Read El misterio de Pale Horse Online

Authors: Agatha Christie

El misterio de Pale Horse (6 page)

BOOK: El misterio de Pale Horse
11.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

David había sido miembro destacado de una organización profesional en otro tiempo.

—¿Qué harías?

—Las presentaría con un aspecto muy corriente. Mis brujas se reducirían al papel de unas viejas silenciosas. Como las de las aldeas.

—Pero, ¿es que todavía existen? —inquirió Poppy mirando fijamente a su amigo.

—Tú preguntas eso porque eres una chica londinense. Cada villa de la zona rural, dentro de nuestro país, cuenta con su correspondiente bruja. Ahí tienes a la anciana señora Black. A los niños se les ordena que no la molesten y de cuando en cuando le regalan huevos y pasteles caseros, a modo de presentes. ¿Por qué? —David levantó un dedo índice en actitud doctrinal—. Pues porque si se enfada con uno, las vacas de éste dejarán de dar leche, su cosecha de patatas se perderá o bien su hijo, el pequeño Johnnie, se torcerá un tobillo. Hay que mantenerse en buenas relaciones con la señora Black. Nadie lo dice claramente pero, ¡todos lo saben!

—Estás bromeando —dijo Poppy con un gesto de desagrado.

—No, nada de eso. ¿Verdad que tengo razón, Mark?

—Lo más seguro es que la educación haya acabado con tales supersticiones —señaló Hermia, escéptica.

—En las zonas rurales, no. ¿Tú que opinas, Mark?

—Pienso que quizá estés en lo cierto —repuse lentamente—, si bien no me hallo bastante documentado sobre el particular. No he vivido nunca mucho tiempo seguido en el campo.

—No comprendo cómo ibas a poder presentar tus brujas tal cual has dicho: igual que sencillas viejas, de ordinario aspecto —dijo Hermia insistiendo sobre la anterior declaración de David—. Debería rodeárselas, seguramente, de una atmósfera sobrenatural...

—¡Oh! Piensa, piensa detenidamente en esto que voy a decir. Pongamos por ejemplo la locura. Si tú ves a alguien que delira o que anda de un lado para otro adornándose los cabellos con pajuelas y tiene toda la apariencia de un loco, no resulta nunca atemorizador, en absoluto. En cambio, si te pasa alguna vez lo que a mí... En cierta ocasión fui a ver a un médico a una casa de salud. Me hicieron pasar a un cuarto, con el fin de que le esperara allí. Dentro se encontraba una anciana de agradable aspecto, que bebía tranquilamente un vaso de leche. Formuló varias observaciones convencionales acerca del tiempo y luego, bruscamente, se inclinó hacía delante para decirme en voz baja:

«¿Es su pobre hijo el que está sepultado ahí, detrás de la chimenea?»

»Después, con un movimiento afirmativo de cabeza, agregó:

«Son las 12,10 exactamente. Siempre a la misma hora todos los días. Haga usted como si no viera la sangre».

Fue la forma natural con que se expresó lo que hizo aquello aterrador.

—¿Había alguien realmente enterrado en la chimenea? —quiso saber Poppy.

Sin hacerle el menor caso, David continuó diciendo:

—Hablemos ahora de las médiums, con sus trances, sus habitaciones a oscuras, y los golpecitos cortos y secos... Tras la sesión, la médium se sienta, arregla sus cabellos y se marcha a casa, donde le espera una comida a base de pescado y patatas fritas, exactamente igual que podría ocurrirle a cualquier otra mujer.

—Así pues —manifesté—, tu idea de las brujas se centra en tres arrugadas viejas escocesas de las que merecen una segunda mirada de atención, las cuales practican sus diabólicas artes en secreto, musitando sus conjuros en torno a un caldero, invocando a los espíritus, todo ello sin cambiar de aspecto... Sí. Seguro que resultaría impresionante.

—De serle posible hacerse con los intérpretes de semejantes papeles —observó Hermia secamente—. ¿No te parece, Mark?

