El misterio de la jungla negra (16 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: El misterio de la jungla negra
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Aquel hombre, que intrépidamente se había enfrentado con el tigre, no tenía armas. Con los brazos cruzados, la mirada brillante de osadía, miraba con curiosidad al capitán, conservando la inmovilidad de una estatua de bronce.

—Sin tu valor a estas horas estaría muerto —le agradeció el capitán. —Pero, ¿quién eres tú, capaz de enfrentarte con los tigres sin armas y ponerlos en fuga? ¡Nunca he visto nada semejante!

—Me llamo Saranguy y soy un cazador de tigres de las
sunderbunds.

—¿Pero por qué te encuentras aquí?

—La jungla negra ya no tiene tigres. He venido al norte para buscar otros.

—¿Y adonde vas ahora? —le preguntó el capitán Macpherson al desconocido.

—No lo sé. No tengo patria ni familia; voy al buen tuntún.

—¿Quieres venir conmigo?

Los ojos del indio lanzaron un relámpago.

—Si necesitas un hombre fuerte y valiente, que no teme ni a las fieras ni a las iras de los dioses, vuestro soy.

—Ven, valiente indio, y no tendrás quejas de mí.

El capitán giró sobre sus talones, pero se detuvo de repente.

—¿Adonde crees que ha huido el tigre?

—Muy lejos. Los tigres tienen miedo de quienes les hacen frente como lo he hecho yo —dijo Saranguy con sonrisa indefinible.

—¿Será posible encontrarlo ahora?

—No lo creo. Por lo demás, me encargo yo de matarlo y no dentro de mucho tiempo.

—Volvamos al
bungalow.

Bharata, que había acudido inmediatamente, dijo a Saranguy:

—No he visto jamás un golpe semejante; tú mantienes muy alta la fama de nuestra raza.

Una sonrisa fue la única respuesta del indio.

Los tres hombres subieron al
hauda
y en menos de media hora llegaron al
bungalow,
ante el cual les esperaban los cipayos.

A la vista de aquellos soldados, Saranguy frunció el ceño. Parecía inquieto y contuvo con gran esfuerzo un gesto de despecho. Por suerte suya nadie advirtió aquel movimiento que, por lo demás, fue tan rápido como un relámpago.

—Saranguy —dijo el capitán, en el momento que entraba con Bharata, —si tienes hambre, haz que te indiquen la cocina; si quieres dormir, escoge la habitación que más te guste; y si quieres cazar, pide el arma que te plazca.

—Gracias, patrón —respondió el indio.

El capitán entró en el
bungalow.
Saranguy, por el contrario, se sentó cerca de la puerta. Su cara se había vuelto hosca y sus ojos brillaban con una extraña llama. Tres o cuatro veces se levantó como si quisiera entrar en el
bungalow
y siempre volvía a sentarse. Parecía como si fuera presa de una viva agitación.

—Quién sabe la suerte que le tocará al capitán —murmuró con voz sorda. —Es extraño y sin embargo ese hombre me inspira simpatía, porque su cara se asemeja…

Calló, volviéndose aún más tétrico.

—¿Estará aquí el hombre que busco? —se preguntó de repente.

Se alzó una vez más y se puso a pasear.

Pasando ante un recinto oyó algunas voces que venían del interior. Se detuvo, levantando bruscamente la cabeza. Pareció indeciso, miró alrededor como si quisiera asegurarse de que estaba solo, y luego se dejó caer al pie de la empalizada, aguzando atentamente el oído.

—Te lo digo yo —decía una voz. —El bribón hablará.

—No es posible —decía otra voz. —Esos perros
thugs
no se dejan intimidar por nadie.

—Pero el capitán Macpherson tiene procedimientos a los que ninguna criatura humana resiste.

—Ese hombre es muy fuerte. Se dejará arrancar la piel antes de decir una sola palabra.

Saranguy atendió todavía más interesado y acercó la oreja a la empalizada.

—¿Y en qué lugar lo tienen encerrado? —preguntó la primera voz.

—En este momento se encuentra en el subterráneo —respondió la otra voz.

—Ese hombre es capaz de escapar.

—Es imposible, porque las paredes tienen un espesor enorme; además, uno de nosotros lo vigila sin perderlo de vista.

—No digo que escapará solo, sino ayudado por los
thugs.

—¿Crees que ronden por estos lugares?

—La noche pasada hemos oído señales y me han contado que un cipayo vio sombras.

—Me haces estremecer.

—¿Tienes miedo?

—Puedes creerlo. Esos malditos lazos raramente fallan.

—Tendrás miedo por poco tiempo porque los asaltaremos en su refugio. Negapatnan confesará todo.

Saranguy, al oír a aquel hombre, se puso en pie de un salto presa de una viva agitación. Una sonrisa siniestra se esbozó en sus labios y luego miró ferozmente al
bungalow.

—¡Ah! —exclamó con voz apenas perceptible—. ¡Negapatnan está aquí! ¡Los malditos estarán contentos!

MATAR PARA SER FELIZ

Había llegado la noche.

