Corrió hacia el sur con la velocidad de un caballo hasta que llegó a un amplio claro en cuyo centro, iluminado por la luna, se erguía una grandiosa pagoda. Kammamuri dio algunos pasos y después retrocedió rápidamente, refugiándose de nuevo entre los bambúes.
Dos hombres habían salido de la pagoda y se dirigían a la jungla llevando a una tercera persona que parecía muerta.
—¿Qué significa eso? —murmuró el maharata, que iba de sorpresa en sorpresa.
Se alejó aún más, metiéndose en un denso matorral desde donde podía ver sin ser visto.
Los dos porteadores, a los que reconoció como indios, cruzaron rápidamente el claro, en dirección hacia donde él estaba, y se detuvieron cerca de los bambúes.
—Animo, Sonephur —dijo uno de ellos. —Echémoslo ahí en medio. Estoy seguro de que mañana por la mañana no encontraremos más que los huesos, si los tigres se dignan dejarlos.
Los dos miserables estallaron en una sonora carcajada.
—¡Vamos: uno, dos… tres!
Los dos indios hicieron oscilar el cuerpo y lo lanzaron entre los arbustos.
—¡Buena suerte! —gritó uno.
—¡Buenas noches! —dijo el otro. —Mañana por la mañana vendremos a hacerte una visita.
Y se alejaron riendo.
Kammamuri había asistido a la escena. Esperó a que los dos hombres estuvieran lejos y salió del escondrijo, aproximándose con curiosidad al cadáver.
Se le escapó de los labios un grito ahogado.
—¡El señor! —exclamó—. ¡Oh, malditos!
En efecto, aquel hombre era Tremal-Naik. Tenía los ojos cerrados, la cara terriblemente alterada y, clavado en el pecho, un puñal. Su ropa estaba toda manchada de la sangre que salía todavía de la profunda j herida.
—¡Señor! ¡Pobre señor! —sollozó el maharata.
Apoyó las dos manos sobre su cuerpo y se estremeció como si hubiera tocado una pila eléctrica. La parecía haber sentido cómo latía el corazón.
Acercó el oído y escuchó atentamente, conteniendo la respiración. No se equivocaba: Tremal-Naik no estaba muerto todavía.
—¡Le salvaré! —murmuró el fiel servidor. —Adelante, Kammamuri: actúa sin perder tiempo.
Con precaución le quitó a Tremal-Naik el
kurly,
dejando al descubierto el ancho pecho. Tenía el puñal clavado entre la sexta y la séptima costilla pero no le había tocado el corazón.
La herida era terrible, pero Kammamuri, que entendía más que un médico, sabía lo que debía hacer.
Cogió delicadamente el arma y lentamente, sin movimientos bruscos, la extrajo de la herida: salió un chorro de sangre caliente y roja. Era buena señal.
—Se curará —dijo el maharata.
Arrancó un trozo del
kurly
y detuvo la hemorragia, que podía ser fatal para el herido.
Ahora se trataba de buscar un poco de agua y hojas de
youma
para exprimirlas sobre la herida y acelerar la cicatrización.
—Hay que alejarse de aquí a toda costa para encontrar algún estanque —murmuró el maharata. —Tremal-Naik es fuerte, un hombre de acero, y soportará el transporte sin que se agrave la herida. Animo, Kammamuri.
Reunió todas sus fuerzas, lo levantó en brazos lo más delicadamente que pudo, se alejó tambaleándose y se dirigió hacia el este, es decir, hacia el río.
Descansando cada cien pasos para tomar aliento y para ver si su amo continuaba dando señales de vida, sudoroso, sosteniéndose a duras penas sobre sus piernas, Kammamuri recorrió más de una milla y se detuvo a orillas de un estanque de agua cristalina, rodeado por una triple fila de pequeños bananos y cocoteros.
Dejó al herido sobre una densa capa de hojas y aplicó retales mojados a la llaga sanguinolenta. Al sentir aquel contacto salió de los labios de Tremal-Naik un débil suspiro que parecía un gemido ahogado.
—¡Señor! ¡Señor! —llamó el maharata.
El herido agitó las manos y abrió los ojos mirando a Kammamuri.
Un rayo de alegría iluminó su rostro de bronce.
—¿Me reconoces, señor? —preguntó el maharata.
El herido hizo un signo afirmativo con la cabeza y movió los labios como para hablar, pero no articuló más que un sonido confuso, incomprensible.
—No puedes hablar todavía —dijo Kammamuri. —Puedes estar seguro señor, de que nos vengaremos de esos miserables que te han dejado así.
La mirada de Tremal-Naik brilló como el fuego y apretó los dedos, arrancando las hojas. Lo había entendido sin duda.
—Calma, calma, señor. Ahora buscaré unas hierbas que te irán muy bien: dentro de cuatro o cinco días abandonaremos estos lugares y te conduciré a la cabaña para que termines de recuperarte.
Le recomendó otra vez silencio e inmovilidad total, buscó entre las hierbas en un radio de veinte o treinta pasos para asegurarse de que no escondían ninguna de las terribles serpientes llamadas
rubdira mandali
cuya mordedura hace, como se suele decir, sudar sangre, y se alejó arrastrándose.