—Has dado en el clavo —admitió David—. La más leve insinuación de locura en el texto de la obra y el actor sale a escena decidido a todo. Igual ocurre con las muertes repentinas. No hay un solo actor que quede paralizado bruscamente y caiga muerto al suelo. Tiene forzosamente que gemir, vacilar, poner los ojos en blanco, abrir la boca con gesto de profunda angustia, llevarse la mano al corazón o cogerse con ambas la cabeza... En fin, se inclina en todo caso a convertir la escena en algo terrible y complicado. Hablando de representaciones... ¿Qué os parece el Macbeth de Fielding? Hay una gran división de opiniones entre los críticos.

—Yo creo que fue aterrador —replicó Hermia—. La escena con el doctor, tras el paseo en sueños... «Vos no podéis atender a una mente enferma»... Esto me reveló algo en lo que yo no había pensado nunca con anterioridad: que él estaba ordenando realmente al médico que la matara. Y sin embargo él amaba a su esposa. Acababa de emerger de su lucha entre el miedo y el amor. No he conocido nunca más hiriente que aquella frase: «Tú debieras haber muerto entonces».

—Si Shakespeare resucitase se llevaría algunas sorpresas al ver la forma en que algunos actores interpretan sus personajes —declaré secamente.

—Sospecho que Bubage y compañía han matado en parte su espíritu —dijo David.

—Se trata de la eterna sorpresa del autor al ver lo que ha hecho con su obra el director.

—¿No se ha dicho que fue Bacon quien escribió realmente las obras de Shakespeare? —preguntó Poppy.

—Esa teoría ha quedado descartada —contestó David amablemente—. ¿Y qué sabes tú de Bacon?

—Fue el que inventó la pólvora —repuso Poppy triunfalmente.

David nos miró.

—¿Os dais cuenta de por qué me agrada esta chica? Tiene salidas inesperadas. Francis, no Roger, querida.

—Juzgué interesante que Fielding representara el papel de Tercer Criminal. ¿Existe algún precedente en tal aspecto?

—Creo que sí —declaró David—. Qué conveniente debió haber sido en aquellos tiempos tener a mano un asesino al que encomendar las tareas propias que se presentaran de cuando en cuando. Resultaría divertido que en nuestros días se pudiese hacer otro tanto.

—Ya ocurre —contestó Hermia—. Tenemos pistoleros de todos los estilos. Ahí está el caso de Chicago.

—No me refería a los pistoleros, ni a los chantajistas, ni siquiera a los crímenes de rigor en la crónica negra de cualquier moderna ciudad. Pensaba en la gente ordinaria ansiosa de desembarazarse de alguien. Ese rival que tenemos en el campo de las actividades profesionales. Esa tía Emily, tan rica, tan llena de salud también; ese esposo torpe que constituye más bien un engorro. Lo más conveniente sería poder llamar a los almacenes Harrods para decir: «Por favor, envíenme un par de buenos asesinos».

Todos nos echamos a reír.

—Bueno, pero eso se puede hacer hoy, ¿no? —dijo Poppy.

Todos nos volvimos hacia ella.

—¿De qué hablas? —le preguntó David.

—Bueno... Quiero decir que la gente puede hacerlo si así lo desea... Personas normales, como nosotros. Pero creo que es carísimo.

Los ojos de Poppy se veían grandes, ingenuos... Como siempre, tenía la boca ligeramente entreabierta.

—Explícate, querida —le pidió David con un gesto de curiosidad.

Poppy parecía ahora confusa.

—¡Oh!... Espero... Creo que me he confundido. Me refería a «Pale Horse» y a todo eso...

—¿Un caballo bayo? ¿Qué clase de caballo?

Poppy se ruborizó intensamente, bajando los ojos.

—Estoy portándome como una estúpida. Me refiero a una cosa que alguien mencionó... Sin duda no comprendí bien...

—Deleitémonos saboreando la Coupe Nesselrode —propuso David gentilmente.

