El misterio de la jungla negra (3 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: El misterio de la jungla negra
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Los dos indios se separaron, tomando caminos diferentes. En cuanto cesó el ruido, Tremal-Naik, que había oído toda la conversación, se puso en pie.

—Kammamuri —dijo con viva emoción, —hemos de separarnos. Ya los has escuchado: saben que he desembarcado y me buscan. Seguirás al indio que se dirige al río y en cuanto puedas llegarás a la otra orilla. Yo seguiré al otro.

—¿Por qué no vienes tú también a la otra orilla?

—He de ir a la pagoda.

—¡Oh, no lo hagas, señor!

—Estoy decidido. En la pagoda está la mujer a la que creía una aparición y a la que ahora quiero liberar de esos malditos. ¡Ve, Kammamuri!

Kammamuri emitió un profundo suspiro que más parecía un gemido y se levantó.

—Señor —preguntó conmovido—, ¿dónde nos volveremos a ver?

—En la cabaña, si no me matan: ¡vete!

El maharata se internó en la jungla siguiendo los pasos del indio, hacia la orilla. Tremal-Naik se quedó mirándolo, con los brazos cruzados y la frente fruncida. Después se colocó la carabina en bandolera, lanzó una última mirada a su alrededor y se alejó rápida y silenciosamente, siguiendo la pista del segundo indio, que no debía de estar muy lejos.

El camino era difícil y muy intrincado. El terreno estaba cubierto por una red de bambúes que alcanzaban una altura realmente extraordinaria.

Un hombre que desconociera aquellos parajes se habría perdido sin duda entre aquellos gigantescos vegetales y le habría resultado imposible dar un paso sin hacer ruido, pero Tremal-Naik, que había nacido y crecido en la jungla, se movía por ella con sorprendente rapidez y seguridad, sin producir el menor crujido.

No caminaba, pues ello habría sido imposible, sino que se arrastraba como un reptil de planta a planta, sin detenerse ni dudar sobre el camino a seguir. De vez en cuando apoyaba el oído en el suelo y estaba seguro de no perder la pista del indio que le precedía, pues el terreno transmitía el paso de éste, por ligero que fuera.

Había recorrido ya más de una milla cuando se dio cuenta de que el indio se había detenido inesperadamente. Apoyó tres o cuatro veces el oído en tierra, pero el terreno no transmitía ningún ruido; se incorporó escuchando con gran atención, pero no captó ningún crujido. Tremal-Naik comenzó a preocuparse.

Recorrió arrastrándose tres o cuatro metros más y después levantó la cabeza, pero la volvió a bajar casi en seguida. Había chocado contra un cuerpo blando que pendía y que se había retirado inmediatamente.

Intuyó en seguida lo que tenía sobre su cabeza; se echó rápidamente a un lado, desenvainando el cuchillo, y miró hacia arriba.

Entre los bambúes se había oído un crujido inesperado y un cuerpo oscuro, ondulado, bajó sinuosamente por una de aquellas plantas. Era una monstruosa pitón, de más de veinticinco pies de longitud, que se alargaba hacia Tremal-Naik en la esperanza de envolverle en sus anillos y triturarlo con uno de sus característicos abrazos que nadie resiste.

El reptil había descendido tanto que con la cabeza tocaba al cazador de serpientes, pero éste se mantenía tendido en el suelo para impedir que la pitón le envolviese entre sus anillos. Cuando vio que el reptil se levantaba y enrollaba en parte sobre sí mismo se apresuró a arrastrarse a cinco o seis metros de distancia. Se consideraba ya fuera del alcance de la serpiente y se había vuelto ya para levantarse cuando a siete u ocho metros de distancia, muy cerca del lugar ocupado por el reptil, había aparecido inesperadamente un indio de gran estatura, muy delgado, armado de un puñal y de una especie de lazo que terminaba en una bola de plomo.

En el pecho llevaba tatuada una misteriosa serpiente con cabeza de mujer, rodeada de letras en sánscrito.

—¿Qué haces aquí? —gritó aquél indio en tono amenazador.

—¿Y tú que haces? —replicó despectivamente Tremal-Naik—. ¿Eres acaso uno de esos miserables que se divierten asesinando a las personas que desembarcan aquí?

—Sí, y eso es lo que haré contigo.

Tremal-Naik se puso a reír, mirando el reptil, que empezaba a desenrollar sus anillos, ondeando sobre la cabeza del indio que finalmente se dio cuenta del peligro que le amenazaba. Pero era demasiado tarde. El enorme reptil se dejó caer encima de él y en un instante lo envolvió entre sus anillos, estrechándolo hasta hacerle crujir los huesos.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó el desventurado abriendo mucho los ojos.

Tremal-Naik, con un movimiento espontáneo, se lanzó hacia el indio. De un terrible tajo cortó en dos trozos la pitón, que silbaba rabiosamente, cubriendo a la víctima de baba sanguinolenta. Iba a seguir cuando oyó bambúes que se agitaban furiosamente en varios sitios.

—¡Ahí está! —gritó una voz.

