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Authors: Anthony Berkeley

El misterio de Layton Court (18 page)

BOOK: El misterio de Layton Court
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Los dos hombres la observaron salir de la habitación en silencio. Luego Alec se volvió hacia Roger.

—Oye —dijo muy acalorado—, no pienso permitir que acoses así a esa pobre mujer. Te estás pasando de la raya. Se te han metido en la cabeza un montón de ideas absurdas acerca de ella y tratas de intimidarla para que te las confirme. No pienso tolerarlo.

Roger movió la cabeza fingiendo desesperación.

—La verdad, Alexander —respondió en tono trágico—, eres una persona muy difícil. Extraordinariamente difícil.

—No tiene ninguna gracia —replicó un poco más calmado Alec, aunque su rostro seguía encendido de ira—. Podemos hacer lo que queremos sin acosar a las mujeres.

—¡Justo cuando todo iba tan bien! —se quejó Roger—. Eres un pésimo Watson, Alec. No sé cómo se me ocurrió asignarte ese papel.

—Suerte tienes de haberlo hecho —respondió muy serio Alec—. En todo caso, sé muy bien lo que es jugar limpio. Y tratar de engañar a una mujer que no tiene nada que ver con el asunto para que admita un montón de estupideces no lo es.

Roger cogió al otro por el brazo y lo condujo amablemente al jardín.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo en el tono que uno emplea para calmar a un niño irritado—. Emplearemos otras tácticas, si tanto te molesta. En cualquier caso, no hay por qué irritarse. Lo que pasa es que te has equivocado de siglo, Alec. Deberías haber vivido hace cuatrocientos o quinientos años. Como peso pesado y protector de señoritas atribuladas, habrías podido enfrentarte lanza en ristre a cualquier peligro. ¡Vamos, vamos!

—Eres muy gracioso —replicó el levemente aplacado Alec—, pero tengo razón y lo sabes perfectamente. Si vamos a seguir con esto, no será empleando tus condenados trucos de detective de tres al cuarto. Si se te da tan bien, ¿por qué no tratas de sonsacarle algo a Jefferson?

—Por la sencilla razón de que el bueno de Jefferson no soltará prenda, mi querido Alec; mientras que siempre hay una posibilidad de que una mujer sí lo haga. Pero ¡basta! Nos limitaremos a los hechos y dejaremos fuera el factor humano, o al menos la parte femenina. ¡Aun así —añadió con pesar Roger—, me gustaría saber qué se traen esos tres entre manos!

—¡Bah! —gruñó Alec con desaprobación.

Estuvieron andando un rato arriba y abajo en silencio por la franja de césped que corría paralela a la parte de atrás de la casa.

Roger discurría a toda velocidad. La desaparición de las huellas le había hecho cambiar drásticamente de idea. Ahora no le quedaba la menor duda de que Jefferson no sólo sabía lo del crimen, sino que, con toda probabilidad, había participado en él. Si su papel había sido activo y había estado presente en la biblioteca todo el tiempo, era imposible decirlo: probablemente no, se inclinaba a pensar Roger, aunque que hubiera ayudado a planearlo y ahora estuviese dedicado a destruir activamente todas las pruebas parecía algo indiscutible. Eso significaba que tenía al menos un cómplice en el interior de la casa. Pero lo que preocupaba a Roger, aún más que la participación de Jefferson en aquel asunto, era la posible implicación de las dos mujeres que, al parecer, también estaban complicadas en el asunto.

A simple vista, como Alec afirmaba con tanta vehemencia, resultaba casi increíble que lady Stanworth o la señora Plant pudieran haber participado en un asesinato. Pero los hechos eran indiscutibles. Roger estaba tan convencido de que había alguna clase de entendimiento entre Jefferson y lady Stanworth como de que en aquella casa se había producido un asesinato y no un suicidio. Y todavía le parecía más probable que existiera un entendimiento similar entre Jefferson y la señora Plant. A todo lo cual se añadía su extraño comportamiento de aquella mañana en la biblioteca; pues, a pesar del hecho de que las joyas hubiesen aparecido en la caja, Roger seguía firmemente convencido de que su excusa para justificar su presencia en la biblioteca era una mentira. Y lo que es más, también lo estaba de que la señora Plant sabía más acerca de Stanworth y su relación con su secretario y su cuñada de lo que estaba dispuesta a admitir; era una pena que se hubiese contenido justo a tiempo después del té, cuando parecía a punto de bajar la guardia y dejar que se le escapara algo de verdadera importancia.

