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Authors: Anthony Berkeley

El misterio de Layton Court (9 page)

BOOK: El misterio de Layton Court
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Se acercó a la silla que aún seguía delante de la chimenea y volvió a subirse en ella. Luego, tras mirar la silla donde había estado sentado, empezó a examinar las tablas de detrás de la chimenea. Alec le observó en silencio. De pronto se inclinó y exploró el panel con el dedo; Alec notó que su rostro estaba lívido.

Dio media vuelta y bajó tambaleándose de la silla.

—¡Demonios, tenía razón! —exclamó en voz baja mirando a Alec con las cejas arqueadas—. ¡El jarrón se rompió por el impacto de una bala! Verás la señal justo detrás de esa columna de la izquierda.

8. El señor Sheringham se vuelve sorprendente

Por un momento se hizo un silencio entre los dos.

—¡Madre de Dios! —observó luego Alec—. ¿Estás totalmente seguro?

—Totalmente. Es una marca de bala. La bala no está, pero debió de incrustarse en la madera y alguien la sacó con una navaja. Se ven las marcas de la hoja en torno al agujero. Sube y compruébalo tú mismo.

Alec subió a la silla y toqueteó el agujero de la madera con su enorme dedo índice.

—¿Y no será una marca antigua? —preguntó examinándola con curiosidad—. Algunos de estos paneles están bastante estropeados.

—No, ya lo había pensado. Un agujero antiguo tendría los bordes más o menos pulidos y esos están astillados. Y en el lugar donde la navaja cortó la madera la superficie es diferente del resto. No está tan oscura. No; está claro que la marca es reciente.

Alec bajó de la silla.

—¿Qué opinas? —preguntó de pronto.

—No estoy seguro —dijo despacio Roger—. Aunque ahora tendremos que reconsiderar drásticamente nuestras ideas, ¿no crees? No obstante, te diré algo que me parece clave, y es que, si trazásemos una línea que partiera de esta marca y pasase por el centro del círculo, nos conduciría directamente a la silla que hay enfrente del escritorio. No me parece un dato irrelevante. Vayamos a discutirlo en el césped. No nos conviene demorarnos aquí más de la cuenta.

Volvió a colocar la silla sobre la estera en la posición correcta y salieron al jardín. El otro le siguió obediente y ambos se dirigieron una vez más hacia el cedro.

—Continúa —dijo Alec en cuanto se sentaron—. Esto promete ser interesante.

Roger frunció el ceño abstraído. Lo estaba pasando en grande. Con su capacidad para dedicarse en cuerpo y alma a cualquier cosa que estuviera haciendo en cada momento, empezaba a adoptar la actitud pensativa de un gran detective. Era una pose totalmente inconsciente, pero no por eso menos característica.

—Bueno, tomando como punto de partida que la bala se disparó siguiendo una línea que incluye la silla en que estaba sentado el señor Stanworth —empezó con aire erudito—, y dando por sentado, como creo que tenemos derecho a hacer, que se disparó entre digamos la medianoche y las dos de la madrugada, lo primero que llama la atención es el hecho de que con toda probabilidad debió de dispararla el propio señor Stanworth.

—Sin embargo, luego recordamos —le interrumpió muy serio Alec— que el inspector insistió en que el revólver del señor Stanworth había sido disparado una sola vez y nos damos cuenta en el acto de lo idiotas que hemos sido al haber pensado algo semejante. En otras palabras, ¡prueba otra vez!

—Sí, no deja de ser una complicación —respondió pensativo Roger—. Lo había olvidado.

—Eso me había parecido —observó inmisericorde Alec.

Roger meditó un momento.

—Es un asunto muy turbio y complejo —dijo por fin, abandonando la actitud infalible que había adoptado—. A mi modo de ver, la única teoría razonable es que el viejo Stanworth hizo un segundo disparo. La única alternativa es que disparase otra persona que estuviera en la misma línea que Stanworth y el jarrón y que emplease un revólver del mismo o casi el mismo calibre que el de Stanworth. Y no parece muy probable, ¿no crees?

