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Authors: Agatha Christie

El misterio de Pale Horse (5 page)

BOOK: El misterio de Pale Horse
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—Iniquidad —repitió Lejeune. La palabra le había impresionado.

—Los católicos confiesan sus pecados antes de morir, ¿verdad? Sí. Eso suponía yo.

La imaginación de Lejeune seguía obstinadamente fija en aquel vocablo: iniquidad...

Habría de tratarse de algo especialmente perverso, pensó, para dar lugar a que el sacerdote que estaba en el secreto del asunto fuese golpeado sin piedad, hasta causarle la muerte...

2

De los otros tres inquilinos de la casa no pudo sacarse nada. Dos de ellos, un empleado de Banco y un anciano que trabajaba en una zapatería, habitaban allí desde hacía varios años. El tercero era una chica de veintidós años, llegada recientemente, que se hallaba colocada en unos almacenes próximos. Apenas conocían a la señora Davis de vista.

La mujer que había visto al padre Gorman en la calle la noche del suceso no pudo suministrar ninguna información útil. Era católica y feligresa de la parroquia de Santo Domingo, por lo que conocía al sacerdote. Le había visto en el instante de entrar en el café de Tony, a las ocho menos diez. No sabía más.

El señor Osborne, propietario de la farmacia que había en la esquina de la calle Borton, aportó nuevos detalles al asunto.

Era un hombre menudo de mediana edad, con una calva algo empinada, y una faz ingenua, redonda. Usaba lentes.

—Buenas noches, inspector. Venga por aquí, haga el favor.

Levantó al tiempo que hablaba la tapa abatible del mostrador y Lejeune pasó después a un cuarto en el que se encontraba un joven embutido en un blanco guardapolvo, preparando frascos medicinales con la destreza de un prestidigitador profesional. Luego cruzó una arcada y penetró en una habitación que contaba con un par de sillones y una mesa. El señor Osborne corrió la cortina de la entrada con ademanes un tanto misteriosos y se acomodó en uno de los asientos después de señalar a Lejeune expresivamente, el otro. Inclinóse hacia delante al hablar. Los ojos le brillaban a causa de la excitación...

—Da la casualidad de que puedo ayudarles. Aquella noche no fue muy ajetreada para nosotros... Había poco quehacer. El tiempo no era nada bueno. Mi dependienta se encontraba detrás del mostrador. Los jueves no cerramos hasta las ocho. La niebla espesaba y andaba poca gente por los alrededores. Salí a la puerta para echar un vistazo al cielo. No me había equivocado en mi predicción. Estuve allí unos minutos... No tenía nada especial a que atender dentro. Luego vi al padre Gorman avanzar por el lado opuesto de la calle. Le conocía de vista, por supuesto. Sorprende mucho que un hombre tan querido como él haya muerto asesinado. «Ahí está el padre Gorman», me dije. Caminaba en dirección a la calle Oeste, que, como usted sabe, se encuentra en el recodo siguiente, antes de alcanzar la estación de ferrocarril. A pocos pasos de él marchaba un hombre. No me habría llegado a fijar en ello si este último no se hubiera detenido repentinamente, en el preciso instante en que se hallaba a la altura de mi puerta. Me pregunté por qué se habría parado... Entonces advertí que el padre Gorman, un poco más adelante, había acortado sus pasos, aunque sin llegar a detenerse, como si pensara en algo intensamente y se hubiese olvidado de que estaba andando. Luego aceleró el paso de nuevo y el otro hombre reanudó la marcha también, rápidamente ahora. Pensé que tal vez se tratara de alguien que conocía al padre Gorman y deseaba alcanzarle con objeto de hablar con él.

—Pero, en realidad, podía estar siguiéndole, simplemente.

—Ahora es cuando estoy seguro de eso... En aquel momento no pensé en tal cosa. A causa de la niebla les perdí de vista a los dos casi al mismo tiempo, y pronto.

