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Authors: Anthony Berkeley

El misterio de Layton Court (17 page)

BOOK: El misterio de Layton Court
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—De que te llamara la atención a ti, querrás decir. Creo que estás exagerando ese detalle. Probablemente haya una explicación muy sencilla que desconocemos. Te refieres a Jefferson y a la señora Plant, ¿no?

—¡Y a lady Stanworth!

—Y a lady Stanworth. En fin, qué demonios, no esperarás que te abran su corazón, ¿verdad? Y ése es el único modo en que podría aclararse su participación en esto. Aunque tampoco creo que valga la pena aclararlo. No veo que tenga nada que ver con el asesinato. ¡Dios mío, si casi equivale a acusarles de haberlo cometido! Deja que te pregunte, amigo mío, ¿de verdad imaginas a la señora Plant o a lady Stanworth, dejemos aparte a Jefferson de momento, planeando el asesinato del bueno de Stanworth? Es absurdo. Deberías tener más sentido común.

—Este asunto concreto parece enfadarte mucho, Alexander —observó tímidamente Roger.

—Bueno, quiero decir que todo es completamente absurdo. No sé cómo puedes creerlo.

—Tal vez no lo crea. En todo caso, lo dejaremos de lado hasta que tengamos algo más definitivo. Las cosas ya están bastante enredadas para enredarlas aún más. Mira, tomémonos un descanso hasta que lleguemos a la casa. Así nos aclararemos un poco las ideas. En lugar de eso, te daré una pequeña conferencia sobre la influencia de la ética platónica en la filosofía hegeliana, con algunos detalles sobre el neoplatonismo. —Y, a pesar de las airadas protestas de Alec, procedió a hacerlo.

De ese modo, el tiempo transcurrió de manera agradable e instructiva hasta que volvieron a cruzar la verja de la casa.

—Ya ves —concluyó encantado Roger— que, mientras que, en la filosofía medieval, este misticismo está poderosa y triunfalmente en contra del dogmatismo racionalista y su desdeñoso desprecio por la experiencia, la incipiente ciencia de los siglos quince y dieciséis era en sí misma el desarrollo lógico del neoplatonismo y dicha oposición al racionalismo más estéril.

—¿Ah, sí? —preguntó tristemente Alec sin expresar una secreta aunque no por eso menos ferviente plegaria para no volver a oír la palabra neoplatonismo en toda su vida—. Comprendo.

—¿De verdad? Bueno. En ese caso vayamos a buscar a nuestro amigo William y tengamos unas palabras con él.

—¿Vas a darle una breve charla sobre el racionalismo dogmático también a él? —preguntó cautamente Alec—. Porque, si es así, te espero en la casa.

—Temo que William no sabría aprovecharla —replicó Roger muy serio—. Tengo el convencimiento de que William es un dogmático irredento; y hablarle de la futilidad del dogma sería tan inútil como sermonear a un hipopótamo sobre cuestiones de etiqueta. No, tan sólo quiero sondearle un poco. No es que crea que vaya a sernos de mucha ayuda, pero estoy dispuesto a mover cielo y tierra en este asunto.

Por fin encontraron a William en un enorme invernadero. Estaba tristemente subido a una escalera desvencijada y dedicado a atar una enredadera. Al ver a Roger se apresuró a descender a un terreno más firme. William no era partidario de correr riesgos.

—Buenas tardes, William —dijo muy animado Roger.

—Buenas tardes, señor —respondió con suspicacia William.

—Ahora mismo acabo de tener una charla con su mujer, William.

William emitió un gruñido nada comprometedor.

—Le he estado diciendo que un amigo a quien esperaba anoche no llegó a presentarse. Me preguntaba si ustedes lo habrían visto en la verja.

William dedicó toda su atención a una plantita.

—No he visto a nadie —observó con decisión.