—Aún lo es menos que se tratase de un disparo del revólver de Stanworth que nunca llegó a dispararse —comentó secamente Alec.

—Al fin y al cabo, ¿por qué dijo el inspector que sólo se había hecho un disparo con ese revólver? —preguntó Roger—, pues porque sólo había un casquillo vacío. Pero no olvides que también dijo que el revólver no estaba cargado del todo. ¿No habría sido posible que Stanworth hubiese disparado y luego por una u otra razón (Dios sabe cuál) hubiera sacado el casquillo?

—Supongo que sí. Pero, en ese caso, ¿no sería lógico que el casquillo estuviese todavía en la habitación?

—Bueno, es posible que lo esté. Todavía no lo hemos buscado. En todo caso, no podemos negar el hecho de que lo más probable es que Stanworth hiciese el segundo disparo. ¿Por qué lo haría?

—¡A mí que me registren! —dijo lacónico Alec.

—Creo que podemos descartar la idea de que estuviese haciendo puntería con el jarrón por pura
joie de vivre,
o de que tratara de suicidarse y fuese tan mal tirador que acertara a un objeto que estaba exactamente en la dirección contraria.

—Sí, creo que eso podemos descartarlo —concedió cautamente Alec.

—En ese caso, Stanworth disparó con algún propósito. ¿A quién? Obviamente a alguna otra persona. ¡Así que, después de todo, Stanworth no estaba solo en la biblioteca! Parece que vamos a alguna parte, ¿no crees?

—Demasiado deprisa —rezongó Alec—. Ni siquiera sabes con seguridad si el segundo disparo se hizo anoche y...

—Claro que lo sé, amigo Alec. El jarrón se rompió anoche.

—Bueno, en cualquier caso, no sabes si disparó Stanworth. Y ya te has inventado a una segunda persona para que él le disparase. Vas demasiado rápido.

—Alec, tú eres escocés, ¿no?

—Sí. Pero ¿qué tiene eso que ver?

—¡Oh!, nada, salvo que la proverbial cautela de tus paisanos parece muy desarrollada en ti. Trata de superarla. Yo correré los riesgos, tú sólo tienes que seguirme. ¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí! Stanworth no estaba solo en la biblioteca. Veamos entonces, ¿qué nos indica eso?

—Dios sabe qué es lo que no te indicará a ti —murmuró con desánimo Alec.

—Sé lo que te va a indicar a ti —replicó complacido Roger—, y resulta bastante sorprendente. Tengo la firme convicción de que Stanworth no se suicidó anoche.

—¿Qué? —balbució Alec—. ¿Qué demonios estás diciendo?

—¡Que murió asesinado!

Alec se quitó la pipa de la boca y miró con ojos incrédulos a su compañero.

—Mi querido amigo —dijo tras una pequeña pausa—, ¿es que te has vuelto loco de repente?

—Al contrario —replicó con calma Roger—, no he estado tan cuerdo en toda mi vida.

—Pero... ¿cómo iba a morir a asesinado? ¡Las ventanas estaban atrancadas y habían cerrado la puerta por dentro con la llave en la cerradura! Y, por el amor de Dios, ¡su declaración estaba encima de la mesa! Roger, amigo, te has vuelto loco.

—Por no decir que empuñaba el revólver..., ¿cómo dijo el médico? ¡Ah, sí!, que estaba bien ajustado a la mano y que debió de empuñarlo estando con vida. Sí, Alec, admito que hay ciertas dificultades.

Alec se encogió de hombros con elocuencia.

—Este asunto te ha afectado a la cabeza —dijo escuetamente—. ¡Decía que estabas haciendo una montaña de un grano de arena! ¡Dios mío, estás haciendo una cordillera!

—Muy bien expresado, Alec —comentó Roger con aprobación—. Tal vez sea así. Pero mi impresión sigue siendo que el viejo Stanworth murió asesinado. Aunque puede que me equivoque, claro —añadió con ingenuidad—, pero raras veces me ocurre.

