El tigre se alejó, pero no había dado más de veinte pasos cuando se oyó a uno de los centinelas gritar:
—¡El tigre…! ¡el tigre…!
En seguida resonó un tiro de fusil.
Siguió otra detonación, pero el animal había redoblado su carrera y en poco tiempo se perdió de vista.
Se oyó un rumor de pasos precipitados y algunos hombres se detuvieron ante la tronera.
—¡Eh! —exclamó una voz que Tremal-Naik reconoció como la de Bharata—. ¿Dónde está el tigre?
—Ha escapado —respondió el centinela que estaba en la galería.
—¿Dónde estaba?
—Cerca de la tronera.
—Apostaría cien rupias contra una que es un amigo de Saranguy. Rápidamente, dos hombres a la bodega, o el bribón se nos escapa.
Tremal-Naik lo había oído todo. Cogió los dos vasos, los rompió, arrojó las flores blancas al ángulo más oscuro, escondió las rojas en su pecho y se tendió cerca del poste, reponiendo alrededor de su cuerpo las cuerdas y apretándolas lo mejor que pudo.
¡Lo hizo justo a tiempo! Dos cipayos armados entraron provistos de una antorcha resinosa.
—¡Ah! —exclamó uno—. ¿Estás todavía aquí, Saranguy?
—Cierra el pico, quiero dormir —dijo Tremal-Naik.
—Puedes dormir, querido amigo, y con toda tranquilidad, porque nosotros te velaremos.
Tremal-Naik alzó los hombros, se apoyó en el poste y cerró los ojos Los dos cipayos, habiendo colocado la antorcha en una grieta de la pared, se sentaron en el suelo con las carabinas entre las rodillas.
Apenas habían transcurrido unos minutos cuando Tremal-Naik advirtió que un agudo perfume le llegaba, aunque oliera también las flores rojas.
Miró a los dos cipayos: bostezaban de tal manera que parecía que les desencajasen las mandíbulas.
—¿Sientes algo tú? —preguntó el soldado más joven al otro.
—Sí —respondió el compañero. —Me parece como si estuviera borracho.
—¿Habrá algún manzanillo cerca de nosotros?
—No he visto ninguno en el parque.
La conversación acabó allí. Tremal-Naik, que estaba atento, los vio cerrar poco a poco los ojos, volverlos a abrir tres o cuatro veces, y luego cerrarlos definitivamente. Lucharon todavía algunos minutos contra el sueño y luego cayeron pesadamente a tierra, roncando ruidosamente.
Era el momento de actuar. Tremal-Naik se desató y silenciosamente se levantó.
—¡La libertad! —exclamó.
Fue a coger las armas que había escondido, ató fuertemente a los dos durmientes y se lanzó hacia la escalera.
Ningún centinela vigilaba en la planta baja.
Todavía temblando por la emoción, pero decidido a todo con tal de conquistar su libertad, Tremal-Naik subió los peldaños y llegó a una habitación oscura y desierta.
Se detuvo un momento, escuchando con profundo recogimiento, y luego empuñó el revólver y poco a poco abrió la puerta, asomando con precaución la cabeza.
Empujó una segunda puerta, recorrió un corredor largo y obscurísimo y entró en una tercera habitación.
Era muy amplia. En el fondo brillaba una luz, que esparcía una débil claridad sobre una docena de literas en las que roncaban ruidosamente otros tantos hombres.
—¡Los cipayos! —murmuró Tremal-Naik, deteniéndose.
Estaba a punto de volver atrás cuando oyó en el corredor un paso cadencioso y un tintineo que parecía de espuelas. Se sobresaltó y alzó el revólver hacia la puerta. El hombre se aproximaba; Tremal-Naik lo oyó detenerse un momento y luego pasar de largo.
—¡Si fuese el capitán! —exclamó.
