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Authors: Anthony Berkeley

El misterio de Layton Court (2 page)

BOOK: El misterio de Layton Court
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—A..., bueno, te lo diré ya que tanto insistes, he ido a echar una carta al correo —respondió Alec a regañadientes.

—¡Ah! ¿Una carta tan importante y urgente que no podía esperar a que viniese el cartero a la casa como siempre? —Roger se quedó pensando con interés—. Quisiera saber si esa carta iba dirigida a, digamos,
The Times.
¡Es increíble, Holmes!, ¿cómo lo ha deducido? Ya conoce mis métodos, Watson. Basta con aplicarlos. En fin, Alexander Watson, ¿estoy en lo cierto?

—No —replicó Alec lacónicamente—. Iba dirigida a mi corredor de apuestas.

—En fin, sólo puedo decir que deberías haber escrito a
The Times
—repuso Roger indignado—. De hecho, no me importa añadir que has sido muy poco escrupuloso al no hacerlo. Has dejado una serie de pistas que llevaban a la conclusión de que esa triste carta estaba dirigida a
The Times,
y luego sales con que se la enviaste a tu corredor de apuestas. Y, si vamos a eso, ¿por qué le has escrito? El medio apropiado para mantener correspondencia con un corredor de apuestas es el telegrama. ¿Es que no lo sabías?

—¿No te duele? —suspiró Alec fatigado—. ¿No se te desencaja la laringe o algo por el estilo? Cualquiera diría que...

—Sí, me encantaría escuchar tu pequeña lección de medicina —le interrumpió bruscamente Roger con un gesto muy serio—. Por desgracia, un compromiso previo muy urgente me va a privar de ese placer. Acabo de recordar que tenía algo que hacer. ¿Qué era? ¡Ah, sí! ¡Cambiarle el agua a los peces! Bueno, adiós, Alec. Espero verte en el desayuno.

Cogió de la mano a su atónito acompañante, se la estrechó con afecto y se alejó a buen paso en dirección al pueblo. Alec lo miró marcharse con la boca abierta. A pesar del tiempo que hacía que se conocían, no acababa de acostumbrarse a Roger.

Una leve pisada en la hierba a sus espaldas le obligó a volverse y lo que vio le hizo comprender lo apresurado de su partida. Una fugaz sonrisa de agradecimiento cruzó su rostro. Luego avanzó impaciente y su amigo se borró de su recuerdo. Eso tarda la gente en olvidarnos cuando aparece alguien más importante.

La joven que avanzaba por la hierba era menuda y esbelta, tenía grandes ojos grises muy separados y una mata de cabello rubio que los rayos oblicuos del sol, al iluminarla por detrás, convertían en una niebla dorada y brillante alrededor de su cabeza. Era más que guapa, pues la mera belleza implica cierta insipidez; y no había nada de eso en el rostro de Bárbara Shannon. Al contrario, las líneas de su barbilla, por tomar sólo uno de sus rasgos, denotaban una personalidad muy fuerte para una joven de su edad; uno no espera esa clase de cosas en una chica que ronda los diecinueve años.

Alec contuvo el aliento al acercarse. Apenas hacía un día que ella le había prometido casarse con él, y todavía no acababa de hacerse a la idea.

—¡Cariño! —exclamó haciendo ademán de tomarla en sus brazos (William había desaparecido hacía mucho en busca de armas con las que derrotar a los pulgones)—. ¡Cariño, qué detalle tan bonito has tenido al adivinar que estaría esperándote aquí!

Bárbara extendió una mano delicada para detenerle. Su rostro estaba muy serio y había restos de lágrimas en sus ojos.

—Alec —dijo en voz baja—. Tengo muy malas noticias para ti. Ha sucedido algo terrible..., algo que no puedo contarte, así que te ruego que no me lo preguntes, sólo serviría para hacerme aún más infeliz. Pero no puedo seguir comprometida contigo. Debes olvidar todo lo que pasó ayer. Ahora es imposible. Alec..., no puedo casarme contigo.