—Pero ¡maldita sea!, eso es inconcebible. Otra vez vuelves a equivocarte. Incluso si hubiese habido otra persona en la biblioteca, cosa que dudo, no puedes pasar por alto el hecho de que debió de salir antes de que Stanworth se encerrara. En tal caso, eso nos devuelve al suicidio. No es posible que ocurrieran las dos cosas. No digo que esa supuesta persona no pudiera presionar de algún modo a Stanworth (es decir, si es que existió) y le obligara a cometer suicidio. Pero asesinarlo... ¡Es demasiado absurdo para expresarlo con palabras!

Alec se había acalorado ante aquel insulto a la lógica.

Roger siguió imperturbable.

—Sí —dijo pensativo—, ya suponía que te impresionaría. Pero, para serte honesto, esa historia del suicidio me pareció sospechosa casi desde el principio. No acababa de creerme lo del lugar de la herida y luego todo lo demás, las declaraciones, las ventanas y puertas cerradas y demás..., en fin, en lugar de convencerme, aumentaron mis sospechas. No pude evitar tener la sensación de que se trataba de un caso de
Qui sexcuse, s'accuse.
O, por decirlo de otro modo, de que toda la escena era un montaje cuidadosamente organizado para proseguir con la representación una vez concluido el primer acto. Llámame loco si quieres, pero eso es lo que pensé.

Alec le espetó.

—¿Loco? Eso es decirlo suavemente.

—No seas tan duro conmigo, Alec —imploró Roger—. Creo que estoy siendo bastante brillante.

—Siempre te has dejado llevar por la imaginación —gruñó Alec—. Sólo porque un par de personas se comporten de un modo un poco extraño y otros no parezcan tan tristes como tú crees que debieran, te lías la manta a la cabeza e inventas de la nada un pequeño asesinato. ¿Piensas hablarle al inspector de esta increíble idea tuya?

—No —respondió Roger con decisión—. Es mi pequeño asesinato, como has tenido la gentileza de denominarlo, no pienso dejar que me lo roben. Cuando hayamos llegado al final, ya pensaré si decírselo a la policía o no.

—En fin, doy gracias a Dios por que no vayas a ponerte en ridículo hasta ese punto —dijo con alivio Alec.

—Espera, Alexander —le regañó Roger—. Ahora puedes reírte de mí si quieres...

—¡Gracias! —dijo complacido Alec.

—... pero, si tengo un poco de suerte, te recordaré que quien ríe el último ríe mejor.

—En ese caso tal vez empieces por explicarme cómo ese excelente asesino tuyo se las arregló para salir de la habitación dejándolo todo cerrado por dentro —repuso con sarcasmo Alec—. No sería un mago aficionado, ¿verdad? Lo mismo salió por el ojo de la cerradura.

Roger movió tristemente la cabeza.

—Mi querido, pero simple Alexander, puedo darte una explicación perfectamente razonable de cómo pudo cometerse anoche el asesinato dejando todas las puertas y ventanas cerradas por la mañana.

—¿Ah, sí? —dijo con desprecio Alec—. Oigámosla.

—Desde luego. El asesino estaba todavía dentro cuando forzamos la puerta, oculto en algún lugar donde a nadie se le ocurrió mirar.

Alec dio un respingo.

—¡Dios mío! —exclamó—. Es cierto que no registramos la habitación. Entonces, ¿crees que estuvo ahí todo el tiempo?

—Al contrario —sonrió amablemente Roger—, sé que no lo estaba, por la sencilla razón de que no había sitio donde esconderse. Pero tú has pedido una explicación y te la he dado.

Alec volvió a resoplar, aunque con menos seguridad en sí mismo esta vez. El modo en que Roger había explicado lo inexplicable había sido un poco inesperado. Trató de enfocarlo desde otro ángulo.

—¿Y qué me dices del móvil? —preguntó—. No puede haber un asesinato sin móvil. ¿Cuál pudo ser el móvil para asesinar al pobre Stanworth?