Dejó la gran habitación y volvió al corredor. En el fondo descubrió una sombra apenas perceptible que se iba esfumando en la oscuridad y oyó el tintineo de las espuelas. Volvió a empuñar el revólver y se puso a seguir a la sombra resuelto a alcanzarla.
Subió unos escalones y llegó a un segundo corredor, siempre caminando sobre la punta de los pies. El hombre que le precedía se detuvo; le oyó hacer girar una llave en una cerradura, vio que se abría una puerta y luego desaparecía.
Alargó el paso y se detuvo ante la misma puerta, que no había sido cerrada.
Miró al interior. Una lámpara iluminaba a duras penas la habitación. Sentado ante una mesita, a la sombra de una columna, había un hombre que no logró distinguir bien. Sospechó que era el capitán Macpherson. Ante aquella suposición, sin saber por qué, se sintió temblar y le asaltó una vaga inquietud. Le pareció haber recibido una puñalada en el corazón.
—Es extraño —pensó—. ¿Es que tengo miedo?
Empujó ligeramente la puerta, que se abrió sin ningún ruido, y entró dirigiéndose con pasos de tigre hacia la mesa. Aunque su paso era silencioso, lo advirtió aquel hombre, que se levantó bruscamente.
—¡Bharata! —exclamó Tremal-Naik—. ¡Ah…!
Le apuntó rápidamente con su revólver.
—Ni un solo grito ni un solo paso —le dijo, —o eres muerto.
El indio, ante aquella brutal intimidación hecha en un tono que no dejaba lugar a dudas sobre la amenaza, se detuvo rechinando los dientes como una pantera cogida en un lazo.
—¡Tú…! ¡Saranguy! —exclamó clavando sus uñas en la mesa.
—No Saranguy, sino Tremal-Naik.
Bharata lo miró, más sorprendido que espantado.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Y qué vienes a hacer?
—Tengo que cumplir una misión terrible. He jurado a los
thugs
matar al capitán Macpherson.
Tremal-Naik miró a Bharata para ver qué impresión hacían en él sus palabras, pero el rostro del indio permaneció impasible.
—¿Has comprendido, Bharata? —le preguntó.
—Perfectamente.
—¿Y bien?
—Adelante.
—Es preciso que consiga la cabeza del capitán Macpherson. El sargento soltó una carcajada. —Loco, ¿no sabes que el capitán no está ya aquí?
—¿Que el capitán no está ya aquí? —exclamó Tremal-Naik con desesperación—. ¿Adonde ha ido?
—No te lo diré.
Tremal-Naik alzó el revólver apuntando al indio en la frente.
—Bharata —le dijo con voz furiosa—. ¡Habla!
—Puedes matarme, pero de mi boca no saldrá una palabra. ¡Soy un cipayo!
—Recuerda, Bharata, que no se regresa cuando se ha descendido a la tumba.
—Mátame si quieres.
Tremal-Naik extendió el brazo armado. Estaba a punto de disparar cuando oyó un silbido que se repitió tres veces.
—¡Nagor! —exclamó Tremal-Naik, que había reconocido la señal de los
thugs.
Agarró a Bharata, tapándole con una mano la boca, y lo derribó; lo ató luego con una cuerda, lo amordazó, a continuación corrió a una ventana, alzó las persianas y respondió a la señal con tres silbidos diferentes. Detrás de un matorral, a la pálida luz del alba, se alzó una forma humana, que se dirigió rápidamente al
bungalow.
Se detuvo justamente bajo la ventana, alzando la cabeza.
¡Nagor! —susurró Tremal-Naik.
¿Quién eres? —preguntó el
thug,
después de unos momentos de vacilación.
—Tremal-Naik.
—¿Debo subir?
Tremal-Naik miró a derecha e izquierda con atención y aguzó el oído.
—Sube —respondió después.
El
thug
lanzó el lazo, que se detuvo en un gancho de la ventana y en un abrir y cerrar de ojos llegó al antepecho.