—¿No? Bueno, no se preocupe. En realidad, no tiene importancia. Interesante trabajo se trae usted entre manos, William. Saca una planta de la maceta, olisquea las raíces y vuelve a meterla, ¿no? ¿Cómo se denomina esa operación en la ciencia de la horticultura?

William soltó a toda prisa la planta y miró con ojos iracundos a su interlocutor.

—Puede que haya quien no tenga nada que hacer —observó sombrío—, pero otros sí lo tienen.

—Se refiere usted a usted mismo, ¿no? —respondió con aprobación Roger—. De acuerdo. Trabaje. No hay nada mejor, ¿no cree? Así se mantiene uno alegre, despierto y satisfecho. El trabajo es una gran cosa, en eso coincido con usted.

Una chispa de interés pasó por el semblante de William.

—¿Por qué iba a pegarse un tiro el señor Stanworth? —preguntó de pronto.

—Para serle sincero, lo ignoro —replicó Roger, un poco sorprendido por lo inesperado de la pregunta—. ¿Por qué? ¿Tiene usted alguna idea?

—No me gusta —respondió William—. No me gusta el suicidio.

—Tiene usted toda la razón, William —replicó calurosamente Roger—. Si hubiese más gente como usted, habría... muchos menos suicidas, desde luego. Es, como mínimo, una costumbre muy indecorosa.

—No está bien —prosiguió con firmeza William—. No, señor, nada bien.

—Ha dado usted en el clavo, William: no lo está. De hecho no está nada bien. A propósito, no sé quién me ha dicho que ayer o anteayer vieron a un desconocido en la finca. ¿No lo habrá visto usted?

—¿Desconocido? ¿Qué clase de desconocido?

—¡Oh!, uno normal, con una cabeza y cinco pares de dedos, ya sabe. Éste en concreto, según dicen, era un hombre bastante grande. ¿Ha visto últimamente a un hombre bastante grande que rondase por la casa?

William se sumió en sus pensamientos.

—Sí que lo he visto.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo?

William volvió a sumirse en sus pensamientos.

—A eso de las ocho y media de anoche —anunció por fin—. Sí, alrededor de las ocho y media. Yo estaba sentado enfrente de la casa y él entró tieso como una vara, me saludó con la cabeza y siguió por el camino.

Roger intercambió una mirada con Alec.

—¿De verdad, William? —dijo con suma amabilidad—. ¿Un hombre a quien no había visto nunca antes? ¿Un hombre grande?

—Muy grande —le corrigió meticuloso William.

—Muy grande. ¡Excelente! Continúe. ¿Qué es lo que pasó?

—Recuerdo que le dije a mi mujer: «¿Quién es ése que entra por el camino como Pedro por su casa?» —Se quedó recordando un instante—. «¡Como Pedro por su casa!» —repitió con firmeza.

—No me extraña que lo dijera usted. ¿Y luego?

—«¿Quién, ése?», respondió ella, «es el hermano de la cocinera. Me lo presentaron el otro día en Elchester. Al menos, ella dice que es su hermano.» —Un extraño sonido rasposo procedente de la garganta de William pareció indicar que el asunto parecía divertirle—. «Al menos, ella dice que es su hermano.» —repitió muy divertido.

—¡Ah! —exclamó Roger un poco perplejo—. ¿Eso dijo? ¿Y volvió usted a verle, William?

—Pues sí. Volvió un cuarto de hora más tarde, con la cocinera cogida del brazo de un modo que no me gustó. —William volvió a ponerse muy serio—. No me gustan esas cosas, no señor —añadió aquel severo moralista—. Y menos a su edad, no señor. —Su expresión se relajó al recordar—. «Al menos, ella dice que es su hermano» —añadió con un súbito carraspeo.

—Comprendo —dijo Roger—. Gracias, William. Bueno, supongo que no debemos interrumpirle a usted más. Vamos, Alec.

Lenta y tristemente emprendieron el camino de vuelta a la casa.