—¿Podría describir a ese hombre?

Lejeune no confiaba en una respuesta afirmativa, según se veía por el tono de su pregunta. Se disponía a escuchar los detalles de costumbre, que casi nunca suelen conducir a nada. Pero el temperamento del señor Osborne no era el de Tony, el propietario del café en que estuviera el padre Gorman unos minutos, poco antes de su muerte.

—Pues... creo que sí —contestó complacido el farmacéutico—. Era un hombre alto.

—¿Alto? ¿Qué estatura le calcula usted?

—Un metro ochenta centímetros, por lo menos. Quizá esta impresión me la produjera el hecho de ser un tipo muy delgado. Tenía los hombros muy caídos y una nuez prominente. Los cabellos, largos, asomaban un poco por debajo de su sombrero. Nariz ganchuda, grande. Un individuo de físico nada corriente. No puedo decirle el color de sus ojos. Le vi de perfil. Unos cincuenta años de edad. Me guío, al hacer tal apreciación, por su manera de andar. Los jóvenes caminan de un modo completamente distinto.

Lejeune hizo, mentalmente, una apreciación de la anchura de la calle. Luego volvió a fijar su atención en el señor Osborne, preguntándose... Se preguntaba muchas cosas, en realidad...

Una descripción como la facilitada por el farmacéutico podía tener diversas interpretaciones. Quizá naciera de una fantasía desbordada. Había dado con algunos ejemplos notables en tal aspecto, principalmente entre mujeres. Solía construir un retrato imaginativo, atribuyendo al modelo todas las características que a su juicio debía presentar el criminal. Esas descripciones contenían a menudo detalles adulterados: unos ojos inquietos, una expresión ceñuda, mandíbulas de gorila, ferocidad manifiesta, en fin, datos que más bien cabía considerar tópicos. La descripción del señor Osborne, en cambio, parecía corresponder a una persona real. En ese caso resultaba posible que se encontrara ante el casual testigo del suceso, ante un hombre que había observado determinadas circunstancias con precisión, fijándose en los pormenores. Un testigo, por otro lado, que se aferraba a lo visto, que se mostraba seguro, nada fácil de abdicar de su posición.

Lejeune volvió a considerar mentalmente la distancia que le separaba en aquellos momentos de la acera opuesta. Con un gesto positivo posó la mirada en el farmacéutico.

—¿Cree usted que podría reconocer a ese hombre si le viese de nuevo? —le preguntó.

—Por supuesto. —El señor Osborne hacía gala de una extraordinaria confianza en sí mismo—. Jamás olvido un rostro. Éste es uno de mis pasatiempos favoritos. Siempre he dicho que si por casualidad entrase como cliente en mi farmacia uno de esos asesinos de mujeres que andan por ahí, con la idea de adquirir una pequeña cantidad de arsénico, no tendría inconveniente en identificarlo bajo juramento ante un tribual. A lo largo de mi vida he abrigado constantemente la esperanza de disfrutar de una oportunidad semejante.

—¿No se le ha presentado aún?

El señor Osborne admitió entristecido que no.

—Y lo más probable es que tenga que renunciar definitivamente —añadió—. Voy a vender este negocio. Obtendré una fuerte suma por él y luego me retiraré a Bournemouth.

—Su establecimiento parece hallarse muy acreditado.