Era un hombre muy joven, de poco más de veinte años, alto, delgado, dotado de una agilidad extraordinaria y, al parecer, de un valor a toda prueba. Iba casi desnudo, ungido recientemente con aceite de coco, tatuado como los otros sectarios y armado con un puñal.
—¿Estas libre? —prosiguió.
—Ya lo ves —respondió Tremal-Naik.
—¿Y el capitán?
—Este indio me ha dicho que ya no está aquí —respondió Tremal-Naik.
—¿Habrá sospechado algo? —preguntó el
thug,
entre dientes.
—No lo creo.
—Es preciso saber adonde ha ido. El hijo de las sagradas aguas del Ganges quiere su cabeza.
—Pero el sargento no habla.
—Ya verás como habla.
—Ahora que pienso en ello, estos hombres me han hecho tragar una bebida que me ha embriagado y me ha hecho hablar.
—Seguramente se trataba de una limonada —dijo el
thug
sonriendo.
—Sí, era una limonada.
—Se la haremos beber al sargento.
El
thug
saltó a la habitación, lanzó una mirada a Bharata, que esperaba tranquilamente su suerte, tomó un vaso lleno de agua y preparó la misma limonada que el capitán Macpherson le había dado a beber a Tremal-Naik.
—Trágate esta bebida —dijo al sargento, después de haberle quitado la mordaza.
—¡No! —se negó Bharata, que había adivinado de qué se trataba.
El
thug
le cogió las narices entre los dedos y apretó fuertemente.
El sargento, para no morir asfixiado, se vio obligado a abrir los labios. Fue suficiente aquel momento para que le vertiera la limonada en la boca.
—Ahora lo sabrás todo —dijo Nagor a Tremal-Naik.
—Ponte ante la puerta y haz fuego sobre el primero que intente subir la escalera —ordenó el cazador de serpientes.
—Cuenta conmigo, Tremal-Naik. Nadie vendrá a interrumpir tu interrogatorio.
El
thug
tomó un par de pistolas, miró si estaban cargadas y salió para ponerse de centinela ante la puerta.
El sargento comenzaba ya a reír y a hablar sin detenerse un solo instante. Tremal-Naik, sorprendido, escuchaba aquel torrente de palabras y recogió al vuelo el nombre del capitán Macpherson.
—Bien, sargento —dijo—. ¿Dónde está el capitán?
Al oír su voz, Bharata se detuvo. Miró a Tremal-Naik con los ojos chispeantes y preguntó:
—¿Quién me habla…? Me parecía haber oído la voz de un
thug…
¡ah…! ¡ah…! Dentro de poco ya no habrá más
thugs.
Lo ha dicho el capitán… y el capitán es un hombre de palabra… un gran hombre que no tiene miedo. Los asaltará en su cueva… los destruirá con bombas… será estupendo verlos escapar con el agua a los talones… ¡ah…! ¡ah…! ¡ah…!
—¿E irás tú también a verlos? —preguntó Tremal-Naik, que no se perdía una palabra.
¡Sí que iré y tú también vendrás…! ¡Ah…! ¡ah…! Será un espectáculo magnífico.
¿Y sabes dónde está su cubil?
—Sí que lo sé. Lo ha dicho Saranguy.
—¿Y estaba presente el capitán cuando Saranguy habló? —preguntó Tremal-Naik, estremeciéndose.
—Claro, y partió en seguida para sorprenderlos.
¿Partió hacia Raimangal?
¡No, no! —exclamó vivamente el sargento. Los
thugs
son fuertes y se precisan muchos hombres para aplastarlos, muchos más de los que tiene el capitán.
—¿Ha ido a Calcuta?
—Sí, a Calcuta, ¡al fuerte William…! Y armará un buque ¡y embarcará a mucha gente… y muchos cañones…! ¡ah…! ¡ah…! ¡qué magnífico espectáculo!
