El misterio de la jungla negra (21 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: El misterio de la jungla negra
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—Es aquí —dijo el
thug. —
Dentro de poco vendrá Hider.

Entraron en un cubículo casi a oscuras, donde poco después se les unió un contramaestre de la marina real. Este hombre era un indio vigoroso, de unos cuarenta años, estatura más bien alta, miembros musculosos, barba negrísima y ojos inteligentes.

Mantenía entre sus labios una pipa corta y fumaba con fruición.

Viendo al viejo
thug
se le aproximó tendiéndole una mano y diciendo:

—Muy contento de verte, Moh.

Luego lo miró con fijeza, mientras con un rápido gesto indicaba a Tremal-Naik.

—No temas, Hider —lo tranquilizó el viejo que había comprendido perfectamente la reserva del otro—. Este es un devoto afiliado, uno de los jefes.

—Que me lo demuestre —dijo el contramaestre.

Tremal-Naik le mostró el anillo que llevaba en el dedo.

El marinero inclinó la cabeza diciéndole:

—Estoy a tus órdenes, enviado de Kalí.

—Siéntate y escucha —dijo Tremal-Naik—. ¿Conoces al capitán Macpherson?

—El padre de la… —comenzó Hider. Pero el viejo
thug
interrumpió, arrugando la frente e indicando a Tremal-Naik. Hider pescó al vuelo la indicación.

—¿El capitán Macpherson? —dijo con desenvoltura. —Lo conozco quizá mejor que cualquier otra persona.

—¿Sabes dónde está…? —inquirió ansiosamente Tremal-Naik, que no se había dado cuenta de nada.

—¿Ha abandonado quizás su
bungalow?
—preguntó a su vez Hider.

—Sí.

—No lo sabía. ¿Qué ha venido a hacer en Calcuta?

—Preparar una expedición contra Raimangal.

El contramaestre se puso en pie de un salto dejando caer la pipa que mantenía entre sus labios.

—¿Contra Raimangal habéis dicho? —preguntó entre dientes—. ¡Ah…! ¡Había sospechado algo…!

—¿Y por qué?

—Desde hace unos días se está armando el «Cornwall».

—¿Un buque? —preguntó Tremal-Naik.

—Una vieja fragata que antaño había sido mandada por el capitán Macpherson.

—¿Dónde se encuentra ese barco…?

—Aquí, en el arsenal. Sé que se han embarcado muchas municiones, víveres y que se están preparando los dormitorios, como si hubiera de servir de transporte a un considerable número de soldados y marineros.

—¿Tenemos afiliados en la tripulación de ese buque? —preguntó el viejo
thug.

—Sí, dos: Palavan y Bindur.

—Los conozco: será preciso verlos e interrogarlos.

—No saben nada del destino del «Cornwall». He hablado con ellos ayer por la noche, pero parece que se conserva escrupulosamente el secreto sobre la dirección que deberá tomar el barco.

—Entonces no cabe ninguna duda —dijo Tremal-Naik como hablando consigo mismo. —Esa fragata está destinada a embarcar la expedición.

—También yo comienzo a sospecharlo —respondió Hider.

—¡Ese barco no debe partir…! —exclamó el cazador de serpientes.

—¿Y quién se lo impedirá…?

—¡Yo…!

—¿Cómo?

—Matando al capitán antes de que se embarque. Kougli lo quiere y también Suyodhana.

—No será cosa fácil —dijo Hider, que se había quedado pensativo. —El capitán estará prevenido, especialmente ahora.

—Es necesario que lo mate, ya te lo he dicho. He sabido que tiene una villa en la ciudad.

—Es cierto.

—Enviaremos a alguien para que se asegure de que habita en ella.

El viejo
thug
alzó la cabeza y, naciendo un gesto con su mano derecha, dijo lentamente:

—En seguida lo sabremos.

—¿Por quién? —preguntó Hider.

—Por Nimpor.

—¿El faquir…?

—Sí, el mismo: salgamos.

EL FAQUIR

Arrojando una rupia sobre la mesa, los tres indios salieron de la miserable taberna, volvieron a atravesar los jardines que a aquella hora comenzaban a despoblarse a causa del excesivo calor, y se pusieron a seguir la orilla del Ganges, manteniéndose a la sombra de los grandes árboles que se alineaban por el largo río.

Sobrepasada la parte central y más poblada de Calcuta, la llamada Ciudad Blanca, al norte se separaron de la orilla y se adentraron en las callejuelas de la ciudad india, más sucias y más miserables, pero también más pintorescas, ya que allí se encuentran las más bellas pagodas dedicadas a Brahma, Siva, Visnú, Krisna, Parvadi y todas las demás divinidades adoradas por los indios.

Después de haber recorrido algunas de aquellas calles, el viejo
thug
se detuvo en una plaza donde se erguía, soberbia entre tanta miseria, una gran pagoda erizada de cúpulas, de extrañas estatuas representando a todas las encarnaciones de Visnú, con cabezas de elefante, con sus monstruosas trompas tendidas, arcos magníficos adornados de atauriques y de dentellones ligeros como blondas. Moh subió la gran escalinata que conducía a la entrada de la pagoda y se detuvo delante de un indio que estaba sentado en el último escalón, diciendo a Tremal-Naik y a Hider:

—Aquí está el faquir.

