Inesperadamente rompieron de nuevo el silencio las notas agudas del misterioso
ramsinga,
sacando de sus meditaciones al cazador de serpientes. Levantó la cabeza como un caballo de batalla al oír la señal de la carga, lanzó una mirada profunda a la desierta jungla, por la que vagaba una densa niebla cargada de exhalaciones venenosas, y después se volvió y acercándose bruscamente a Aghur le preguntó:
—¿Has oído otras veces el
ramsinga
?
—¿Crees que el que lo toca tiene alguna relación con los misteriosos habitantes de Raimangal?
—Sí.
—¿Y qué interés pueden tener en asesinar a mis hombres?
—Quién sabe, tal vez quieren asustarnos y mantenernos alejados.
—¿Dónde crees que tienen sus cabañas?
—No lo sé, pero me parece que cada noche se reúnen cerca del
banian.
—Bien —dijo Tremal-Naik. —Kammamuri, coge los remos—. ¿Qué quieres hacer, señor? —preguntó el maharata.
—Ir hasta el
banian.
—¡Oh! ¡No lo hagas, señor! —gritaron al unísono los dos indios. —Te matarán a ti también.
Tremal-Naik los miró con ojos como ascuas y dijo sólo, con un tono de voz que no admitía réplica:
—¡A la canoa, Kammamuri!
—Pero señor…
—¿Acaso tienes miedo? —preguntó despectivamente Tremal-Naik.
—Soy maharata. ¿Lo has olvidado, señor? —dijo el indio con orgullo.
Kammamuri cogió un par de remos y se dirigió hacia la orilla.
Tremal-Naik entró en la cabaña, descolgó de un clavo una carabina de largo cañón, cogió también una gran bolsa de pólvora y se colocó en el cinturón un ancho cuchillo.
—Aghur, tú te quedarás aquí —dijo al salir. —Si no hemos vuelto dentro de dos días ven a buscarnos a Raimangal con el tigre y Punthy.
—Llévate a Darma. Podría serte útil —le sugirió Aghur.
—Delataría nuestra presencia, y yo quiero desembarcar sin ser visto ni oído. Adiós, Aghur.
Se colocó la carabina en bandolera y llegó donde estaba Kammamuri, que lo esperaba cerca de un pequeño
gonga,
rudimentaria y pesada embarcación hecha con el tronco de un árbol.
Se embarcaron y alejaron mientras una oscuridad profunda, densa por la niebla pestilente que se estancaba en los canales, islas e islotes, ocultaba las
sunderbunds
y la corriente del Mangal.
En todas partes reinaba un silencio fúnebre, misterioso. Tremal-Naik, tumbado en la popa empuñando el fusil, callaba y mantenía los ojos bien abiertos, mirando hacia una u otra orilla, donde se oían roncos bramidos y silbidos lastimeros. Kammamuri, sentado en medio de la embarcación, la hacía avanzar a golpes de remo, hasta que media hora después llegaron a una amplia extensión de agua, dividida en dos por una punta de tierra en la que se vislumbraba un enorme árbol.
—¡El
banian!
—exclamó Tremal-Naik. —Deja los remos, Kammamuri, que nos arrastre la corriente.
El
gonga
fue a embarrancarse a menos de un centenar de pasos del
banian,
en la parte septentrional de la isla Raimangal, en la que habían matado al pobre Hurti.
Tremal-Naik y Kammamuri desembarcaron silenciosamente y, empuñando las armas, avanzaron hacia el gran árbol. Pero al cabo de pocos pasos tropezaron casi con un cuerpo tendido en el suelo.
—¡Hurti! —exclamó Tremal-Naik.
Se inclinó sobre el cadáver, que tenía la cara desfigurada y los ojos fuera de las órbitas, y permaneció unos instantes al lado del fiel compañero que asesinos desconocidos habían matado traicioneramente. Después se incorporó, se dirigió hacia la orilla, cogió el
gonga
y lo volcó, hundiéndolo.
—¿Qué haces? —preguntó Kammamuri sorprendido.
—Nadie tiene que imaginar que alguien ha desembarcado aquí. Y ahora, Kammamuri, tratemos de descubrir quién lo ha matado, y te juro que Tremal-Naik no dejará impune el delito.
Los
banian,
llamados también
almoral
o higueras de las pagodas, son los árboles más extraños y gigantescos que se pueda imaginar.
Tienen la altura y el tronco de nuestras mayores encinas, y de las innumerables ramas tendidas horizontalmente descienden finísimas raíces aéreas que en cuanto llegan al suelo se hunden y crecen rápidamente, infundiéndole nueva vida a la planta.
De esta manera las ramas se alargan cada vez más, generando nuevas raíces y, por lo tanto, nuevos troncos cada vez más alejados, de forma que un solo árbol forma un bosque sostenido por centenares de curiosas columnas, bajo las cuales los sacerdotes de Brahma colocan a sus ídolos. En la provincia de Guserate existe un
banian
llamado
Cobir bor,
muy venerado por los indios, al que le atribuyen tres mil años de antigüedad; tiene una circunferencia de dos mil pies y más de tres mil columnas, o raíces. Antiguamente era mucho más extenso, pero las aguas del Nerbudda destruyeron una parte, pues se llevaron una porción de la isla en la que crece.
