—Darma, sígueme —dijo.
Con un salto el tigre llegó a su lado y ambos se lanzaron locamente hacia el sur, escondidos por una espesura de musendas y de indacos. En menos de cinco minutos llegaron a los bambúes y se emboscaron a siete u ocho pasos de Tremal-Naik.
Un tercer sonido de trompeta, más cercano, rompió el profundo silencio que reinaba en las
sunderbunds.
—Bien —murmuró Kammamuri empuñando una de las dos pistolas. —El miserable está cerca.
Miró al patrón. Parecía un auténtico cadáver: estaba echado de costado, con la cabeza escondida bajo un brazo. Habría engañado a un marabú e incluso a un chacal.
De repente un magnífico pavo real alzó el vuelo sobre los bambúes, alejándose rápidamente. Kammamuri pasó una mano por el lomo del tigre que olfateaba el aire y agitaba la cola como los gatos.
—No te muevas, Darma —le susurró.
Otro pavo real se alzó dando un grito de espanto.
Manciadi se aproximaba reptando como una serpiente, sin producir el menor ruido. Quizá temía caer en una emboscada y avanzaba con mil cautelas.
Kammamuri se puso de rodillas teniendo en su mano la pistola.
Allí, enfrente, vio moverse imperceptiblemente a los bambúes, luego salieron dos manos y finalmente una cabeza.
Kammamuri sintió que su frente se perlaba de un sudor frío. Era la cabeza de Manciadi, el asesino del pobre Aghur.
—Darma —murmuró.
El tigre se había levantado, recogiéndose sobre sí mismo esperando tan solo la orden de mando para lanzarse.
Manciadi miró a Tremal-Naik con ojos que lanzaban lúgubres relámpagos y soltó una horrible carcajada. El cazador de serpientes no se movió.
Entonces el indio salió de los bambúes con el lazo en la mano y caminó algunos pasos hacia el fingido cadáver.
—¡Darma, cógelo! —le azuzó Kammamuri poniéndose en pie.
El tigre dio un salto de quince pasos y cayó como un rayo sobre el asesino, que fue derribado violentamente.
Tremal-Naik se alzó ágilmente y se arrojó sobre Manciadi para impedirle que gritase, pero la precaución era inútil. Darma había dado en tierra con el estrangulador mediante un poderoso zarpazo y le había lacerado profundamente el pecho hasta el abdomen.
—¿Está muerto? —preguntó Kammamuri acudiendo.
—Espero que no, porque si fuese así no podría decirnos nada.
Manciadi estaba inundado de sangre y respiraba fatigosamente.
Tremal-Naik y el maharata lo levantaron y lo transportaron hasta la cabaña, mientras por el sur avanzaban en el cielo nubes amenazadoras y Darma miraba al herido con el evidente deseo de destrozarlo.
—¡Me temo que no sobrevivirá! —dijo Kammamuri inclinándose para observar al estrangulador.
—¡Pero es preciso que hable! —rugió el cazador de serpientes. —Haz que vuelva en sí.
El maharata salió de la cabaña y volvió poco después con algunas hojas que puso sobre la herida de Manciadi. Luego mojó la frente del herido con un trapo empapado en agua.
Poco después el estrangulador abrió los ojos y miró alrededor. Su rostro asumió una expresión atónita y luego su mirada, al encontrarse con la de Tremal-Naik, manifestó un relámpago de odio.
—¡Tu plan ha fracasado, Manciadi! —dijo el cazador de serpientes de la jungla negra. —Te hubiera podido dejar desgarrar por el tigre, pero en lugar de ello te dejaré vivir si respondes a mis preguntas.
—¡No diré nada! —dijo el estrangulador penosamente.
—¡Mira que conozco muchos medios para hacerte hablar!
—¡No tengo miedo!
—¡Encendamos un fuego, patrón! —sugirió Kammamuri con una sonrisa siniestra.