Sí, aunque era tan reacio a creerlo como el propio Alec, Roger no veía otra explicación que suponer que tanto lady Stanworth como la señora Plant estaban tan implicadas como el propio Jefferson. Era un fastidio que Alec tuviese tantos prejuicios, esas cuestiones requerían una discusión imparcial. Roger miró de reojo a su compañero y soltó un leve suspiro.

La parte trasera de la casa no seguía una línea recta. Entre la biblioteca y el comedor había un cuartito que se empleaba para guardar trastos y maletas, y la pared formaba una especie de hueco donde crecían unos laureles. Al pasar al lado de los arbustos, un pequeño objeto azulado que había en el suelo reflejó los rayos del sol y su brillo atrajo la atención de Roger. Casi inconscientemente, se dirigió hacia allí.

Luego, algo en aquel tono de azul despertó un recuerdo en su memoria y se quedó mirándolo fijamente.

—¿Qué es eso que hay junto a la raíz de los laureles, Alec? —preguntó frunciendo el ceño—. Me resulta vagamente familiar. —Cruzó el sendero y lo recogió, era un trozo de porcelana azul—. ¡Vaya! —dijo con entusiasmo, sosteniéndolo para que Alec pudiera verlo—. ¿Te das cuenta de lo que es?

Alec se reunió con él en el sendero y miró el trozo de porcelana sin demasiado interés.

—Sí, es un trozo de algún plato roto o algo parecido.

—¡De eso nada! ¿No reconoces el color? Es un trozo del jarrón desaparecido, muchacho. Dios, quisiera saber si el resto está aquí. —Se puso a cuatro patas y escudriñó entre los arbustos—. Sí, me parece ver otros trozos. Lo comprobaré, si tienes la bondad de tener los ojos abiertos para asegurarte de que no viene nadie.

Y se internó laboriosamente entre los matorrales.

Momentos después salió por el mismo camino. En la mano llevaba otros pedazos del jarrón.

—Está todo ahí —anunció triunfal—. Junto a la pared. ¿Ves lo que debe de haber ocurrido?

—El asesino lo tiró ahí —respondió astutamente Alec.

—Exacto. Supongo que se guardó los trozos en el bolsillo después de recogerlos, para deshacerse de ellos en cuanto saliera de allí. Un tipo metódico, ¿no te parece?

—Sí —coincidió Alec mirando sorprendido a Roger—. Pareces muy emocionado.

—¡Lo estoy! —respondió Roger con entusiasmo.

—¿Por qué? Es justo lo que esperábamos. Más o menos. Quiero decir, que, si el jarrón estaba roto y los trozos desaparecidos, parece razonable suponer que los arrojó en alguna parte.

A Roger le centelleaban los ojos.

—¡Oh, claro! Pero la clave radica en el lugar que escogió para deshacerse de ellos. ¿No se te ha ocurrido pensar, Alec, que este lugar no está en la ruta más rápida de huida entre la ventana y la salida? ¿No se te ocurre también que si quisiera arrojarlos donde nadie pudiera encontrarlos, el mejor sitio sería los arbustos que crecen a ambos lados del camino, sobre todo porque pasaría por allí al salir? ¿No te parece muy significativo?

—Bueno, tal vez sea un poco raro, ahora que lo dices.

—¡Un poco raro! —repitió asqueado Roger—. Mi querido amigo, es una de las cosas más significativas con que me he topado en mi vida. ¿Qué podemos deducir? No digo que sea cierto, dicho sea de paso. Pero ¿qué podemos deducir?

