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Authors: Agatha Christie

El misterio de Pale Horse (10 page)

BOOK: El misterio de Pale Horse
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—Ésa es una pregunta difícil de contestar... Hace tanto tiempo... A veces una se pone delante de una cosa casualmente y la misma acaba subyugándote. Es un estudio fascinante. ¡Qué creencias se ha llegado a forjar la gente! ¡Cuántas tonterías han llegado a hacer en ese sentido!

Me eché a reír.

—Eso es alentador. Me alegra que no dé crédito a todo lo que lleva leído.

—No debe usted juzgarme utilizando el patrón de la pobre Sybil. ¡Oh, sí! Aprecié perfectamente su gesto de superioridad. Pero se equivocaba... Es una necia mujer en muchos aspectos. Suele tomar un poco de voduismo, otro de demonología y otro de magia negra, mezclando estas menudas porciones para confeccionar un sugestivo pastel ocultista... No obstante, se halla en posesión del poder.

—¿El poder?

—Ignoro si podría ser llamado de otra manera... Existen personas que pueden convertirse en un puente vivo, tendido entre este mundo y el otro, el de las potencias misteriosas. Sybil es una de ellas. Es una médium de primera categoría. Nunca ha desempeñado su papel como tal a cambio de dinero. El suyo es un don excepcional. Cuando Sybil, Bella y yo...

—¿Bella?

—¡Oh, sí! Bella posee sus poderes personales también. A las tres nos ocurre lo mismo, sólo que en diferentes grados. Como si compusiéramos un equipo o una sociedad...

Thyrza se interrumpió bruscamente.

—¿Brujas, S. L.? —sugerí con una sonrisa.

—Podría quedar expresado con esos términos.

Eché un vistazo al volumen que en aquellos instantes tenía en las manos.

—¿Nostradamus y todo lo demás?

—Nostradamus y todo lo demás, efectivamente, como dice.

—Cree usted en ello, ¿no? —inquirí espaciando las palabras.

—No es que crea. Conozco.

Hablaba con una entonación triunfal... La miré atentamente.

—Pero, ¿cómo? ¿En qué forma? ¿Por qué razón?

Thyrza paseó su mano a lo largo de los estantes repletos de volúmenes.

—¡Todo radica en esos libros! ¡Cuántos disparates! ¡Qué fraseología tan ridícula a veces! Pero apartemos las supersticiones y los prejuicios de todos los tiempos... ¡Entonces encontraremos en el fondo la verdad! Una verdad que siempre ha sido disfrazada para impresionar a la gente.

—No estoy seguro de comprenderla.

—Mi querido amigo: ¿por qué se ha dado en todas las épocas el nigromántico, el hechicero, el curandero? Sólo existen dos razones realmente. Sólo hay dos cosas que se desean siempre con ardor semejante, aunque el interesado arriesgue con ellas su salvación: la poción amorosa y la copa de veneno.

—¡Ah!

—Es sencillo, ¿no? El amor... y la muerte. La poción amorosa para conquistar al hombre amado; la misa negra para conservarlo. Un brebaje que ha de ser tomado en una noche de luna llena, que exige el recitado de todos los nombres de diablos o espíritus, rociar el suelo y las paredes. Todo eso es la tramoya. La verdad radica en el afrodisíaco que contiene el líquido.

—¿Y la muerte? —pregunté.

—¿La muerte? —Thyrza dejó oír una risita extraña que me produjo algún desasosiego—. ¿Le interesa a usted la muerte?

—¿A quién no?

Ella fijó en mí una viva y escrutadora mirada. Me sentí desconcertado.

—La muerte... Ésta ha producido siempre más inquietudes que las pociones amorosas. Y sin embargo... ¡qué infantil resulta todo lo del pasado, con ella relacionado! Por ejemplo: los Borgia y sus famosos y secretos venenos. ¿Sabe usted qué era exactamente lo que utilizaban. ¡Arsénico corriente y moliente! Lo mismo que cualquier oscura mujer de los suburbios al pretender librarse de su marido. Pero desde entonces hemos progresado mucho. La ciencia ha alejado las fronteras de lo imposible.

—¿Mediante venenos que no dejan ningún vestigio? —Mi voz traslucía bastante escepticismo.

—¡Venenos! Eso es un vieux jeu. Un recurso al alcance de cualquier niño. Existen nuevos horizontes.

—¿Tales como...?

—La mente. El conocimiento de lo que es la mente, de lo que es capaz de hacer, de cómo se puede manejar...

—Haga el favor de continuar. Esto es muy interesante.

—El principio es bien conocido. Los curanderos lo han empleado en el seno de las comunidades prehistóricas, sirviéndose de él durante muchísimos siglos. Usted no tiene necesidad de matar a su víctima. Todo lo que se precisa es que usted le diga que muera.

—¿Actuar por sugestión? Hay que objetar que eso sólo da resultado cuando la víctima cree en aquélla.

—Usted quiere decir que no resulta con los europeos —me corrigió mi interlocutora—. A veces, sí, no obstante. Pero no se trata de eso ahora. Nosotros hemos dejado al hechicero más atrás. Los psicólogos nos han enseñado el camino. ¡El deseo de la muerte! Alienta en todas las personas. ¡Hay que explotarlo! Es preciso insistir en él, desarrollarlo.