El
banian
bajo el cual los dos indios iban a pasar la noche era uno de los más gigantescos, con más de seiscientas columnas que sostenían enormes ramas cargadas de pequeños frutos rojos, y tenía un tronco de gran grosor, aunque cortado a una cierta altura, al lado del cual se sentaron Tremal-Naik y Kammamuri con la carabina apoyada en las rodillas.
—Alguien vendrá —dijo bajando la voz el cazador de serpientes. —Silencio y mantened los ojos bien abiertos.
Sacó de su bolsillo una hoja semejante a la de la hiedra, conocida en la India como
betel,
de sabor amargo y un poco punzante, añadió un trozo de hueso de areca y se puso a masticar esta mezcla, de la que se dice que conforta el estómago, fortalece el cerebro, preserva los dientes y evita el mal aliento.
Pasaron dos horas, largas como siglos, durante las cuales ningún ruido rompió el silencio que reinaba bajo la densa sombra del gigantesco árbol. Debía de ser medianoche o poco menos cuando a Tremal-Naik, que aguzaba el oído, le pareció oír un ruido extraño. Era un estruendo parecido a los que preceden a veces a los terremotos, pero mucho más sordo.
Tremal-Naik sintió que le invadía una vaga inquietud.
—Kammamuri —murmuró con un hilo de voz. —Mantente alerta.
—¿Qué has visto? —preguntó el maharata estremeciéndose.
—Nada, pero he oído un ruido que no me resulta familiar.
—¿Dónde?
—Parecía proceder del subsuelo.
En aquel momento se repitió claramente el misterioso estruendo. Los dos indios se miraron con sorpresa.
—Parece como si tocaran ahí abajo un enorme tambor, el
hauk,
por ejemplo —dijo Tremal-Naik.
—¿Pero cómo se produce el ruido bajo tierra? ¿Tendrán su refugio bajo la jungla esos seres misteriosos? —preguntó Kammamuri.
—¡Eso debe ser! —respondió Tremal-Naik.
—¿Qué hacemos, señor?
—Seguiremos aquí, Kammamuri: alguien saldrá por alguna parte.
—¡
Tikora!
—gritó una voz.
Los dos indios se pusieron en pie simultáneamente. Era extraño, increíble: habían pronunciado la palabra tan cerca que parecía que la persona que la había gritado estuviese detrás de ellos.
—
¡Tikora!
—exclamó la misma voz misteriosa.
Los dos indios volvieron a mirar a su alrededor. Ya no había confusión posible; alguien estaba muy cerca de ellos, pero no se le podía ver.
—¡Oh…! —exclamó el maharata, —mira allí arriba… señor… ¡Mira…!
Tremal-Naik alzó los ojos hacia el
banian
y vio un haz de luz que salía del tronco cortado.
—¡Luz! —balbució desconcertado.
—¡Escapemos, señor! —suplicó Kammamuri.
—¡Nunca! —exclamó resueltamente Tremal-Naik.
Arrastró al maharata lejos del tronco del
banian,
detrás de tres o cuatro columnas unidas, que permitían mirar sin ser vistos, y le previno:
—Ahora ni una palabra. Ya actuaremos en el momento oportuno.
En el haz que salía del árbol apareció una cabeza humana cubierta por una especie de turbante amarillo: después salió un hombre agarrándose a una de las ramas. Detrás salieron de uno en uno otros cuarenta indios, que se deslizaron hasta el suelo por las columnas. Todos estaban casi desnudos. Se cubrían sólo con un
dubgah,
especie de taparrabos de color amarillo; en su pecho se veían extraños tatuajes que eran letras del sacrificio (ceremonia durante la cual se quema a una mujer) alrededor de un tatuaje central que representaba una serpiente con cabeza de mujer.
Un delgado cordón de seda que parecía un lazo pero tenía una bala de plomo en su extremo daba varias vueltas alrededor del
dubgah,
y en aquel extraño cinturón llevaban un puñal.
Aquellos seres misteriosos se sentaron silenciosamente en el suelo, formando un círculo alrededor de un viejo indio de grandes brazos y mirada brillante como la de un gato.
—Hijos míos —dijo el viejo con voz grave. —Nuestra poderosa mano ha caído sobre el desventurado que se atrevió a pisar este suelo consagrado a los
thugs
e inviolable para todo extranjero. Es una víctima más a añadir a las demás atravesadas por nuestro puñal, pero la diosa no está aún satisfecha. Nos amenaza un gran peligro, hijos míos.
—¿Cuál?
—Un hombre ha puesto sus ojos en la Virgen de la pagoda.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó alguien con voz amenazadora.
—Lo sabréis en su momento. Traedme a la víctima.
Dos indios se levantaron y se dirigieron hacia el lugar donde yacía el cadáver del pobre Hurti. Tremal-Naik, que había asistido sin pestañear a aquella extraña escena, al ver a los dos hombres que cogían al muerto por los brazos arrastrándolo hacia el tronco del
banian
se levantó como impulsado por un resorte, empuñando la carabina.