—No, Kammamuri. Perdería los sentidos. Prefiero al tigre. ¡Darma…!
A la llamada de su amo, la fiera irrumpió prontamente en la cabaña.
—Aquí, Darma —le dijo Tremal-Naik indicando al herido.
El tigre mostró sus poderosos colmillos y avanzó excitado por el olor de sangre.
—Le ordenaré que te devore poco a poco —amenazó Tremal-Naik —si no me respondes. ¿Dónde está Ada?
El estrangulador expresaba terror en los ojos, pero no respondió.
—¡Darma!
El tigre emitió un rugido y avanzó sus fauces hacia Manciadi, retenido a duras penas por Tremal-Naik.
El estrangulador, que advirtió sobre su cuerpo el hálito caliente de la fiera, lanzó un aullido y dijo:
—Ada está en la pagoda subterránea.
—¿Se llega allí desde el
banian?
—¡Sí! —confesó Manciadi, mirando aterrorizado al tigre que lo husmeaba con su hocico. —Pero si no vuelvo antes de la medianoche será señal de que tú estás vivo y Ada será quemada en la hoguera.
Aunque moribundo y aterrorizado, el estrangulador encontró fuerzas para usar el sarcasmo y dijo:
—No tienes escapatoria, Tremal-Naik: si no mueres tú, morirá ella. La diosa quiere que uno de los dos muera.
—¿Pero por qué? ¡Maldito! —gritó el cazador de serpientes amenazando con los puños a Manciadi.
El tigre interpretando a su modo aquel gesto, se lanzó sobre el herido y le aplastó la cabeza de un solo golpe.
Tremal-Naik se lanzó sobre la fiera para retenerla, pero era demasiado tarde.
—¡Ha vengado a Aghur! —dijo Kammamuri con mucha satisfacción en la voz.
—¡Pero nunca sabremos ya nada! —se desesperó el cazador de serpientes.
—Puede ocurrir que la información de Manciadi no sea verdadera.
—¿Y si lo fuese? ¡A medianoche Ada será sacrificada! ¡Me aterra pensarlo!
—¿Qué harás, patrón?
—Iré a la isla. Darma vendrá conmigo; y también tú, si no tienes miedo.
—¡Un maharata no tiene jamás miedo!
—Preparémonos entonces. El tiempo apremia. Dejaremos a Punthy para que vigile nuestra cabaña.
La noche era tempestuosa. Enormes nubes se habían elevado por el sur y corrían desordenadamente por la bóveda celeste, amontonándose unas sobre otras como las olas del mar.
Frecuentes ventoleras se seguían unas a otras a través de las desiertas
sunderbunds,
curvando con mil gemidos las inmensas extensiones de bambú, rompiendo débiles cañas y haciéndolas volar por el aire junto con bandadas de marabúes y de pavos reales que lanzaban gritos desesperados.
De vez en cuando, un lívido relámpago, deslumbrador, rasgaba las tinieblas, revelando por un instante aquel caos de vegetales contorsionados y volcados, seguido poco después por el formidable estruendo del trueno que repercutía hasta las orillas del golfo de Bengala.
No llovía, pero las cataratas del cielo no tardarían en abrirse.
Los dos indios y el tigre caminaban en las tinieblas y en pocos minutos llegaron a la orilla del Mangal, cuyas aguas, engrosadas por algunos aguaceros, corrían con mayor rapidez, arrastrando masas de bambúes arrancados seguramente en las
sunderbunds
del norte y gran número de troncos de árbol.
Se mantuvieron algunos minutos escondidos entre los cañaverales, esperando que un relámpago aclarase la orilla opuesta, y luego, seguros ya de no ser espiados, se apresuraron a descender a la orilla y lanzar al agua la canoa.
—Patrón —dijo Kammamuri, mientras Tremal-Naik se introducía en la embarcación—, ¿Crees que encontraremos indios en el río en las inmediaciones de Raimangal?