El capitán Macpherson no se había dejado ver durante el día y nada había ocurrido en el
bungalow.

Saranguy, después de haber caminado sin rumbo por aquí y por allá, en los alrededores de los cobertizos y las empalizadas, escuchando atentamente las conversaciones de los cipayos, se había tumbado detrás de un espeso matorral a cincuenta pasos de la habitación como alguien que intenta dormir.

De vez en cuando, alzaba prudentemente la cabeza y su mirada recorría rápidamente la campiña de alrededor. Se hubiera dicho que buscaba algo o que esperaba a alguien.

Pasó una larga hora. La luna se alzó en el horizonte iluminando vagamente los bosques y el curso del río.

Un aullido agudo, el aullido del chacal, se dejó oír en lontananza. Saranguy se alzó bruscamente mirando alrededor con desconfianza.

—Al fin —murmuró con un escalofrío. —Conoceré mi condena.

A doscientos pasos, en la sombra de un matorral, aparecieron dos puntos luminosos con reflejos verduzcos. Saranguy acercó sus dedos a sus labios y lanzó un ligero silbido. Los dos puntos luminosos se lanzaron hacia él. Eran los ojos de un gran tigre, que dejó escapar ese sordo maullido que es característico de tales fieras.

—¡Darma! —llamó el indio.

El tigre se agachó, aplastándose contra el suelo, y se puso a deslizarse silenciosamente. Se detuvo justamente ante él.

—¿Estás herido? —preguntó el indio, con voz conmovida.

El tigre, por toda respuesta, abrió la boca y lamió las manos y el rostro del indio.

—Has afrontado un gran peligro, pobre Darma —añadió el indio con tono afectuoso. —Será la última prueba.

Pasó una mano por debajo del cuello de la fiera y encontró un pequeño papel rojo, enrollado y suspendido por un delgado hilo de seda.

Lo abrió con mano trémula y lo ojeó. Había signos extraños con una tinta azul y una línea de sánscrito.

—Ven: el mensaje ha llegado— leyó.

Un nuevo estremecimiento agitó sus miembros y algunas gotas de sudor le perlaron la frente.

—Vamos, Darma —dijo.

Miró de pasada el
bungalow
, recorrió trescientos o cuatrocientos pasos arrastrándose seguido por el tigre y luego se internó en el bosque de borasos.

Caminó durante veinte minutos rápidamente siguiendo un sendero apenas visible, y luego se detuvo, llamando con un gesto al tigre.

A veinte pasos de él se había alzado de improviso un individuo, el cual apuntó resueltamente un fusil al tiempo que gritaba:

—¿Quién va?

—Kalí —respondió Saranguy.

—¡Adelante!

Saranguy se aproximó al indio, que lo examinó atentamente.

—¿Sabes quién te espera? —preguntó.

—Kougli.

—¡Sígueme!

El indio se puso la carabina en bandolera y comenzó a marchar con paso silencioso. Saranguy y Darma lo siguieron.

—¿Has visto al capitán Macpherson? —preguntó unos instantes después el guía.

—Sí.

—¿Sabes algo de Negapatnan?

—Sé que es prisionero del capitán.

—¿Y sabes dónde está escondido?

—En los subterráneos del
bungalow.

—Pero tú lo liberarás.

—¿Yo? —exclamó Saranguy.

—Creo que te darán ese encargo.

El indio enmudeció y apresuró el paso, adentrándose en medio de las espesuras de bambúes y los matorrales erizados de espinas. De vez en cuando se detenía y examinaba el tronco de los palmiches
tara
que encontraba a su paso.

—¿Qué miras? —preguntó Saranguy, sorprendido.

—Las señales que indican el camino.

—¿Ha cambiado de vivienda Kougli?

—Sí, porque los ingleses se han dejado ver por las cercanías de su cabaña. El capitán Macpherson tiene buenos rastreadores a su servicio. Estáte alerta, Saranguy; podrían hacerte una mala pasada cuando menos te lo esperes.

Se detuvo, acercó las manos a sus labios y emitió un aullido semejante al del chacal.

Le respondió un segundo aullido.

—El camino está libre —dijo el indio. —Sigue este sendero y llegarás al umbral de la cabaña. Yo me quedo aquí a vigilar.

Saranguy obedeció. Recorriendo el sendero, se dio cuenta que detrás de cada árbol estaba acurrucado un indio con una carabina en las manos y el lazo sujeto alrededor del cuerpo.

—Estamos bien guardados —murmuró. —Podremos hablar sin temer que nos sorprendan los ingleses.

Muy pronto se encontró ante una gran cabaña, construida con solidísimos troncos de árbol, en los cuales se habían abierto muchas troneras para dejar pasar las carabinas. El techo estaba cubierto por hojas de latanias y en la cima había una tosca estatua de la diosa Kalí.

—¿Quién va? —preguntó un indio, que estaba sentado en el umbral de la puerta armado con carabina, puñal y lazo.

—Kalí —respondió por segunda vez Saranguy.

—Pasa.

El indio entró en una pequeña estancia iluminada por una antorcha resinosa que esparcía alrededor una luz humeante.