—William se ha salido con la suya sin saberlo —dijo Roger con una sonrisa sardónica—. Por un momento, pensé que íbamos a descubrir algo.

—Desde luego eres un optimista incurable, Roger —observó admirado Alec.

Sus pasos los llevaron más allá de la biblioteca y, al llegar al macizo de flores donde habían encontrado las huellas, Roger se detuvo de manera instintiva. Un momento después se adelantó y se quedó mirando al suelo con ojos incrédulos.

—¡Dios mío! —exclamó cogiendo a Alec por el brazo y señalando nervioso con el dedo—. ¡Mira! ¡Han desaparecido, las dos! ¡Las han borrado!

—Dios mío, ¡es cierto!

Los dos se miraron con los ojos abiertos como platos.

—¡Así que Jefferson oyó lo que estábamos hablando! —susurró Roger—. Tengo la impresión de que las cosas van a ponerse interesantes, después de todo.

17. El señor Grierson se acalora

Sin embargo, por mucho que Jefferson pudiera sospechar de sus actividades, nada en su actitud pareció demostrarlo cuando Roger y Alec entraron en el salón, con veinte minutos de retraso, para tomar el té. Los saludó con su habitual estilo seco y un tanto brusco, y preguntó, como de pasada, si lo habían pasado bien. Lady Stanworth no estaba presente mientras que la señora Plant ocupaba un sitio detrás de la bandeja del té.

—¡Oh!, fuimos a pasear por el pueblo, pero hacía demasiado calor para que fuese agradable. Gracias, señora Plant. Sí, leche y azúcar. Dos terrones. ¿Arregló usted esos asuntos que tenía en Elchester? Le vi a usted cuando se marchaba.

—Sí. Se me hizo muy tarde. Tuve que darme prisa. De todos modos, pude solucionarlo todo.

—A propósito, ¿han fijado ya la fecha del procedimiento judicial? —preguntó de pronto Alec.

—Sí. Mañana por la mañana a las once. Aquí mismo.

—¡Ah!, ¿van a hacerlo aquí? —preguntó Roger—. ¿Dónde los instalará? ¿En la biblioteca?

—No, creo que el saloncito es mejor.

—Sí, yo también lo creo.

—¡Ay, ojalá hubiese terminado ya! —observó la señora Plant con un involuntario suspiro.

—No parece que le apetezca mucho pasar por esa prueba —replicó Roger con una leve sonrisa.

—Odio tener que testificar —replicó, casi con apasionamiento, la señora Plant—. ¡Es horrible!

—¡Oh, vamos! No es para tanto. No se trata de un caso penal. No habrá careos ni nada por el estilo. Será una vista puramente formal, ¿no es así, Jefferson?

—Desde luego —respondió Jefferson encendiendo tranquilamente un cigarrillo—. No creo que dure más de veinte minutos.

—Ya ve usted que no va a ser tan terrible, señora Plant. ¿Podría servirme otra taza de té, por favor?

—Bueno, aun así me gustaría que hubiese terminado ya —dijo la señora Plant con una risita nerviosa. Roger notó que la mano que sostenía la taza temblaba ligeramente.

Jefferson se puso en pie.

—Temo que tendré que volver a dejarles solos —observó de pronto—. Lady Stanworth espera que estén ustedes cómodos. Siento parecer tan poco hospitalario, pero ya saben cómo son las cosas en una situación como ésta.

Salió de la habitación.

Roger decidió tantear un poco el ambiente.

—No parece que Jefferson esté muy disgustado, ¿no cree? —le dijo a la señora Plant—. Sin embargo, debe de ser una auténtica conmoción perder a su patrón, después de tantos años, de un modo tan trágico.

La señora Plant lo miró como cuestionando el buen gusto de aquella observación.

—No creo que el comandante Jefferson sea de los que muestran sus sentimientos en presencia de desconocidos, ¿usted sí, señor Sheringham? —replicó con cierto envaramiento.

—Probablemente no —respondió desenfadado Roger—. Pero parece muy poco afectado.