Calló el sargento. Sus ojos se cerraban y abrían, pero volvían a cerrarse a pesar de los esfuerzos que hacía para mantenerlos abiertos. Tremal-Naik comprendió que el opio iba haciendo su efecto poco a poco.
—Sé cuanto quería saber —murmuró—. ¡Y ahora a Raimangal!
No había terminado aún de hablar cuando en el corredor de abajo resonaron dos disparos seguidos por el grito de un moribundo.
Sin parar mientes en el peligro a que se exponía, Tremal-Naik se precipitó afuera de la puerta dando saltos de tigre y gritando:
—¡Nagor! ¡Nagor!
Nadie respondió a su llamada. El estrangulador que pocos minutos antes vigilaba ante la puerta ya no estaba. ¿Dónde se había ido? ¿Qué había sucedido?
Inquieto, pero resuelto a salvar a su compañero, Tremal-Naik se dirigió hacia la escalera. Un hombre, un cipayo, yacía en medio del corredor. Un reguero de sangre le salía del pecho y formaba en el suelo un charco que lentamente se ensanchaba.
—¡Nagor! —repitió Tremal-Naik.
Tres hombres aparecieron al fondo del corredor: corrían hacia la puerta. Casi al mismo tiempo se oyó la voz de Nagor que gritaba:
—¡Socorro! ¡Derriban la puerta!
Tremal-Naik descendió precipitadamente la escalera y descargó uno tras otro dos tiros de revólver. Los tres indios que avanzaban huyeron.
—¡Nagor! ¿Dónde estás? —preguntó Tremal-Naik.
—Aquí —respondió el
thug. —
Derriba la puerta; me han encerrado dentro.
Con un furioso empujón, Tremal-Naik rompió las tablas. El estrangulador, contuso y ensangrentado, se precipitó fuera de su prisión.
¿Qué has hecho? —preguntó Tremal-Naik.
¡Huye! ¡Huye! —gritó Nagor. —Tenemos a los cipayos a nuestros talones.
Los dos indios volvieron a subir la escalera y corrieron a encerrarse en la habitación del sargento. En el corredor retumbaron tres o cuatro disparos.
—Saltemos por la ventana —gritó Nagor.
—Es demasiado tarde —dijo Tremal-Naik, inclinándose sobre el antepecho.
Dos cipayos se habían apostado a doscientos metros del
bungalow.
Viendo a los dos indios, apuntaron sus carabinas e hicieron fuego, pero no lograron alcanzarlos.
—Estamos prisioneros —dijo Tremal-Naik. —Hagamos una barricada en la puerta.
Esta, afortunadamente, era bastante gruesa y estaba provista de sólidos cerrojos. Los dos indios en pocos instantes acumularon tras ella los muebles de la habitación.
—Carga tus pistolas —dijo Tremal-Naik a Nagor. Dentro de poco nos asaltarán. Los cipayos saben que somos solamente dos. Pero, ¿qué has hecho? ¿Por qué ese alboroto?
—He obedecido tus instrucciones —dijo el estrangulador. —Viendo avanzar a dos cipayos por el corredor disparé y derribé a uno; el otro huyó hacia aquella puerta y yo le seguí, pero caí y cuando me levanté encontré cerradas las puertas. A no ser por ti todavía estaría prisionero.
—Has obrado mal disparando tan precipitadamente. Ahora no sé cómo acabará la cosa.
—Permaneceremos aquí.
—Y mientras tanto Raimangal caerá.
—¿Qué has dicho?
—Que Raimangal está amenazada.
—¡Es imposible!
—El capitán Macpherson está en el fuerte William y prepara una expedición para asaltar Raimangal.
—¡Entonces corremos un gran peligro!
—Ciertamente. Pero esta noche escaparemos.
Un disparo de carabina resonó en el exterior seguido por el grito:
—¡El tigre…! ¡el tigre…!
Tremal-Naik se abalanzó a la ventana y miró.