2. Un desayuno interrumpido

Victor Stanworth, el anfitrión del pequeño grupo ahora reunido en Layton Court era, según decían sus amigos, que eran muy numerosos y variopintos, una persona excelente. Lo que opinaban de él sus enemigos —es decir, suponiendo que tuviera alguno— no se conoce. En cualquier caso, todo parecía indicar que la existencia de estos últimos podía considerarse dudosa. Los caballeros cordiales en torno a los sesenta años, más bien adinerados, que tienen una bodega excelente, cigarros no menos excelentes y reciben a sus amigos con una afabilidad que roza la generosidad, no acostumbran a tener enemigos. Y eso es lo que era Víctor Stanworth; eso, y tal vez alguna cosa más.

De tener alguna debilidad —tan leve que apenas podría considerárselo un defecto—, tal vez pudiera ser su excesivo interés por la gente cuya fotografía aparece publicada en los semanarios ilustrados. No es que el señor Stanworth fuese un esnob ni nada parecido; bromeaba por igual con un basurero que con un duque, aunque es posible que prefiriese un millonario a cualquiera de los otros dos. Pero no había tratado de ocultar su satisfacción cuando su hermano menor, que llevaba muerto diez años o más, había logrado casarse (contra todo pronóstico y contra el deseo expreso de la familia de la dama) con lady Cynthia Anglemere, la hija mayor del conde de Grassingham. De hecho, había llegado a expresar su aprobación mediante el más que satisfactorio procedimiento de conceder una pensión de mil libras al año a la dama en cuestión mientras siguiera llevando el nombre de Stanworth. Es notable, no obstante, que una condición del acuerdo fuese que continuara haciendo uso también de su título. Las malas lenguas, por supuesto, insinuaron que aquel interés se debía al hecho de que los orígenes de la familia Stanworth no fuesen todo lo nobles que podían ser; pero, fuese cierto o no, lo que estaba fuera de toda duda es que, independientemente de cuáles fueran esos orígenes, ahora estaban tan enterrados en un grueso sudario de dorada oscuridad que nadie había tenido nunca la intención ni la paciencia de sacarlos a relucir.

El señor Stanworth era soltero, y por lo general se daba por sentado que era hombre de cierta importancia en esa misteriosa Meca de las finanzas que es la City londinense. No se especificaba más, pues cualquier definición más detallada se consideraba innecesaria. Pero, si se sentían inclinados a hacerlo, los curiosos podían encontrar el nombre del señor Stanworth en la junta directiva de varias empresas pequeñas, aunque florecientes y muy respetables, cuyas oficinas estaban dispersas en torno a un radio de poco menos de un kilómetro de Mansión House. En todo caso, no parecían robar tanto tiempo al señor Stanworth como para impedir que se dedicara a otras ocupaciones más agradables de la vida. Dos o tres días a la semana en Londres en invierno, y a veces uno cada dos semanas en verano, daban la impresión de bastar, no sólo para conservar su reputación financiera entre sus amigos, sino para mantener la gran y saneada fuente de unos ingresos que proporcionaban tantos placeres inocentes a tanta gente.

Hemos dicho ya que el señor Stanworth tenía costumbre de recibir con generosidad y amplitud de miras, y es la pura verdad. Le gustaba reunir en torno a él a un grupo selecto de personas alegres y divertidas, sobre todo jóvenes. Y cada verano alquilaba un sitio distinto para hacerlo; y cuanto más grande y más antiguo fuese, y cuantas más reminiscencias aristocráticas tuviese, mejor. Los meses de invierno los pasaba en el extranjero o en su cómodo piso de soltero en la calle Saint James.