—Tiene «clase» —repuso el señor Osborne con un acento de orgullo en la voz—. Cuenta ya casi con cien años de existencia. Me precedieron mi abuelo y mi padre. Una empresa antigua, de tipo familiar. Claro que de niño no pensaba así. Consideraba esto bastante fastidioso. Al igual que muchos chicos, me desagradaba el escenario. Cuando tuve la certeza de poder actuar eficientemente mi padre no intentó detenerme. «A ver de lo que eres capaz, hijo mío», me dijo. «Pero no vayas a creerte que eres un sir Henry Icving». ¡Cuánta razón tenía! Un hombre muy juicioso, mi padre. Después de dieciocho meses de aprendizaje el negocio absorbió por completo mis actividades. Me dediqué por entero a él. Siempre hemos contado con artículos de primera calidad, algo anticuados, pero buenos. Hoy, el farmacéutico de nuestros días se siente un poco desconcertado —agregó moviendo pesarosamente la cabeza—. Me refiero a los artículos de tocador. No hay más remedio que tenerlos. La mitad de nuestros beneficios proceden de ellos: de los polvos para la cara, las cremas, lápices para labios, champús, esponjas, etcétera. Nunca me ocupo de ellos personalmente. Cuento para tal fin con una joven dependienta. No. Esto no es lo que yo pensaba que tenía que ser una farmacia. No obstante, tengo invertida en el negocio una fuerte suma y voy a venderlo muy bien. Ya he efectuado el primer pago en señal, para adquirir una casita de campo en las cercanías de Bournemouth.

»Uno debe retirarse a tiempo, cuando aún se encuentra en condiciones de disfrutar de la vida. He ahí mi lema. Cultivo una gran cantidad de aficiones. Por ejemplo: colecciono mariposas. Me dedico también al estudio de las aves. Y a la jardinería... Dispongo de excelentes libros, con abundantes ideas para crear un jardín. Tengo el recurso de los viajes. Pienso visitar algunos países extranjeros antes de que sea demasiado tarde para gozarla.

Lejeune se puso en pie.

—Le deseo a usted buena suerte —dijo al señor Osborne—. Y si antes de que abandone usted este lugar viera a nuestro hombre...

—Se lo haré saber en seguida, señor Lejeune. Naturalmente, puede usted contar conmigo. Será un placer para mí servirle. Como ya le indiqué, soy un buen fisonomista. Me mantendré atento, a cuanto suceda a mi alrededor, dispuesto a dar en el momento preciso el quién vive, como suele decirse. ¡Oh, sí! Puede usted confiar en mí. Tendré un gran placer en serle útil.

Capítulo IV
1

Salí de Old Vic en compañía de mi amiga Hermia Redclife, que caminaba a mi lado. Habíamos asistido a una representación de Macbeth. Llovía mucho. Al cruzar la calle a toda prisa, en dirección al punto en que dejara aparcado el coche. Hermia observó injustamente que siempre que visitábamos aquel lugar acababa lloviendo.

No compartía su punto de vista. Le contesté que, a diferencia de lo que les ocurría a los relojes de sol, para ella sólo contaban las horas de lluvia.

—En Glyndebourne —continuó diciendo Hermia—, he sido siempre afortunada. Allí todo es perfección: la música, los espléndidos macizos de flores, especialmente, entre éstas, las blancas...

Discutimos sobre Glyndebourne y su música durante unos minutos. Luego, Hermia observó:

—¿A Dover? ¡Qué idea tan extraordinaria! Había pensado que nos dirigiéramos al Fantasie. Después de ese lúgubre y sangriento alarde de Macbeth uno desea realmente situarse frente a una mesa bien provista de comida y bebida. Shakespeare tiene la virtud de despertarme siempre el apetito.

»Sí. Lo mismo ocurre con Wagner. Los bocadillos de salmón ahumado de los entreactos del Covent Garden no bastan nunca para calmar las punzadas del estómago. Y lo de Dover lo he dicho porque estás conduciendo en esa dirección.

—No hay más remedio que dar un rodeo —le expliqué.

—Pues creo que te has extendido un poco. Estamos bastante lejos de Kent Road.

Eché un vistazo a mi alrededor, tras lo cual hube de reconocer que, como de costumbre, Hermia estaba en lo cierto.

—Siempre me hago un lío al llegar aquí —murmuré en tono de excusa.

—No es extraño —convino Hermia—. Hay que dar vueltas y más vueltas a la estación de Waterloo.