Eran otros indios que corrían hacia allí, compañeros del infeliz al que al reptil, aunque partido en dos, destrozaba, haciéndole chorrear la sangre de las carnes. Tremal-Naik comprendió el peligro que corría y se lanzó a una precipitada fuga por la jungla.

—¡Ahí está! —repitió la misma voz—. ¡Fuego! ¡Fuego!

Un disparo de arcabuz resonó, despertando todos los ecos de la selva, y después otro, y un tercero. Tremal-Naik, milagrosamente escapado de los proyectiles, empuñó la carabina y la apuntó contra los asaltantes, que corrían hacia él con los puñales entre los dientes y los lazos en la mano, dispuestos a estrangularlo.

Del cañón salió una lengua de fuego. Un indio lanzó un grito terrible, se llevó las manos a la cara y cayó rodando entre la hierba.

Tremal-Naik reanudó su carrera desenfrenada, saltando a derecha y a izquierda para impedir que los enemigos le acertaran. Cruzó un grupo de bambúes que derribó furiosamente y se internó en la densa jungla, despistando a sus perseguidores.

Corrió así durante un cuarto de hora. Cuando se detuvo se encontraba a doscientos pasos de una magnífica pagoda que se erguía aislada en la orilla de un gran estanque bordeado por colosales ruinas.

LA VIRGEN DE LA PAGODA

Aquella pagoda, del más puro estilo indio, era la más bella que Tremal-Naik había visto en las
sunderbunds.
Construida toda en granito gris, tenía más de sesenta pies de altura sobre una base de más de cuarenta de anchura y estaba rodeada por magníficas columnas, esculpidas con el arte que distingue a la raza india.

A medida que se elevaba la pagoda iba estrechándose hasta terminar en una especie de cúpula que culminaba en una gigantesca bola de metal que sostenía a la misteriosa serpiente con cabeza de mujer, y las paredes estaban cubiertas por una multitud de extrañas esculturas que representaban muchas figuras de la mitología india, así como gran número de monstruos espantosos y cabezas de elefantes con las trompas extendidas.

Tremal-Naik se había detenido de repente, sorprendido al hallarse ante un templo donde no pensaba encontrar más que la salvaje jungla.

Lanzó una mirada a su alrededor. Se encontraba en una especie de claro de una extensión de más de media milla y libre de matorrales y bambúes.

Tuvo por un momento la idea de volver atrás y refugiarse de nuevo en la jungla, pero mirando la parte superior de la pagoda pensó que ésta podía ser un buen escondrijo.

Con sorprendente rapidez subió a una columna y desde allí se lanzó sobre la pared del templo, agarrándose a las piernas de las divinidades, trepando por sus cuerpos, colocando los pies sobre sus cabezas, sujetándose a las probóscides de los elefantes y a los cuernos de los bueyes del dios Siva.

Debían de ser las dos de la madrugada cuando, tras efectuar una veintena de acrobacias capaces de helarle la sangre a un gimnasta y de correr otras tantas veces el peligro de caer y romperse el cráneo, llegó a la cúpula. Con un último impulso se agarró a la gigantesca bola de metal, culminada por la serpiente con cabeza de mujer.

Con gran sorpresa, se encontró haciendo equilibrios sobre una ancha abertura, profunda y oscura como un pozo, cruzada por una barra de bronce, en la que pudo apoyar los pies.

—¿Dónde estoy? —se preguntó—. Este pozo debe de conducir sin duda al interior de la pagoda.

Abandonó la gran bola y se agarró a la barra mirando hacia abajo, pero no vio más que tinieblas; aguzó el oído, pero allí abajo reinaba el silencio más profundo, señal evidente de que en aquel momento no había nadie en la pagoda. Había una cuerda bastante gruesa, formada por un vegetal brillante y muy flexible, atada a la barra y que desaparecía por la abertura. La cogió y tiró con todas sus fuerzas; se dio cuenta en seguida de que en el cabo inferior debían de haber atado un cuerpo bastante pesado, que al moverse ondeó tintineando.

—Debe ser una lámpara —dijo Tremal-Naik.

Inesperadamente le pasó por la cabeza un pensamiento. ¿Y si era precisamente aquélla la pagoda de la Virgen de la que había oído hablar en la jungla?

Fue un relámpago. Se agarró a la cuerda y se puso a descender en las tinieblas, aunque ignoraba dónde podía ir a parar y lo que le esperaba allí abajo. Unos minutos después sus pies chocaban contra un objeto de forma redondeada que emitió un sonido metálico que repitieron los ecos del templo.

Iba a inclinarse para ver de qué se trataba cuando llegó a sus oídos un crujido parecido al de una puerta que gira sobre sus bisagras. Miró hacia abajo y le pareció ver una sombra que se movía sin producir ningún ruido.

Con una mano empuñó una pistola, decidido a vender cara su vida si le descubrían, y esperó con la inmovilidad de una estatua de granito.

Llegó hasta él un suspiro profundo.