—¡El robo! —respondió en el acto Roger—. Ésa fue una de las cosas que me hicieron pensar en un asesinato. O mucho me equivoco o alguien ha abierto ya esa caja. Recordarás lo que te dije de las llaves. No me extrañaría que Stanworth guardara en ella una gran suma de dinero u otros valores negociables. Eso es lo que buscaba el asesino. Ya lo comprobarás cuando abran la caja esta tarde.

Alec gruñó. Estaba claro que, aunque no estuviera convencido, al menos estaba impresionado. Roger era tan falaz y estaba tan seguro de estar sobre la pista correcta, que a cualquiera más escéptico que Alec podría habérsele disculpado que dudase de su interpretación de unos hechos aparentemente tan evidentes.

—¡Vaya! —dijo Roger de pronto—. ¿No ha sido esa la campana del almuerzo? Será mejor que entremos a lavarnos un poco. Ni una palabra a nadie, claro.

Se levantaron y empezaron a andar hacia la casa. De pronto Alec se detuvo y golpeó a su compañero en el hombro.

—¡Seremos idiotas! —exclamó—. ¡Los dos! Habíamos olvidado por completo la confesión. Eso sí que no podemos pasarlo por alto.

—¡Ah, sí! —dijo pensativo Roger—. La confesión. Pero, no, no la había olvidado, Alexander.

9. El señor Sheringham ve visiones

Entraron en la casa por la puerta principal, que siempre estaba abierta cuando tenían invitados. Aunque ninguno de los dos lo dijese abiertamente ambos prefirieron no pasar por la biblioteca. Alec subió enseguida al piso de arriba. Roger, al ver que el mayordomo estaba clasificando el correo y ordenándolo sobre la mesa del vestíbulo se quedó a esperar si había alguna carta para él.

El mayordomo al verle movió la cabeza.

—No hay nada para usted, señor. De hecho, hoy hemos recibido muy poco correo. —Miró por encima las cartas que tenía todavía en la mano—. El comandante Jefferson, la señorita Shannon, la señora Plant. No, señor, no hay más.

—Gracias, Graves —dijo Roger, y siguió los pasos de Alec.

La comida fue muy silenciosa y el ambiente parecía tenso. Nadie quería aludir al asunto en el que todos estaban pensando, y hablar de cualquier otra cosa parecía fuera de lugar. La escasa conversación giró en torno al equipaje y el horario de los trenes. La señora Plant, que llegó un poco tarde, aunque parecía haber recobrado la serenidad después de su extraño comportamiento de la mañana, iba a partir poco después de las cinco. Eso le daría tiempo, explicó, de esperar a que abriesen la caja para que pudiera recuperar sus joyas. Roger, tras meditar largo y tendido sobre el tono de indiferencia con que pronunció aquellas palabras y tratar de reconciliarlo con las conclusiones que se había formado sobre ella, tuvo que admitir que volvía a estar completamente perplejo, al menos en lo que a ella se refería.

Y eso no fue lo único que le desconcertó. El comandante Jefferson, que parecía tan deprimido al empezar la mañana, ahora exhibía una expresión de plácida satisfacción que a Roger le parecía muy difícil de explicar. Dando por sentado que lo que había preocupado a Jefferson era que la policía no fuese la primera en abrir la caja —y esa era la única conclusión que Roger podía sacar de lo sucedido hasta el momento—, ¿qué podía haberlo animado de ese modo? Imágenes de llaves duplicadas y de oportunidades que él debería haber evitado en la biblioteca vacía pasaron en rápida sucesión por su pensamiento. Sin embargo, el único momento en que no había estado en la biblioteca o vigilándola de cerca habían sido los escasos minutos en que había subido a lavarse las manos antes de comer; y no parecía probable que Jefferson hubiese tenido la sangre fría de emplearlos para llevar a cabo un robo y correr el riesgo de que le sorprendieran. Era cierto que había llegado muy tarde a comer (varios minutos después de la señora Plant), pero Roger no creía que esa teoría fuese nada probable.

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