Poco después encontró algunas plantas de
youma,
vulgarmente llamada lengua de serpiente, cuyo jugo es un bálsamo valiosísimo para las heridas.
Recogió una buena cantidad y se disponía a volver, pero después de unos pasos se detuvo con las manos en las culatas de las pistolas.
Le había parecido ver una masa negra moviéndose silenciosamente entre los bambúes; tenía más la forma de un animal que la de un ser humano. Olfateó el aire y notó un olor a fiera muy pronunciado.
—Atención, Kammamuri —murmuró. —Tenemos cerca a un tigre.
Se colocó entre los dientes el cuchillo y avanzó intrépidamente hacia el estanque, mirando cuidadosamente a su alrededor. Esperaba encontrarse de un momento a otro ante el feroz carnívoro, pero llegó a los árboles sin haberlo visto siquiera.
Tremal-Naik estaba en el mismo lugar que antes y parecía adormilado, de lo que se alegró el maharata. Se colocó al lado la carabina y las pistolas para estar preparado para utilizarlas, masticó las hierbas a pesar de su insoportable amargor y las aplicó sobre la llaga.
—Así está bien —dijo frotándose alegremente las manos. —Mañana el señor estará mejor y podremos alejarnos de este lugar, que no me parece muy seguro. Dentro de unas horas los indios irán a la jungla y al no encontrar el cadáver se pondrán a buscarlo y…
Un rugido terrible le interrumpió la frase. Volvió rápidamente la cabeza, alargando instintivamente las manos hacia las armas.
Allí, a quince pasos de distancia, había un enorme tigre real que lo miraba con dos ojos que brillaban con reflejos acerados.
Al oír el rugido de guerra del felino, Tremal-Naik se despertó en seguida y se movió bruscamente, como para buscar su fiel cuchillo. El moribundo se había reanimado, como el soldado cuando oye el toque de trompeta que da la señal para la batalla.
—¡Kammamuri! —gritó con un esfuerzo supremo.
—¡No te muevas, señor! —dijo el maharata, que miraba a los ojos a la fiera, que seguía agazapada.
—¡El ti…gre! —repitió el herido.
—Yo me ocuparé de él. Vuelve a relajarte.
El maharata había empuñado una pistola y la había apuntado contra el tigre, pero no se atrevía a tirar, temiendo que no muriera inmediatamente y el disparo pudiera atraer la atención de los enemigos.
El tigre no se decidía a atacar. Se golpeó tres o cuatro veces los costados con la cola, como los gatos cuando están enfadados, lanzó un segundo rugido más fuerte que el primero y después comenzó a retroceder, levantando la tierra con sus potentes garras, sin despegar la vista del maharata, que le devolvía la mirada, impertérrito.
—¡Kamma…muri… el tigre! —volvió a balbucir Tremal-Naik esforzándose por levantarse con sus brazos.
—Se va, señor, no se atreve a atacar al cazador de serpientes y a su maharata. No te muevas y todo irá bien.
Inesperadamente el tigre enderezó las orejas, como si quisiera recoger algún ruido, lanzó un tercer rugido, menos fuerte que los otros, dio la vuelta rápidamente y desapareció en la jungla, dejando tras sí un olor característico.
Kammamuri se había levantado también, presa de una gran preocupación.
—¿Quién puede haberlo asustado? —se preguntó con ansiedad—. Sin duda se aproxima alguien.
Se lanzó hacia los árboles y examinó la jungla que estaba a unos cien pasos de distancia, pero no vio a nadie. Se apresuró a volver al lado de Tremal-Naik, que había caído de nuevo sobre su lecho de hojas, agotado por la fiebre.
—¿El tigre? —preguntó el herido con voz débil.
—Ha desaparecido, jefe —contestó el maharata, disimulando su inquietud—. Duerme y no pienses en nada.
Debían de ser más de las tres cuando rompió el silencio una especie de silbido potente y extraño. Era una especie de «niff-niff» muy agudo. El maharata, sorprendido y algo atemorizado, se levantó y aguzó el oído, conteniendo la respiración. Aquel misterioso «niff-niff» se repitió muy cerca.
—¡Este no es el tigre! —murmuró Kammamuri.
Armó la carabina, se arrastró sin hacer ruido hacia los árboles y miró.
A treinta pasos de él se movía un gran animal de más de doce pies de longitud y de formas pesadas y macizas. Kammamuri reconoció en seguida al enemigo que tenía delante y sintió que el miedo le encogía el corazón.
—Un rinoceronte —exclamó con voz entrecortada—. ¡Estamos perdidos…!
Ni siquiera levantó la carabina, pues sabía que la bala se habría aplastado en la piel, muy gruesa, del animal, más resistente que una plancha de acero. Podía alcanzar al monstruo en un ojo, el único punto vulnerable, pero el miedo de no dar en el blanco y de que le destripara el terrible cuerno o le aplastaran las monstruosas patas le sugirió la idea de quedarse quieto en la esperanza de que no le descubriera.