2

Es una de las cosas más raras de la vida pero a todos nos sucede. Ocurre, sencillamente, que en ocasiones nos sale al encuentro la noticia o el comentario que oímos casualmente o de pasada, en las últimas veinticuatro horas. A la mañana siguiente viví uno de esos momentos.

Sonó el teléfono y me apresuré a atender la llamada.

Flaxman 73841.

Oí una voz jadeante al otro extremo de la línea.

—He pensado en ello, ¡y voy a ir!

Rebusqué alocadamente en mi memoria.

—Espléndido —contesté para ganar tiempo—. Ejem... Eso es...

—Después de todo —siguió diciendo la voz—, el rayo nunca cae dos veces en el mismo sitio.

—¿Está usted segura de haber logrado comunicar con el número que quería?

—Desde luego. Tú eres Mark Easterbrook, ¿no es así?

—¡Oh! Estoy hablando con Ariadne Oliver.

—Pero, ¿es que no te habías dado cuenta? —inquirió ella sorprendida—. Ni siquiera se me había ocurrido que tuvieses esa duda. Te hablaba de la fiesta organizada por Rhoda. Iré y firmaré mis libros, si ella quiere...

—Eres muy amable. Se sentirán encantados.

—Supongo que no tendremos ninguna reunión después, ¿verdad? —preguntó al señora Oliver, un tanto aprensiva a juzgar por el tono de su voz—. Ya sabes lo que pasa: beben un vaso de cerveza o de jugo de tomate, para preguntarme qué estoy escribiendo. Luego me comunica éste o aquél que le agradan extraordinariamente mis libros, una cosa agradable pero a la que no sé contestar nunca. Si dices: «Me alegro mucho» es como si respondieras friamente: «Encantado de conocerle». Son frases hechas, auténticos tópicos... Bueno, ¿y no crees que Rhoda y los suyos me llevarán también a «Pink Horse», a beber algo?

—¿«Pink Horse»?

—«Pale Horse», he querido decir. A las tabernas o posadas de por allí. Me desenvuelto mal en esos sitios. En un aprieto soy capaz de apurar un tanque de cerveza, pero luego comienzo a hipar y...

—¿Qué quiere decir al aludir a «Pale Horse»?

—¿No hay en el paraje en que se celebra la fiesta, una taberna llamada así? O tal vez sea «Pink Horse»... U otro nombre cualquiera por el estilo. Quizá lo haya imaginado... ¡Tengo que inventar tantas cosas fantásticas ordinariamente!

—¿Cómo marcha el asunto de la cacatúa?

—¿La cacatúa?

La señora Oliver parecía un tanto desorientada.

—¿Y lo de la pelota de cricket?

—Verdaderamente —repuso la señora Oliver con severidad—, creo que te has vuelto loco o que sufres aún los efectos de una noche un poco agitada. ¿A qué viene toda esa confusa historia de «Pink Horse», cacatúas y pelotas de cricket?

Inmediatamente colgó.

Me encontraba aún considerando esta segunda mención de «Pale Horse» cuando el timbre del teléfono sonó de nuevo.

Esta vez era el señor Soames White, un conocido abogado, quien me llamaba para recordarme que de acuerdo con el testamento de mi madrina, lady Hesketh_Dubois, estaba autorizado para elegir tres de sus cuadros.

—Por supuesto, no se trata nada de valor —me notificó White con su melancólico tono habitual—. Ahora bien, tengo entendido que hace algún tiempo elogió algunos de los cuadros que poseía la difunta.

—Había entre ellos varias acuarelas con escenas de la India verdaderamente encantadoras. Creo que usted ya me escribió en relación con este asunto. Indudablemente, me olvidé del mismo.

—Eso es. Pero ocurre que en la actualidad, los albaceas estamos preparando la subasta de determinados efectos. Si usted pudiera darse una vuelta por la Plaza Ellesmere...

—Iré ahora —contesté.

Tampoco aquella mañana me encontraba en muy buena disposición para trabajar.

