cerebros. Hemos de encontrar la verdad. Cada uno de nosotros debe preguntarse: «¿Qué sé yo del asesino?» Y así tenemos que hacernos un retrato del hombre a quien vamos a buscar.

—No sabemos nada de él —murmuró desolada Thora Grey.

—No, no, mademoiselle. Eso no es verdad. Cada uno de nosotros sabe algo de él. ¡Si al menos supiésemos lo que sabemos! ¡Estoy seguro de que la verdad está aquí, a nuestro alcance!

Clarke movió dubitativamente la cabeza.

—¡No sabemos nada, ni si es viejo o joven, rubio o moreno! ¡Ninguno de nosotros le ha visto ni hablado! Una y otra vez hemos repasado cuanto sabemos.

—¡Todo no! Por ejemplo, la señorita Grey nos ha asegurado que en el día en que sir Carmichael Clarke fue asesinado ella no vio ni habló a ningún desconocido.

—Es la verdad —aseguró Thora.

—¿Sí? Mademoiselle, lady Clarke nos dijo que desde su ventana la vio a usted en la puerta principal hablando con un hombre.

—¿Que me vio hablando con un desconocido? —la joven parecía realmente asombrada. Era indudable que la limpidez de su mirada no podía reflejar otra cosa que la verdad Movió la cabeza y añadió—: Lady Clarke debe de estar confundida, yo no... ¡oh!

La exclamación fue inesperada, como si le hubiera sido arrancada de súbito. Una ola de rubor se extendió por su rostro.

¡Ahora recuerdo! ¡Qué tonta! Lo había olvidado por completo. Pero era una cosa sin importancia. Se trataba de uno de esos hombres que van por las casas vendiendo

medias. Antiguos marineros. Son muy insistentes. Me costó un gran trabajo verme libre de él. Cruzaba yo el vestí bulo cuando llegaba a la puerta. Le abrí antes de que llamase. De todas maneras se trataba de un ser inofensivo. Supongo que a eso se debe que me olvidara por completo. Poirot se balanceaba con las manos en la frente. Murmuraba algo con tanta vehemencia que nadie pronunció una palabra más y todos clavamos la vista en él.

—Medias —musitaba——. Medias..., medias..., medias, ça vient..., medias..., medias... Sí, es el motif... Hace tres meses... y el otro día... y ahora ...Bon Dieu, ¡ya lo tengo!

Se irguió en su asiento y me miró imperiosamente. —¿Te acuerdas, Hastings? Andover. La tienda. Subimos al piso. El cuarto. Sobre una silla. Un par de medias de seda nuevas, Ahora recuerdo lo que me llamó la atención hace dos días... —se volvió hacia Megan—. Usted habló de su madre, que lloraba porque el mismo día del asesinato había comprado unas medias nuevas para su hermana... Nos abarcó con la mirada,

—¿Lo ven? Es el mismo motivo repetido por tres veces.

No puede ser coincidencia. Cuando la señorita hablaba tenía la convicción de que cuanto decía ligaba con algo. Ahora ya sé con qué. Lo que dijo la señora Fowler, vecina

de la señora Ascher. Fue algo acerca de los hombres que tratan constantemente de vender algo... y mencionó las medias. Dígame, señora, ¿es verdad o no que su madre compró las medias no en una tienda, sino a un vendedor ambulante?

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