Al verlo, Tremal-Naik no supo reprimir una sensación de repugnancia.

Aquel miserable indio, aquella víctima del fanatismo religioso y de la superstición, daba ciertamente horror.

Más que un hombre era un esqueleto. Su rostro apergaminado, enmarcado por una barba espesa, descuidada, que le llegaba por debajo de la cintura, estaba cubierto por extraños tatuajes rojos y negros, que representaban en su mayor parte, más o menos bien, serpientes, mientras la frente estaba embadurnada de ceniza. Sus largos cabellos, que posiblemente jamás habían conocido el uso del peine y las tijeras, formaban una especie de crin, en la que pululaba un montón de insectos.

El cuerpo, espantosamente delgado, estaba casi desnudo, cubierto sólo en sus costados por una pequeña faja, de una anchura de cuatro dedos escasos.

Lo que producía repugnancia era sobre todo su brazo izquierdo. El tal brazo, reducido a piel y hueso, permanecía constantemente elevado, y ya no lo podía bajar, puesto que estaba disecado y anquilosado.

En la mano, estrechamente atada con correas y cerrada en forma que constituía una especie de recipiente, el fanático había colocado tierra y había plantado un pequeño mirto sagrado, que poco a poco había crecido como en un tiesto.

Las uñas, al no poder encontrar salida, al principio se habían curvado, luego habían traspasado las palmas, y ahora sobresalían por el dorso de las manos como zarpas de una bestia feroz.

—Nimpor —dijo el viejo
thug,
inclinándose hacia el faquir, que conservaba una inmovilidad absoluta como si no se hubiera dado cuenta de la presencia de aquellos tres hombres:

—Kalí te necesita.

—Mi vida pertenece a la diosa —respondió el faquir sin alzar los ojos—. ¿Quién te manda…?

—Suyodhana.

—¿El hijo de las sagradas aguas del Ganges…? ¿Qué quiere?

—Que descubras dónde está un hombre al que debemos matar, porque si no lo hacemos así destruirá a nuestros hermanos de Raimangal.

Un estremecimiento se reflejó en el rostro impasible de Nimpor.

—¿Quién se atreve a ir a Raimangal?

—El capitán Macpherson.

—¿Y tú quieres saber dónde se encuentra el capitán?

—Es preciso que lo sepa.

—¿Para cuándo?

—Para esta noche.

—Entonces, esta noche debes estar ante la villa del capitán.

El faquir se alzó haciendo un esfuerzo y luego, sin mirar a nadie, entró en la pagoda manteniendo siempre en alto su brazo.

—¿Dónde os encontraré? —preguntó Hider, cuando el faquir desapareció. —Es necesario que vuelva al barco.

—Iremos a pedir hospitalidad a Windhya —dijo el viejo
thug.
Mientras permanezcamos en Calcuta estaremos en su casa. ¿Cuándo nos volveremos a ver…?

—Mañana, después del mediodía. Antes sería imposible, porque tengo mucho trabajo a bordo. ¿Sabes que dentro de pocos días partiremos?

—¿Dónde va el «Devonshire»?

—A Ceylán.

—Lamento no tenerte como compañero en esta difícil empresa.

Una vez solos, Tremal-Naik y el viejo
thug
volvieron a la ciudad europea, siguiendo otra vez las orillas del Ganges, y se unieron a sus compañeros que habían permanecido de guardia en la chalupa.

—A casa de Windhya —dijo simplemente el viejo
thug.

Se sentó en la popa al lado de Tremal-Naik, y la ligera embarcación comenzó a navegar de nuevo remontando velozmente la corriente del sagrado río Ganges.

El cazador de serpientes, abandonando el timón a su compañero, miraba con viva curiosidad las dos orillas del sagrado río que desfilaban a derecha e izquierda de la embarcación, con sus espléndidas escalinatas de piedra y sus árboles de hojas en forma de plumas.

En la parte baja de las inmensas escalinatas que descendían hasta las aguas del río se veían arder grandes fuegos de los que salían nubes de humo que el viento lanzaba sobre la corriente, y se oían sonar, a intervalos, los fúnebres
taré,
largas trompetas de latón usadas en los funerales.

Las gigantescas piras crepitaban lanzando al aire torbellinos de chispas y alrededor de ellas bailaban y gritaban con un ensordecedor ruido enjambres de danzadores y muchachos.

De vez en cuando, unas arquitas de madera perfumada, que contenían los restos de los cadáveres quemados, se soltaban de la orilla y navegaban descendiendo por la corriente sagrada, el camino del paraíso según la superstición india, mientras los brahmanes recitaban los versículos de los
Veda
y los parientes plantaban un árbol o un mástil con su bandera, como recuerdo del muerto.