—Estoy seguro, ¿pero qué importa? Esta noche me siento tan fuerte como para poder habérmelas con un ejército de mil hombres.
—Lo sé, patrón, pero es preciso obrar con prudencia. Si se dan cuenta de nuestra presencia, darán la alarma.
—¿Y qué querrías hacer?
—Engañarles.
—¿Cómo?
—Déjame actuar a mí; pasaremos sin ser vistos.
Él maharata volvió a la orilla, derribó un considerable número de bambúes de una dimensión de no menos de quince metros y cubrió minuciosamente la canoa, de modo que la hacía aparecer como un montón de cañas arrastradas por la corriente.
—La noche es oscura —dijo, escondiéndose debajo con Tremal-Naik y Darma. —Los indios no sospecharán que bajo las cañas va una canoa y que la canoa lleva dos hombres y una fiera.
—Pronto, Kammamuri, hagámonos al agua —dijo Tremal-Naik, que temblaba de impaciencia. —Cada minuto que pasa es para mí un golpe y una puñalada en el corazón y temo todo pensando en el gran peligro que corre Ada. ¿Crees tú, maharata, que llegaremos a tiempo para salvarla?
—Creo que sí, patrón —respondió Kammamuri empujando la canoa al medio de la corriente. —Quizás esos hombres esperan que el miserable haya llevado a cabo su delito.
—¿Y si llegásemos demasiado tarde…? ¡Gran Siva, asístenos!
—Calla, patrón; hablar es imprudente.
—Es verdad, Kammamuri; silencio.
Tremal-Naik se tendió en la proa al lado del tigre y Kammamuri a popa, con el remo en la mano, intentando dirigir la canoa.
El huracán había redoblado su violencia y a la noche oscura siguió una noche de fuego.
El viento rugía de manera tremebunda en la jungla, curvando con mil gemidos y mil crujidos los gigantescos vegetales y torciendo en mil formas los centenares de troncos de los
banian,
las ramas de los palmiches
tara,
de las latania, de los
pipal
y de los jaqueros; y entre las nubes relampagueaba incesantemente el rayo, describiendo cegadores zigzagueos.
Arrastrada por el viento y la corriente extraordinariamente hinchada, la canoa se deslizaba como una flecha, bamboleándose espantosamente entre los remolinos, chocando y volviendo a chocar contra las múltiples isletas y la multitud de árboles que flotaban desordenadamente a la deriva.
Kammamuri se esforzaba, pero en vano, por mantenerla en el buen camino, y Tremal-Naik intentaba calmar al tigre, que, excitado por todos aquellos fragores y el cegador resplandor, rugía ferozmente, lanzándose de un lado a otro de la embarcación con gran peligro de hacerla zozobrar.
A las diez de la noche Kammamuri señaló un gran fuego que ardía en la orilla del río a menos de trescientos pasos de la proa de la canoa. Apenas había acabado de hablar cuando se oyó el
ramsinga
sonar tres veces y en tres tonos distintos.
—¡Alerta, patrón! —gritó el maharata, dominando con su voz todos aquellos formidables ruidos.
—¿Ves a alguien? —preguntó Tremal-Naik, manteniendo sujeto por el cuello al tigre con la mano izquierda y empuñando con la derecha una pistola.
—No, patrón, pero el fuego ha sido encendido para ver quién va o viene. Estemos en guardia; el
ramsinga
ha señalado algo.
—Coge la carabina. Quizá tengamos que combatir.
La canoa se acercaba rápidamente al fuego; era un montón de bambúes secos que ardían aclarando como si fuera de día las dos orillas del río.
—¡Patrón, mira! —dijo de repente Kammamuri.
—¡Silencio! —bisbiseo Tremal-Naik apretando la boca del tigre.
Dos indios se habían lanzado improvisadamente fuera de un matorral de musendas. Llevaban un lazo alrededor del cuerpo y tenían una carabina en la mano. En su pecho se distinguía la serpiente azul con la cabeza de mujer.