Tumbado sobre una estera estaba un indio tan alto como el feroz Suyodhana, ungido de aceite de coco, y con el misterioso tatuaje en el pecho.

Su cara, del color del bronce y adornada con una espesa barba negra, era dura y feroz. Los ojos, profundamente hundidos, brillaban con una lúgubre llama.

—Salve, Kougli —dijo el indio, entrando y pronunciando las palabras casi con pena.

—¡Ah!, eres tú, amigo —respondió Kougli alzándose rápidamente. —Comenzaba a impacientarme.

—No es mía la culpa; el camino es largo.

—Lo sé, amigo. Siéntate. ¿Cómo han ido las cosas?

—Muy bien; Darma ha seguido punto por punto su cometido. Si no hubiera llegado yo a tiempo habría aplastado la cabeza del capitán.

—¿Lo había derribado?

—Sí.

—Bravo animal, tu tigre. ¿De forma que estás al servicio del capitán? —preguntó Kougli.

—Sí.

—¿En calidad de qué?

—De cazador.

—¿Sabe que te has alejado del
bungalow
?

—No lo sé. Por lo demás, me ha concedido amplia libertad para irme a los bosques o a la jungla a cazar.

—Sin embargo, estáte prevenido. Ese hombre tiene cien ojos. ¿Sabes dónde han escondido a Negapatnan?

—En el subterráneo.

—¿Conoces ese subterráneo?

—Aún no, pero lo conoceré. Sé que tiene las paredes de un espesor enorme y que un cipayo armado vigila día y noche ante la puerta.

—Sabes más de lo que esperaba. Eres un valiente.

— El cazador de serpientes de la jungla negra es más fuerte y más astuto de lo que tú crees —respondió Saranguy.

—¿Sabes si Negapatnan ha hablado?

—No lo sé.

—Si ese hombre habla estamos perdidos.

—¿Quizás desconfías de él? —preguntó Saranguy.

—No, porque Negapatnan es un gran jefe y es incapaz de traicionarnos. Pero el capitán Macpherson sabe atormentar a sus prisioneros. Bueno, vamos a los hechos.

La frente de Saranguy se arrugó y un ligero estremecimiento recorrió sus miembros.

—¿Sabes por qué te he llamado? —siguió Kougli.

—¡Lo adivino!

—Se trata de Ada Corishant.

Ante aquel nombre, la torva mirada de Saranguy se apagó, algo húmedo le brilló en las cejas y un profundo suspiro surgió de sus labios descoloridos.

—¡Ada…! —exclamó con voz sofocada.

Kougli miró al indio. Una sonrisa satánica, una mueca atroz afloró rápidamente a sus labios.

—Tremal-Naik —dijo con voz sepulcral—. ¿Te acuerdas de aquella noche en que te refugiaste en el pozo con tu Ada y el maharata? Bastaba con que Suyodhana lo hubiese querido y los tres ahora dormiríais bajo tierra.

—Continúa —dijo Saranguy, es decir, Tremal-Naik.

—Los
thugs
habían pronunciado vuestra sentencia de muerte; tú debías ser estrangulado, la Virgen de la pagoda sagrada debía morir en la hoguera y Kammamuri morir entre las serpientes. Pero Suyodhana se opuso, porque Negapatnan había caído en manos de los ingleses y era preciso salvarlo. Tú habías dado muchas pruebas de ser un hombre audaz y lleno de recursos; él te concedió la gracia para que sirvieses a nuestra secta.

Tremal-Naik escuchaba en silencio.

—Pero tú amabas a aquella mujer que se llama Ada. Era preciso cedértela para tener en ti un aliado fiel y dispuesto. Nuestra diosa Kalí te la ofrece.

—¡Ah…! —exclamó Tremal-Naik poniéndose en pie completamente transfigurado—. ¿Es verdad lo que dices? ¿Y será mi esposa?

—Sí, será tu esposa. Pero los
thugs
exigen algo de ti.

—Lo que sea lo acepto. Por mi prometida entregaría a las llamas toda la India.

—¡Bien; escucha!

Se sacó del cinturón un mapa, lo desplegó y lo miró durante algunos instantes con profunda atención.

—Los
thugs
—dijo —aman a Negapatnan, que es valiente, emprendedor y fuerte. ¿Tú quieres a tu Ada? Liberta a Negapatnan. Pero no basta. Suyodhana exige de ti otra cosa.

—Habla —dijo Tremal-Naik, estremeciéndose involuntariamente.

Kougli miraba fijamente y de una manera extraña al cazador de serpientes. Luego dijo lentamente:

—Suyodhana te concede tu prometida a condición de que tú mates al capitán Macpherson…

—El capitán…

—Macpherson —repitió Kougli, entreabriendo los labios con una cruel sonrisa.

—¿Y sólo a ese precio podré librar a Ada…?

—Sólo a ese precio. En el caso de que rehúses, la Virgen de la pagoda subirá a la hoguera y Kammamuri morirá entre las serpientes. Los tenemos a ambos en nuestras manos. ¿Qué decides?

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