Este año, su elección de la residencia de verano había recaído en Layton Court, con sus hastiales jacobitas, sus ventanas con celosías y sus habitaciones forradas de roble. El señor Stanworth estaba bastante satisfecho con Layton Court. Llevaba instalado allí poco más de un mes, y el grupo al que había invitado ahora era el segundo del verano. Su cuñada, lady Stanworth, siempre actuaba como anfitriona en esas ocasiones.

Ni Roger ni Alec habían coincidido antes con su anfitrión y su inclusión en el grupo se debía a una cadena de circunstancias. Primero habían invitado a la señora Shannon, una antigua amiga de lady Stanworth, y con ella a Bárbara. Luego el señor Stanworth le había guiñado alegremente un ojo a su cuñada y había observado que Bárbara se estaba poniendo muy guapa y preguntado si no le gustaría ver a alguien en particular en Layton Court, ¿eh? Lady Stanworth había admitido que, en su opinión, a Bárbara no le importaría encontrarse allí con cierto señor Alexander Grierson; tras lo cual el señor Stanworth averiguó con una serie de preguntas muy breves que el señor Alexander Grierson era un joven de considerables posesiones terrenales (cosa que le interesó mucho), que había jugado tres años al criquet en el equipo de Oxford (cosa que le interesó aún más), y era al parecer una persona de carácter y moral irreprochable (cosa que no le interesó lo más mínimo), y dio ciertas órdenes, con el resultado de que dos días después Alexander Grierson había recibido una notita encantadora, a la que se apresuró a contestar muy satisfecho. En cuanto a Roger, de un modo u otro había llegado a oídos del señor Stanworth (como, de hecho, ocurría habitualmente), que era amigo íntimo de Alec; y siempre había sitio en cualquier casa donde viviese el señor Stanworth para una persona de la reputación y los méritos de Roger Sheringham. Una segunda notita encantadora había seguido la estela de la primera.

A Roger le había encantado el señor Stanworth. Le cayó simpático aquel alegre y anciano caballero que tenía la interesante costumbre de ofrecer cigarros de media corona y whisky de antes de la guerra a todas las horas del día, desde la diez de la mañana en adelante; cuyo rostro rubicundo y cordial siempre estaba a punto de estallar en una ruidosa y franca carcajada, si es que no lo estaba haciendo; que lanzaba agudas pullas a su digna y aristocrática cuñada, y poseía un levísimo rastro de una remota vulgaridad que en su caso parecía añadir una nota más íntima y casi más genuina a su trato con los demás. Sí, a Roger el anciano señor Stanworth le había parecido un personaje digno de estudio. En los tres días transcurridos desde que se habían conocido, su relación había evolucionado hasta algo que se parecía mucho a una amistad.

He ahí el señor Victor Stanworth, por el momento radicado en Layton Court, en el condado de Hertfordshire. Un hombre, cualquiera diría (y así lo afirmaría el propio Roger con sorprendida perplejidad menos de una hora después), sin una sola preocupación en el mundo.

Pero hace ya diez minutos que ha sonado el gong del desayuno; y, si queremos ver por nosotros mismos qué clase de gente ha reunido en torno a él el señor Stanworth, va siendo hora de que pasemos al comedor.

Alec y Bárbara ya estaban allí: el primero con una expresión dolida y turbada, que mostraba bien a las claras el inexplicable desastre que se había abatido sobre su noviazgo; la segunda con un aire tan decididamente natural que casi parecía artificial. Roger, que había entrado justo después, había reparado en su silencio y sus miradas tensas, y estaba dispuesto a suavizar cualquier disputa de enamorados con una incesante sucesión de sinsentidos. Roger era muy consciente del valor del sinsentido, cuando se aplica juiciosamente.

—Buenos días, Bárbara —dijo muy alegre. Tenía la costumbre de llamar por su nombre de pila a todas las mujeres solteras de menos de treinta años al día o dos de conocerlas; eso casaba bien con su reputación de bohemio y le ahorraba complicaciones—. Creo que va a hacer un día precioso. ¿Te corto un poco de jamón, o te sientes más inclinada por el huevo duro? ¿Sí? Es un curioso motivo por el que inclinarse, ¿no crees?