—
¡Mira allí! —gritó uno de ellos. —¿Lo ves?
—Sí —respondió el otro. —Es un montón de cañas que va a la deriva.
—¿Tú crees?
—¿Y por qué no?
—Temo que esconda algo.
—No veo nada debajo.
—Calla… Me ha parecido oír…
—¿Un rugido…?
—Precisamente. ¿Crees que haya un tigre allí en medio?
—Buen viaje.
—Despacio, Huka. El hombre que Manciadi debe estrangular tiene un tigre.
—Esto no lo sabía. ¿Y crees que allí debajo esté nuestro hombre con su animal?
—Podría ocurrir; ese hombre es astuto y audaz.
—¿Qué quieres hacer?
—Hacerlo salir de su escondite con un tiro de carabina. Dispara muy bajo.
Kammamuri y Tremal-Naik habían oído claramente el diálogo. Viendo a los dos indios alzar sus carabinas, se arrojaron al fondo de la canoa.
—No contestes, patrón —dijo el maharata. —O estamos perdidos.
Resonaron dos tiros de carabina que horadaron los bambúes. El tigre dio un salto, lanzando un furioso rugido.
—¡Quieto, Darma! —dijo Tremal-Naik obligándole a tumbarse.
—¡Que la diosa me fulmine! —gritó uno de los indios—. Es él.
—¡Da la señal, Huka! —ordenó el otro.
Un relámpago cegador brilló por encima de la canoa, seguido por un estruendo formidable que ahogó las agudas notas del
ramsinga.
Tremal-Naik y Kammamuri, que se habían puesto en pie, fueron derribados violentamente, mientras el tigre lanzaba un segundo rugido aún más furioso que el primero.
—¡Patrón! —exclamó Kammamuri—. ¡El rayo!
Tremal-Naik, todavía aturdido por la influencia de la descarga eléctrica, se puso de rodillas. Se le escapó un grito de rabia.
—¡Maldición…! ¡Nos quemamos! —exclamó con voz alterada por la ira.
En efecto, los bambúes, alcanzados por el rayo, se habían incendiado y se quemaban.
—¡Estamos perdidos! —exclamó Kammamuri—. ¡Al río! ¡Al río!
—No te muevas si aprecias tu vida.
Tremal-Naik cogió entre sus brazos el montón de cañas y con un esfuerzo desesperado lo echó al río.
—¡Es él! —gritó una voz.
—¡Fuego, Huka…!
Resonaron otras dos detonaciones. Tremal-Naik oyó silbar las balas.
—¡Da la señal, Huka!
—¡Estamos perdidos, patrón! —insistió Kammamuri.
—No te muevas —dijo Tremal-Naik—. Sujeta al tigre.
Se lanzó a popa y apuntó al indio Huka que se llevaba a los labios el
ramsinga.
El disparo de la carabina fue acompañado de una zambullida y un grito.
Huka, alcanzado en la frente por el infalible cazador de serpientes, se había precipitado al río.
Su compañero dudó un momento y luego huyó como alma que lleva el diablo a través de la jungla, haciendo sonar furiosamente el
ramsinga
que había recogido de tierra.
Tremal-Naik le disparó un pistoletazo, pero sin lograr alcanzarlo.
—¡Fallado! —gritó, arrojando coléricamente el arma.
—¿Qué hacemos, patrón? —preguntó Kammamuri. —Me parece que se ha perdido la esperanza de arribar a Raimangal; el
ramsinga
pondrá en alarma a todos los indios. ¡Maldito rayo…!
—De todas formas vamos adelante, Kammamuri. Esta noche no nos detendrán todos los indios de las
sunderbunds.
Coge los remos boga con todas tus fuerzas; quizá lleguemos antes que los miserables puedan prepararse para recibirnos. Yo mantendré los ojos fijos en las dos orillas y abatiré a cualquiera que se ponga al alcance de mi carabina. ¡Adelante!