—Supongo que es una persona bastante imperturbable.

Roger cambió de estrategia.

—¿Hace mucho que conocía usted al señor Stanworth, señora Plant? —preguntó en tono familiar, recostándose en el asiento y sacando la pipa del bolsillo—. ¿Le importa si fumo?

—Hágalo, por favor. ¡Oh, no, no mucho! Mi..., mi marido era conocido suyo.

—Comprendo. Es curiosa esa manía suya de invitar a personas relativa o, al menos en mi caso, totalmente desconocidas a estas reuniones, ¿no le parece?

—Creo que el señor Stanworth era un hombre muy hospitalario —replicó con voz neutra la señora Plant.

—¡Mucho! Un hombre excelente en todos los sentidos —observó Roger con entusiasmo.

—Sí —dijo la señora Plant en un tono curiosamente indiferente.

Roger la miró con aire astuto.

—¿No está usted de acuerdo conmigo, señora Plant? —preguntó de pronto.

—¿Yo? —respondió atropellada—. Pues claro que sí. El señor Stanworth me parecía un... hombre muy agradable. ¡Encantador! Pues claro que estoy de acuerdo con usted.

—¡Oh, disculpe! Por un momento, tuve la impresión de que hablaba usted sin mucho entusiasmo de él. Aunque tampoco tenía por qué hacerlo, claro. Todo el mundo tiene sus simpatías.

La señora Plant contempló un instante a Roger y luego miró por la ventana.

—Es sólo que estaba pensando en... lo trágico que ha sido todo —dijo en voz baja.

Se hizo un breve silencio.

—No obstante, lady Stanworth no parecía llevarse muy bien con él —observó con despreocupación Roger, ahuecando el tabaco de la pipa con una cerilla.

—¿Usted cree? —preguntó poniéndose a la defensiva la señora Plant.

—Desde luego, es la impresión que me dio. De hecho, debería haber ido aún más allá y haber dicho que era evidente que le disgustaba.

La señora Plant contempló a su interlocutor con disgusto.

—Supongo que todas las familias tienen secretos —dijo lacónica—. ¿No le parece un poco impertinente que unos desconocidos traten de entrometerse? Sobre todo en estas circunstancias.

—Lo dice usted por mí —sonrió sin amilanarse Roger—. Sí, supongo que tiene usted razón, señora Plant. Lo malo es que no puedo evitarlo. Soy la persona más curiosa del mundo. Todo me interesa, sobre todo las cuestiones humanas, y tengo que llegar al fondo del asunto. Admitirá usted que las relaciones entre nada menos que lady Stanworth y, ¿cómo decirlo?, el más plebeyo señor Stanworth son muy interesantes para un novelista.

—¿Se refiere a que, para usted, todo es material para sus novelas? —replicó la señora Plant, aunque con menos dureza—. Bueno, supongo que, visto así, no le falta a usted razón, aunque no acabo de entenderlo. Sí, creo que lady Stanworth no se llevaba muy bien con su cuñado. Después de todo, era de esperar, ¿no cree?

—¿Sí? —preguntó enseguida Roger—. ¿Por qué?

—Bueno, debido a las circunstancias de... —La señora Plant se interrumpió bruscamente y se mordió el labio—. Por eso del agua y el aceite. Eran opuestos en todos los sentidos.

—Eso no es lo que iba a decir. ¿Qué estaba pensando cuando se corrigió?

La señora Plant se ruborizó levemente.

—La verdad, señor Sheringham, yo...

Alec se levantó de pronto de su asiento.

—Caramba, qué calor hace en este cuarto —observó—. Ven a tomar un poco de aire al jardín, Roger, estoy seguro de que la señora Plant sabrá disculparnos.

La señora Plant le lanzó una mirada de agradecimiento.

—Desde luego —respondió un poco agitada—. Creo... que iré arriba a acostarme un rato. Me duele un poco la cabeza.

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