Bárbara esbozó una vaga sonrisa.

—Gracias, señor Sheringham —dijo levantando los cubreteteras de una vajilla de plata que había a un extremo de la mesa—. ¿Le sirvo té o café?

—Café, por favor. El té en el desayuno es como interpretar a Stravinski a la armónica. No parece apropiado. En fin ¿qué programa tenemos hoy? Tenis de las once a la una; de las dos a las cuatro, tenis; entre las cinco y las siete, un poco de tenis; y después una charla de sobremesa sobre tenis. ¿He acertado?

—¿No le gusta a usted el tenis, señor Sheringham? —preguntó inocentemente Bárbara.

—¿Gustarme? Lo adoro. Uno de estos días le pediré a alguien que me enseñe a jugar. Por ejemplo, ¿qué vas a hacer esta mañana, Alec?

—Te diré lo que no voy a hacer —respondió Alec con una sonrisa—, y es jugar al tenis contigo.

—¿Y por qué no, canalla desagradecido, después de todo lo que he hecho por ti? —preguntó indignado Roger.

—Porque siempre termino jugando al criquet —replicó Alec—. Y luego hay que ir a recoger las pelotas. Así nos ahorramos un montón de esfuerzos.

Roger se volvió hacia Bárbara.

—¿Has oído, Bárbara? Apelo a ti. Mi tenis tal vez sea un poco aburrido pero... ¡Oh!, hola, comandante. Estábamos pensando en jugar un partido de dobles. ¿Se apunta usted?

El recién llegado, un hombre alto, cetrino y taciturno, hizo una leve reverencia a Bárbara.

—Buenos días, señorita Shannon. ¿Al tenis, Sheringham? No, lo siento, pero esta mañana estoy muy ocupado.

Se acercó al aparador, inspeccionó muy serio los platos y se sirvió un poco de pescado. Acababa de sentarse cuando la puerta volvió a abrirse y entró el mayordomo.

—¿Puedo hablar con usted un momento, señor? —preguntó en voz baja.

El comandante alzó la mirada.

—¿Conmigo, Graves? Desde luego.

Se levantó de la silla y lo acompañó fuera del comedor.

—¡Pobre comandante Jefferson! —observó Bárbara.

—Sí —dijo Roger con mucho sentimiento—. Me alegro de no estar en su pellejo. El bueno de Stanworth es un anfitrión excelente, pero no creo que me gustase tenerlo de jefe. ¿Verdad, Alec?

—Jefferson parece muy ocupado. Es una pena, porque es un gran jugador de tenis. A propósito, ¿cómo lo denominarías exactamente? ¿Secretario privado?

—Algo por el estilo, supongo —respondió Roger—. Y sabe Dios qué cosas más. El chico para todo del viejo. Un mal oficio.

—¿No les parece raro que un militar ocupe ese puesto? —preguntó Bárbara, más por decir algo que por otra cosa; el ambiente seguía un poco tenso—. Yo creía que, al retirarse del ejército, uno cobraba una pensión.

—Y así es —respondió Roger—. Pero las pensiones no dan para mucho. Además, tengo para mí que Stanworth prefiere a una persona de cierto estatus social para ese puesto. ¡Oh, sí!, no me cabe duda de que Jefferson le resulta de lo más útil.

—Parece un tipo bastante huraño, ¿no? —observó Alec—. ¿Puedo tomar otra taza de café, Bárbara?

—¡Oh!, no está mal —opinó Roger—. Pero no me gustaría encontrármelos a él y a ese mayordomo en una noche oscura.

—Es el mayordomo más raro que he visto nunca —dijo Bárbara muy decidida mientras manipulaba la cafetera—. A veces me da escalofríos. Parece más un boxeador que un mayordomo. ¿Qué opina usted, señor Sheringham?

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