—¿Qué haces, señor? —murmuró Kammamuri, cogiéndole el arma y bajándola—. ¡Son cuarenta!
Tremal-Naik bajó la carabina, mordiéndose los labios para contener la cólera.
Los dos indios habían arrastrado a Hurti hasta el centro del círculo y lo dejaron caer a los pies del viejo.
—¡Kalí! —exclamó éste, alzando los ojos al cielo.
Sacó el puñal del cinturón y lo clavó en el pecho de Hurti.
—¡Miserable! —gritó Tremal-Naik—. ¡Esto es demasiado!
Había salido impetuosamente del escondite. Un relámpago rompió las tinieblas, seguido por una fragorosa detonación. Y el viejo indio, alcanzado en pleno pecho por la bala del cazador de serpientes, cayó sobre el cuerpo de Hurti.
Al oír la inesperada detonación, los indios se habían puesto en pie con el lazo en la mano derecha y el puñal en la izquierda. Viendo a su jefe debatiéndose en el suelo cubierto de sangre olvidaron por un momento al atacante para acudir en su ayuda. Ese momento bastó para que Tremal-Naik y Kammamuri se dieran a la fuga sin que les vieran.
A pocos pasos estaba la jungla, cubierta de densos matorrales espinosos y bambúes gigantescos que prometían recónditos refugios. Los dos indios se internaron en ella, corriendo desesperadamente durante cinco o seis minutos, y después se desplomaron bajo un grupo muy denso de bambúes.
—Si le tienes apego a la vida —le dijo rápidamente Tremal-Naik a Kammamuri— no te muevas.
—¡Ah, señor! ¿Qué has hecho? —dijo el pobre maharata —Los tendremos a todos encima y nos estrangularán como hicieron con el desventurado Hurti.
—He vengado a mi compañero. Además, no nos encontrarán.
En la jungla resonaron tres notas agudas, las notas del
ramsinga,
y bajo tierra se oyó el estruendo de poco antes. Los dos cazadores se encogieron y aguantaron incluso la respiración mientras a poca distancia de ellos pasaban velozmente algunos perseguidores perdiéndose entre la vegetación.
—Creen que estamos muy lejos y corren con la esperanza de alcanzarnos. Dentro de unos minutos no tendremos ni un solo hombre a nuestra espalda —murmuró Tremal-Naik.
—Desconfiemos, señor. Esos hombres me dan miedo.
—No temas, que estoy yo aquí. Calla y mantente alerta.
En la lejanía se oyó todavía algún grito, algún silbido que parecía y debía de ser una señal; después se hizo el silencio, pues los indios, siguiendo una pista falsa, se habían alejado mucho.
—Kammamuri —dijo Tremal-Naik, —podemos ponernos en marcha. Creo que los indios han pasado de largo y están en el corazón de la jungla.
—¿Y adonde iremos? ¿Al
banian
acaso?
—Sí, maharata.
—¿Quieres meterte allí adentro?
—Ahora no, pero mañana por la noche volveremos y descubriremos el misterio. ¿Has oído lo que ha dicho el viejo?
—Sí, señor.
—Tal me equivoque, pero me pareció que hablaba de mí y sospecho que esa virgen es… Ada.
—¡Silencio, señor! —murmuró Kammamuri con voz apagada. Tremal-Naik levantó la cabeza y miró a su alrededor, observando con atención la negra masa de bambúes, pero no vio a nadie. Aguzó los oídos aguantando la respiración y se estremeció. En la dirección indicada por el maharata se oía un ligero ruido; parecía que una mano apartase con gran precaución las anchas hojas, duras y espesas como el cuero, de las gigantescas plantas.
El crujido crecía y se aproximaba, pero muy lentamente. Poco después apareció un indio, que se inclinó hacia el suelo, llevándose una mano al oído. Se quedó así un minuto y después se levantó y pareció olfatear el aire.
—¡Gary! —susurró.
Otro indio salió de los bambúes, a seis pasos de distancia.
—¿No oyes nada? —preguntó al recién llegado.
—Nada en absoluto.
—Sin embargo, me había parecido oír un murmullo.
—Te habrás equivocado. Estamos sobre una pista falsa.
—¿Dónde están los demás?
—Todos delante de nosotros, Gary. Se teme que los hombres que se han atrevido a desembarcar aquí intenten algo en la pagoda.
—¿Por qué?
—Hace quince días vieron a la Virgen de la pagoda haciendo señales a un hombre que tal vez quiere liberarla.
—¿Y quién es ese hombre que vio la cara de la Virgen?
—Un hombre formidable, Gary, y capaz de todo: es el cazador de serpientes de la jungla negra.
—Ha de morir.
—Morirá, Gary: por mucho que corra lo alcanzaremos y nuestros lazos lo estrangularán. Ahora tú camina en línea recta hasta la orilla del río; yo voy a la pagoda a vigilar el sueño de la Virgen.