—¡Heme aquí, horrible divinidad! —exclamó una voz de mujer que sacudió a Tremal-Naik hasta el fondo de su alma.

En el colmo de su sorpresa oyó el ruido de un líquido que caía al suelo y sintió que se esparcía por el aire un perfume suave.

—¡Te odio! —exclamó la misma voz con gran amargura—. Te odio, espantosa divinidad, malditos sean los asesinos que me obligan a servirte.

Un estallido de llanto siguió a la maldición lanzada por aquel ser misterioso. Tremal-Naik se estremeció de nuevo y por un momento tuvo la idea de dejarse caer en el vacío, pero la desconfianza lo contuvo. Por otra parte, era demasiado tarde, pues la sombra se había alejado, desapareciendo en las tinieblas, y poco después oyó el crujido de la puerta que se cerraba.

Cuando estuvo seguro de encontrarse solo otra vez, el cazador de serpientes se descolgó hasta abajo y puso sus pies sobre un objeto duro y desigual, que al tocarlo emitió el sonido que caracteriza a los cuerpos metálicos y especialmente a los de bronce.

—¿Qué es esto? —murmuró.

Se inclinó, apoyó las manos en aquella mole de bronce y se descolgó hasta tocar tierra. Sus pies resbalaron sobre una superficie lisa y mojada.

—Aquí es donde ha vertido el perfume —dijo. —Mañana sabré si es la mujer que busco.

Dio seis o siete pasos a tientas en las tinieblas y luego se acurrucó en el suelo, esperando que un rayo de luz iluminase aquel templo misterioso.

Pasaron casi dos horas sin que ningún sonido alterase el fúnebre silencio que reinaba en aquel lugar; arriba, por la abertura, el cielo comenzaba a iluminarse y los astros a palidecer ante la primera luz del alba. Tremal-Naik, con los ojos bien abiertos y aguzando el oído en la más completa inmovilidad, seguía esperando, con la paciencia que caracteriza a las razas asiáticas.

Hacia las cuatro el sol apareció inesperadamente en el horizonte, iluminando la gran bola de bronce que culminaba la pagoda, y por la gran abertura bajó un haz de luz. Tremal-Naik se puso de pie sorprendido, desconcertado por el espectáculo que aparecía ante sus ojos.

Se encontraba bajo una inmensa cúpula, cuyas paredes estaban curiosamente pintadas. Las primeras diez encarnaciones de Visnú, el dios protector de los indios, que tiene su residencia en el Vaicondu o mar de leche de la serpiente Adissescieu, estaban pintadas circularmente, y las imágenes del dios estaban rodeadas por los principales
deverkeli
o semidioses venerados por los indios, protectores de los ocho ángulos del mundo, habitantes del
sorgou,
el paraíso de los que no tienen méritos suficientes para ir al
cailasson
o paraíso de Siva. Hacia la mitad de la cúpula estaban esculpidos los
cateros,
gigantescos genios del mal que, divididos en cinco tribus, van errando por el mundo, del que no pueden salir y en el que no pueden merecer la beatitud prometida a los hombres sin antes haber recogido gran número de plegarias.

En el medio de la pagoda se elevaba una gran estatua de bronce, que representaba una mujer con cuatro brazos, uno de los cuales blandía una larga daga y otro una cabeza.

Un gran collar de calaveras le bajaba hasta los tobillos y le ceñía las caderas un cinturón de manos y brazos cortados.

La cara de aquella horrible mujer estaba tatuada y sus orejas adornadas con pendientes; la lengua, pintada de un rojo intenso, del color de la sangre, sobresalía más de un palmo de los labios que esbozaban una feroz sonrisa; estrechaban sus muñecas grandes brazaletes y sus pies se posaban sobre el cuerpo derribado de un gigante cubierto de heridas.

Otro objeto extraño era una balsa de mármol blanco engastada en las brillantes piedras del suelo. Estaba llena de agua limpísima y se veía nadar en ella un pequeño pez de un bonito color amarillo dorado que se parecía bastante a un mango del Ganges.

Tremal-Naik no había visto jamás nada semejante. Se había detenido ante la monstruosa divinidad y la contemplaba con una mezcla de estupor y miedo cuando un ligero crujido llegó a sus oídos. Se volvió con la carabina en las manos, pero en seguida retrocedió hasta la monstruosa divinidad, conteniendo a duras penas un grito de estupor y alegría.

Ante él, apoyada en una puerta dorada, estaba una muchacha de maravillosa belleza, con el más angustioso terror reflejado en la cara. Era esbelta como un junco de formas elegantísimas.

Sus facciones eran de una belleza antigua, animadas por la fúlgida expresión de la mujer angloindia.

Tenía la piel rosada, de una suavidad incomparable; los ojos grandes, negros y brillantes como diamantes; una nariz recta que nada tenía de india y labios delgados, coralinos, medio abiertos por el estupor sobre dos filas de dientes de deslumbrante blancura. Su abundante cabellera, de un negro fuliginoso, separada en la frente por un ramillete de gruesas perlas, estaba recogida y entrelazada con flores de suave perfume.

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