Permaneció allí algún tiempo y luego volvió lentamente al lado de su señor, poniéndose a arrancar todas las hierbas que pudo para esconder totalmente al herido.
El rinoceronte continuaba saltando por el lindero de la jungla. Se oía el terreno temblar bajo su peso, los bambúes partirse crujiendo, y su respiración formidable parecía el sonido de una ronca trompeta.
Inesperadamente Kammamuri vio al tigre encaramado a una de las ramas de un árbol cercano; sus ojos brillaban como los de un gato y sus garras arrancaban la corteza de la planta.
Apuntó rápidamente el fusil contra la fiera, que, desconcertada, saltó al suelo para refugiarse en la jungla, pero se encontró ante el rinoceronte.
Los dos formidables animales se miraron recíprocamente durante unos instantes. El tigre, que quizá sabía que no tenía las de ganar en una lucha con el brutal coloso, trató de huir, pero no tuvo tiempo.
El rinoceronte lanzó su bramido. Bajó la cabeza mostrando el afilado cuerno y se lanzó furiosamente contra la fiera, meneando rabiosamente su corta cola.
El choque fue terrible. El tigre dio un salto, cayendo sobre el lomo del coloso que, después de treinta o cuarenta pasos, se echó al suelo, obligándolo a dejarlo.
—¡Bien por el rinoceronte! —murmuró Kammamuri.
Los dos enemigos se levantaron con fulminante rapidez, lanzándose uno contra otro. El segundo asalto no fue afortunado para el tigre. El cuerno del rinoceronte le destrozó el pecho, lanzándolo por los aires.
Todo ello había ocurrido en pocos segundos; el coloso, satisfecho, emitió dos veces su sordo silbido y se internó en la jungla, poniéndose a devastar los bambúes, aunque sin alejarse del estanque.
Pasó algo de tiempo, y Kammamuri, que se consideraba ya seguro, vio el hocico triangular del rinoceronte apareciendo entre la vegetación. Se sintió perdido.
El rinoceronte les miró más con sorpresa que con cólera.
No se podía perder ni un instante. La sorpresa no duraría mucho, pues el rinoceronte se irrita fácilmente.
El maharata, al que la proximidad del peligro infundía valor, apuntó fríamente la carabina hacia uno de los ojos y disparó, pero la bala, mal dirigida, se aplastó contra la frente del animal, que tendió horizontalmente el cuerno, preparándose para atacar.
Afortunadamente, Kammamuri no había perdido su sangre fría. Al ver al animal todavía en pie dejó caer el arma, ya inútil, cogió en brazos a Tremal-Naik, corrió hacia el estanque y se metió en él hasta los hombros.
En aquel mismo momento el rinoceronte cargó con furia irresistible. En cuatro zancadas cruzó la distancia que les separaba y se metió pesadamente en el agua, salpicando barro y espuma.
Kammamuri, aterrado, trató de alejarse más, pero no lo consiguió.
Sus piernas se habían hundido en una arena muy densa y el pobre lanzó un grito desgarrador:
—¡Socorro!
Oyendo detrás de él sordos silbidos se volvió y vio al rinoceronte debatiéndose furiosamente y lanzando cornadas a diestro y siniestro; el coloso, arrastrado por su enorme peso, se había hundido también hasta más arriba del vientre y continuaba hundiéndose en las arenas movedizas.
—¡Socorro…! —repitió el maharata, esforzándose por mantener a su señor fuera del agua.
Un lejano ladrido respondió a la desesperada llamada. Kammamuri se estremeció: había oído aquel ladrido miles de veces. Pasó por su mente una loca esperanza.
—¡Punthy! —gritó.
Un perro negro, grande y vigoroso salió de la densa masa de bambúes y corrió hacia el agua ladrando con furor. Era realmente el fiel Punthy, que se lanzó contra el rinoceronte, tratando de morderle una oreja.
Casi en el mismo instante se oyó la voz de Aghur.
—¡Resiste, Kammamuri! —gritaba—. ¡Aquí estoy yo también!
El bengalí saltó por encima de unos densos matorrales, desapareció entre los bambúes y volvió a aparecer por la otra orilla del estanque. Armó rápidamente el fusil, apoyó una rodilla en tierra y disparó contra el rinoceronte. El animal, alcanzado en el cerebro a través de un ojo, cayó sobre un costado, desapareciendo parcialmente bajo el agua
—No te muevas, Kammamuri —ordenó el diestro cazador. —Ahora te salvaremos; pero… ¿qué tiene el señor…? ¿Está herido?
—Calla y date prisa, Aghur —dijo el maharata, que temblaba todavía. —Hay enemigos en la jungla.
El bengalí desanudó rápidamente la cuerda que le ceñía el
dubgah
y le lanzó uno de los cabos a Kammamuri, que lo agarró firmemente.
—Cógete bien —dijo Aghur.
Reunió todas sus fuerzas y comenzó a tirar. Poco a poco Kammamuri se fue liberando de las arenas y sintió que le arrastraban con su carga hacia la orilla, a la que trepó apresuradamente.