3

Llevando bajo el brazo tres acuarelas escogidas por mí, salí del número 49 de la Plaza Ellesmere en el preciso instante en que otra persona subía, tropezando con ésta. Murmuré unas palabras de excusa, recibí otras por el estilo y me hallaba ya a punto de hacer una seña a un taxi que pasaba cuando de pronto recordé algo y volviéndome bruscamente dije:

—Pero..., ¿no eres tú Corrigan?

—¿Eh...? Sí... Y tú eres Mark Easterbrook.

Jim Corrigan y yo habíamos sido amigos en nuestros días de estudiantes en Oxford... Habrían transcurrido unos quince años desde nuestro último encuentro.

—Me imaginé en seguida que te conocía pero no acertaba a encajarte en mi recuerdo —dijo Corrigan—. Leo artículos tuyos de cuando en cuando. Y además me agradan.

—¿Qué ha sido de ti? ¿Estás dedicado a la investigación, como te propusiste en otro tiempo?

Corrigan suspiró.

—Casi no hago nada. Es una tarea cara si uno desea actuar por su propia cuenta. A menos que te agarres a un millonario aburrido o a una firma comercial ansiosa de novedades...

—Jugos hepáticos, ¿no?

—¡Qué memoria la tuya! No. Eso quedó atrás. Mi interés se concentra hoy en las propiedades especiales que poseen las secreciones de ciertas glándulas. No habrás oído hablar nunca de ellas, por lo cual me abstengo de nombrártelas. Se hallan relacionadas con el funcionamiento del bazo y aparentemente no sirven para ningún fin.

Corrigan se expresaba con el entusiasmo de un científico.

—¿Cuál es tu idea? —inquirí.

—Estoy convencido de que tales secreciones influyen en nuestra conducta. Traducido en palabras más llanas: actúan como el líquido de frenos de un coche. No hay líquido... aquéllos fallan. En los seres humanos una deficiencia en esas secreciones podría —sólo diré podría—, hacer de una persona normal un asesino.

Dejé oír un silbido de admiración.

—¿Y qué sucede con el Pecado original?

—Sí, ¿qué sucede? —repitió Corrigan vacilante—. A los sacerdotes no les agradará esto, ¿verdad? Desgraciadamente no he conseguido que nadie se interese por mi teoría aún. Por tal motivo soy cirujano afecto a los servicios policíacos del noroeste. Un trabajo muy interesante. Le permite a uno ver infinidad de tipos criminales. Pero no quiero entretenerte... A menos que desees que comamos juntos.

—Es una idea que me agrada. Sin embargo, tú te disponías a entrar en esa casa —aduje señalando la que quedaba a espaldas de Corrigan.

—Es cierto, en parte. Me disponía a colarme de rondón en ella, sin que nadie me viera.

—Sólo hay un portero.

—Es lo que me imaginaba. Pretendía averiguar lo que pudiese en relación con la difunta lady Hesketh_Dubois.

—Me atrevo a segurar que yo podría informarte mejor que cualquier otra persona. Era mi madrina.

—¿De veras? Eso se llama tener suerte. ¿Dónde podemos vernos para comer? En la Plaza de Londres hay un establecimiento... No es muy grande. Hacen unas sopas de pescado riquísimas.

Nos acomodamos en el pequeño restaurante. Una mujer de pálida faz nos puso delante una humeante sopera. Aquélla vestía unos extraños pantalones de marinero francés.

—Deliciosa —dije probando la sopa—. Bueno. Corrigan. ¿Qué era lo que querías saber? Incidentalmente, he de preguntar también: ¿por qué?

—Es una larga historia —repuso mi amigo—. Antes de nada, dime: ¿qué clase de mujer era?

BOOK: El misterio de Pale Horse
11.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Tell Me No Secrets by Joy Fielding
The Lily-White Boys by Anthea Fraser
Enjoying the Chase by Kirsty Moseley
Music to Die For by Radine Trees Nehring
Her Last Line of Defense by Marie Donovan
Burned by Benedict Jacka
Bringing It to the Table by Berry, Wendell
Wait for Me by Cora Blu