Alec meditó.

—¿Que tenía mucha prisa?

—¡Bobadas! Si hubiese tenido prisa habría ido directo al camino. ¡No! Lo que podemos deducir, en mi opinión, es que no pasó por el camino.

—¡Ah! ¿Y dónde fue entonces?

—¡A la casa! Alec, empiezo a tener la impresión de que nuestro misterioso desconocido va a acabar igual que el señor John Prince.

18. Lo que reveló el sofá

Alec lo miró incrédulo.

—¿A la casa? Pero..., pero ¿para qué demonios iba a querer volver a la casa?

—A eso se le llama poner el dedo en la llaga. No tengo ni la menor idea. Ni siquiera sé si lo hizo. Sólo digo que es lo único que puede deducirse del hecho de que los trozos del jarrón estén donde están. Tal vez me equivoque.

—Pero, si quería volver a la casa, ¿por qué se tomaría la molestia de salir por la ventana de ese modo? ¿Por qué no salió por la puerta de la biblioteca?

—Obviamente porque quería dejar las puertas y las ventanas cerradas por dentro para dar a entender que se trataba de un suicidio.

—Pero ¿por qué volver a la casa? No logro entenderlo.

—Bueno —observó Roger como de pasada—, ¿y si viviese en ella?

—¿Qué?

—Digo que, si viviese en la casa, querría ir a acostarse a su cama, ¿no?

—Dios mío, ¿no estarás sugiriendo que alguien de la casa asesinó al viejo Stanworth? —preguntó horrorizado Alec.

Roger volvió a encender la pipa con cuidado.

—No necesariamente, pero me has preguntado por qué iba a querer volver a la casa y te doy la explicación más evidente. De hecho, diría que, probablemente, quisiera comunicarse con alguien de la casa antes de huir.

—Entonces, ¿no crees que fuese alguien de la casa quien mató a Stanworth? —inquirió Alec con cierto alivio.

—Dios sabe —replicó lacónico Roger—. No, pensándolo bien, no lo creo. No debemos olvidar que Jefferson no encontraba las llaves por la mañana. ¡A menos que lo estuviese fingiendo, claro! No lo había pensado. O tal vez hubiera olvidado algo importante y quisiera volver a meterlo en la caja, sin darse cuenta de que había puesto las llaves en el bolsillo equivocado.

—Supongo —observó tranquilamente Alec— que Jefferson es la única persona de la casa de quien sospecharías algo así.

—No, que me cuelguen si lo es —replicó con energía Roger.

—¡Oh! ¿De quién más sospechas?

—Ahora mismo sospecho de todo el mundo, pero me gusta. Sospecho de todo y de todos en estas cuatro paredes.

—De acuerdo, pero no olvides tu promesa, ¿eh? Nada de dar pasos decisivos sin contar conmigo.

—Sí, pero mira, Alec —dijo muy serio Roger—, en realidad no tienes por qué secundarme, si decidiera dar algún paso que no sea de tu aprobación. Éste es un asunto muy serio, no podemos actuar como si fuese una excursión por el campo y quedarnos sólo con lo que nos gusta y dejar de lado lo más desagradable.

—Sí —reconoció Alec a regañadientes—. Comprendo. Procuraré no ser más quisquilloso de lo necesario. Pero debemos seguir trabajando juntos.

—¡De acuerdo! —respondió enseguida Roger—. Trato hecho. Ahora que lo pienso, hay algo que deberíamos haber hecho antes, pero se me fue de la cabeza. Tenemos que buscar el segundo casquillo. No creo que lo haya, estoy convencido de que se produjo un disparo con cada revólver, pero es una posibilidad y no deberíamos pasarla por alto.

—No es empresa pequeña. Podría estar en cualquier sitio.

—Sí, pero sólo hay un sitio donde valga la pena buscarlo: en la biblioteca. Si no está allí, lo mejor será dejarlo correr.

—Muy bien.