A veces se veían moribundos que, rodeados de sus parientes, esperaban la muerte en las orillas del río sagrado.

Un indio que no muere de muerte repentina jamás descuida el hacerse llevar, en el momento de la agonía, a las orillas del Ganges, para estar más dispuesto para irse al paraíso de Brahma. Se hace colocar a la sombra de cualquier árbol, sobre la tierna hierba, y espera resignado y tranquilo a que el alma se le escape del cuerpo, mientras los parientes le rocían la faz con el agua del río y lo embadurnan con fango, el brahmán derrama sobre él hojitas de albahaca y otros preparan la pira en que será quemado.

La chalupa, después de haber recorrido otras dos millas pasando ante nuevos templos, nuevas villas de ingleses adinerados y un interminable número de casuchas de la ciudad india, se detuvo al lado de una franja de tierra baja, sombreada de cocoteros, que se encontraba desierta.

El viejo
thug
saltó a tierra, hizo ademán a Tremal-Naik para que lo siguiera y se dirigió hacia un grupo de casuchas agrupadas alrededor de una vieja pagoda de dimensiones gigantescas y ya en ruinas.

Recorrió algunas callejuelas fangosas y sucias, flanqueadas por huertos, y se detuvo ante una casucha de arcilla con el techo de hojas de palmera, que se erguía aislada en el margen de un pantano.

Un indio viejo y arrugado estaba sentado en la puerta, teniendo a mano un ramo de hojas secas rociadas de ceniza, como suelen usar los faquires que pertenecen a la casta de los
ramanandy,
o sea, de los adoradores de Rane, la divinidad creadora.

Llevaba los cabellos bastante largos, embadurnados de fango rojizo y enrollados alrededor de la cabeza de modo que formaban una masa enorme, semejante a una gran peluca; tenía la barba afeitada, pero bajo el mentón había dejado crecer una perilla delgadísima, que se había transformado en algo tan largo que casi tocaba el suelo. Más que una perilla, aquel largo apéndice de pelos ensortijados parecía una cola de cerdo.

Llevaba además tres señales en la frente, hechas con ceniza y estiércol de vaca, otras tres en medio del pecho y otras tantas en los brazos; en las rodillas llevaba un trapo empapado en agua para refrescarse.

El viejo
thug
se aproximó a aquel ser espantoso y le dijo bruscamente:

—Tenemos necesidad de ti, Windhya.

El
ramanandy
miró al indio y luego le respondió:

—El enviado de Kalí sea bienvenido: estoy dispuesto para obedecerte en todo.

—Tengo necesidad de tu casa.

—Es tuya.

El
ramanandy
se levantó con una prontitud que jamás se hubiera sospechado en un viejo de su edad, arrojó el ramo de hojas y entró en la casucha.

El
thug
y Tremal-Naik lo siguieron y se encontraron en una habitación con las paredes tapizadas con hojas de banano que mantenían una deliciosa frescura y el pavimento cubierto de esteras de coco.

Faltaban por completo los muebles. Sólo había grandes recipientes de tierra, que contenían probablemente los víveres del faquir, y esteras enrolladas que debían de servir como lechos por la noche y como asientos durante el día.

El
thug
indicó a Tremal-Naik que se acomodase y luego, habiendo llevado al faquir a un rincón, habló con él en voz baja.

Cuando hubo acabado, lo llevó frente a Tremal-Naik y dijo:

—He aquí el hombre que Suyodhana te recomienda.

—Estoy pronto para obedecerle —respondió el faquir.

Luego fue a cerrar la puerta, de un recipiente sacó tres tazas y una botella dorada y ofreció a sus huéspedes
arak,
exquisito licor que los indios obtienen con azúcar y la corteza aromática de un árbol llamado
jagra.

—Ahora puedes hablar —dijo el faquir al viejo
thug.

—Tú ya sabes de qué se trata: esperamos tus consejos sobre el medio de conseguir nuestro objetivo. ¿Crees que Nimpor sabrá descubrir el lugar donde se encuentra el capitán?

—Sí —dijo el
ramanandy. —
Nimpor tiene relaciones por todas partes y puede disponer de un ejército de espías.

—Descubrirlo no significa matarlo —dijo Tremal-Naik. —A mí me es necesaria la vida de ese hombre para salvar a la muchacha que amo.

—Tú eres valiente y lo matarás.

—¿Cómo? El capitán Macpherson habrá tomado sus precauciones para no dejarse sorprender.

—Le tenderemos una trampa.

—Es demasiado prudente para dejarse coger en ella.

Una sonrisa se dibujó en los labios del
ramanandy.

—Ya lo veremos —respondió. —Cuando se trata de obtener información, los ingleses no se hacen rogar para acudir.

—No será tan imprudente como para picar en el anzuelo.

—Lo será —respondió el
ramanandy
con absoluta convicción. —Es seguro que no sabe dónde se encuentra la entrada de los subterráneos de Raimangal y se atreverá a todo con tal de que su empresa tenga las mayores posibilidades de triunfo.

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