Habiendo logrado por fin llegar al puente de Westminster reanudamos nuestra conversación, centrándola en la representación de Macbeth que acabábamos de presenciar. Hermia Redcliffe, mi amiga, era una mujer hermosa, de unos veintiocho años de edad. Tenía un perfil griego, perfecto, y una masa de oscuros cabellos recogidos airosamente sobre la nuca. Mi hermana se refería siempre a ella con la frase «la amiga de Mark», dando a la misma una entonación especial que, inevitablemente, me enojaba.

El Fantasie nos dispensó una gran acogida. Conseguimos una pequeña mesa junto a una de las paredes, forradas de terciopelo carmesí. El Fantasie se ha hecho popular merecidamente. Dentro de él la mesas se encuentran muy cerca unas de otras. Al sentarnos, nuestros vecinos de la inmediata nos saludaron alegremente. David Ardingly era profesor de Historia en Oxford. Nos presentó a su acompañante, una muchacha muy linda, que lucía un peinado muy de moda. En su cabeza no se veían más que puntas y mechones, sobresaliendo en improbables ángulos al estilo de una corona. Por extraño que parezca diré que le sentaba bien. Sus ojos, azules, eran enormes. Tenía en todo momento la boca entreabierta. Era, como todas las chicas que acompañaban a David, algo tonta. David, un joven notablemente inteligente, sólo encontraba el verdadero descanso al lado de chicas de poco seso.

—Poppy es mi amiga predilecta —explicó añadiendo—: Te presento a Mark y a Hermia, Poppy. Dos personas muy serias. Has de procurar ponerte a tono con ellas. Acabamos de ver una obra estupenda, titulada: Hágalo a patadas. ¡Estupenda, amigos! Apuesto lo que sea a que habéis ido a ver una obra de Shakespeare o una reposición de Ibsen.

—Hemos estado en Oid Vic, presenciando una representación de Macbeth —dijo Hermia.

—¿Y qué opinas de la producción de Batterson?

—Me ha agradado la labor del productor —explicó mi amiga—. Los efectos luminotécnicos han sido bien concebidos. Y jamás he visto tan magníficamente desarrollada la escena del banquete.

—¿Y qué me dices de las brujas?

—Siempre resultan terribles, imponentes...

David asintió.

—El elemento pantomímico parece insinuarse en todo momento —dijo—. Todas ellas van de un lado para otro haciendo continuas jugarretas, comportándose como un auténtico Rey de los Demonios. Uno espera ver aparecer en el momento menos pensado un Hada Buena, vestida con blancos rojajes colmados de lentejuelas, recitando con suave voz:

El mal no debe triunfar. Al fin

será Macbeth quien doble el recodo.

Todos nos echamos a reír. David era un hombre al que no se le escapaba nada. Miróme unos momentos atentamente.

—¿Qué te pasa? —me preguntó.

—Nada. Es que el otro día, precisamente, estuve reflexionando sobre el papel del Mal y el Demonio en la pantomima. Sí... Y también pensé en las Hadas Buenas.

—A propos de ¿qué?

—¡Oh! De Chelsea y uno de sus bares...

—¡Qué refinado y moderno te estás volviendo, Mark! Conque Chelsea, ¿eh? Un lugar donde las ricas herederas se casan con tipos callejeros, de esos que habitan en las esquinas y buscan obtener del matrimonio un beneficio positivo. Allí es donde Poppy debiera estar, ¿verdad, querida?

Poppy abrió aún más sus grandes ojos.

—Odio Chelsea —protestó—. ¡Me gusta mucho más el Fantasie! ¡Es más bonito! ¡Se come tan bien aquí!

—Bien por ti, Poppy. De todos modos no eres suficientemente rica para Chelsea. Cuéntanos algo más acerca de Macbeth, Mark. Háblanos asimismo de sus brujas. Yo sé muy bien cómo pondría éstas en escena de correr a mi cargo el montaje de una obra.

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