—Ah, Alexander —observó tristemente Roger, mientras volvían hacia la biblioteca—, estamos claramente en desventaja en este problemilla, como lo llamaría Holmes.

—¿A qué te refieres?

—A que desconocemos el motivo por el que se cometió el asesinato. Si pudiéramos averiguarlo, eso simplificaría todo muchísimo. Casi me atrevería a decir que podríamos echarle el guante al asesino. Así es como se resuelven siempre estos casos de asesinato, tanto en la vida real como en la ficción. Primero se establece el motivo y luego se investiga a partir de ahí. Hasta que no lo averigüemos, estaremos tanteando en la oscuridad.

—¿Y no se te ocurre ninguno? ¿Ni siquiera una suposición?

—No, o, más bien, se me ocurren demasiados. Es imposible decirlo, tratándose de un hombre como Stanworth. Después de todo, ¿qué sabemos de él, aparte de que era un anciano muy alegre y que tenía una bodega excelente? ¡Nada! Tal vez fuese un mujeriego y el asesino sea un marido celoso, y Jefferson y lady Stanworth estén tratando de silenciarlo para salvaguardar su buen nombre.

—¡Caramba, qué buena idea! ¿Crees que fue eso? No me extrañaría lo más mínimo.

—Es posible, aunque no me parece muy probable. Era demasiado viejo para ejercer de Romeo, ¿no crees? Puede que el asesino sea alguien a quien arruinase en los negocios (no parecía muy escrupuloso en sus métodos) y que quisiera vengarse, y es posible que los otros dos estén enterados y quieran echar tierra al asunto por motivos que desconocemos. Pero ¿de qué sirve todo esto? Hay cientos de teorías, todas igualmente posibles y factibles, que encajan con los escasos hechos que conocemos.

—Sí, estamos un poco perdidos —reconoció Alec mientras entraban en la biblioteca.

—No obstante, sabemos bastante más que hace una o dos horas —replicó animado Roger—. No, si se piensa bien, no nos ha ido tan mal, hemos tenido suerte y algunas otras cosas que la modestia me impide mencionar. Veamos ahora lo del casquillo y recemos para que no nos interrumpan.

Durante varios minutos registraron diligentemente el cuarto en silencio. Luego Alec se puso en pie al lado de la mesita de la máquina de escribir y se miró apesadumbrado las manos.

—Ni rastro —dijo—, y encima me he puesto perdido. No creo que esté aquí, ¿y tú?

Roger estaba examinando los cojines del enorme sofá.

—Me temo que no —replicó—. No esperaba encontrarlo, pero... ¡Vaya! ¿Qué es esto?

Sacó un trozo de material blanco de entre dos de los cojines y lo observó con interés.

Alec atravesó la habitación para ir a donde estaba él.

—Parece un pañuelo de mujer —observó con cautela.

—Mucho más que eso, Alexander: es un pañuelo de mujer. ¿Qué demonios hace un pañuelo de mujer en la biblioteca de Stanworth?

—Supongo que alguien debió de dejárselo olvidado —observó sagazmente Alec.

—Alec, ¡decididamente eres un genio! Ahora lo entiendo. Debieron de dejárselo olvidado. ¡Y yo que pensaba que lo habían enviado por correo con instrucciones precisas para que lo dejasen entre los cojines, por si alguna vez querían encontrarlo ahí!

—¡Te creerás muy gracioso! —gruñó fatigado Alec.

—Sólo en ocasiones —admitió con modestia Roger—. Pero, volviendo al pañuelo, me pregunto si esto no va a tener una importancia crucial.

—¿Por qué iba a tenerla?

—No estoy seguro, pero me ha dado una especie de pálpito. Depende de muchas cosas. De quién sea la dueña del pañuelo, por ejemplo, de cuándo limpiasen por última vez el sofá, y de cuándo diga la propietaria del pañuelo que estuvo ahí por última vez, y... ¡oh!, de otras muchas cosas. —Olisqueó con delicadeza el pañuelo—. ¡Hum! En todo caso creo reconocer el olor.

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