—Es una idea interesante. Hay que influir en el sujeto para encaminarlo hacia el suicidio, ¿no es así?

—Aún continúa usted retrasado. ¿Ha oído hablar de las enfermedades traumáticas?

—Por supuesto.

—Ciertas personas, arrastradas por un deseo inconsciente de evitar el regreso al trabajo, desarrollan aquéllas de un modo auténtico. Nada de simulaciones... Se trata de indisposiciones reales, con síntomas, con dolores. Durante mucho tiempo los médicos han ido de cabeza...

—Comienzo a sospechar lo que quiere usted decir —señalé.

—Para destruir al sujeto el poder debe concentrarse en su oculto e inconsciente yo. El deseo de la muerte, que existe en todo ser humano, ha de estimularse, hacerlo más profundo y sentido —Thyrza se mostraba cada vez más excitada—. ¿No comprende? Aquél llega a originar una enfermedad real, inducida por el autor del proceso...

Acababa de erguir la cabeza, en un arrogante gesto. Yo noté repentinamente una gran frialdad. Todo aquello era una sarta de disparates, desde luego. Thyrza no debía estar en su juicio. Y sin embargo...

Ella se echó a reír inesperadamente.

—¿Qué? ¿No me cree?

—Es una teoría fascinante, señorita Grey. Acorde además con el pensamiento moderno. Tengo que admitirlo. Pero, ¿cómo se propone estimular ese anhelo que existe en todos nosotros?

—Ése es mi secreto. ¡La forma de actuar! ¡Los medios! Existen comunicaciones sin contactos. No tiene más que pensar en la radio, el radar, la televisión... Los experimentos de percepción extrasensible no han progresado todo lo que el público esperaba a causa de que no se ha dado con el principio básico. Puede llegarse al conocimiento de éste por un accidente casual... Ahora bien, en cuanto se sabe cómo actúa, el agente dispondrá del mismo cada vez que se lo proponga.

—¿Se encuentra usted en ese caso?

No me respondió en seguida... Alejándose de mí un poco dijo:

—No debiera usted pedirme, señor Easterbrook, que le revelara todos mis secretos.

La seguí al encaminarse a la puerta que daba al jardín.

—¿Por qué me ha contado todo eso? —inquirí.

—Usted ha estado admirando mis libros. En ocasiones una necesita permitirse alguna expansión, hablar con alguien. Y, además...

—¿Qué?

—Se me ocurrió pensar... A Bella le ha sucedido lo mismo... Hemos pensado que quizá llegara a necesitarnos.

—¿Necesitarles yo a ustedes?

—Bella cree que usted vino aquí con objeto de vernos. Se equivoca raras veces.

—¿Por qué había de querer... verles, como acaba de decir?

—Eso —declaró Thyrza Grey pausadamente—, no lo sé... todavía.

Capítulo VII
1

—¡Oh, estáis ahí! Nos preguntábamos adónde habrías ido, Mark. —Rhoda cruzó la abierta puerta. Los demás la seguían. Inmediatamente echó un vistazo a su alrededor—. ¿Es aquí donde celebráis vuestras séances?

—Está usted bien informada. —Thyrza Grey rió, levemente—. En las poblaciones pequeñas ocurre siempre eso: la gente conoce los asuntos del prójimo, mejor que los propios interesados. Me consta que nos hemos hecho de una especial reputación. Cien años atrás hubiéramos sido ahogadas por la plebe o ido a parar a la hoguera. Una de mis más remotas ascendientes murió en Irlanda así, por bruja. ¡Qué tiempos aquellos!

—Yo creí que era usted escocesa de origen.

—Y así es, por la rama paterna. Mi madre era irlandesa. Sybil, nuestra pitonisa, es de extracción griega. Bella representa a la vieja Inglaterra.

—Un macabre cóctel humano—observó el coronel Despard.

—Lo que ustedes quieran.

—¡Qué chocante! —exclamó Ginger.

Thyrza la miró brevemente.

—Sí, lo es en cierto aspecto. —Volviose hacia la señora Oliver—. Usted debería escribir un libro en torno al tema del asesinato por medio de la magia negra. Puedo facilitarle toda la documentación que precise.

—Los crímenes que yo traigo a colación en mis novelas son de tipo ordinario —dijo con acento de excusa.

El tono correspondía a la siguiente frase: «A mí sólo me gusta la cocina sencilla».

—La cosa se limita —añadió la escritora— a una persona que desea quitar de en medio a otra y procura actuar inteligentemente para no dejar rastro.

—Demasiado inteligente para mí —manifestó el coronel Despard.

El marido de mi prima consultó su reloj, agregando:

—Rhoda, yo creo que...

—Tenemos que irnos, por supuesto. Es mucho más tarde de lo que imaginaba.

Intercambiamos los saludos de rigor. No cruzamos por la casa sino que dimos un rodeo, en dirección a una puerta de servicio.

—Tienen ustedes muchos pollos —observó Despard con la vista fija en un espacio cercado con tela metálica.

—Odio las gallinas —declaró Ginger—. Su cloqueo tiene la virtud de irritarme.

—En su mayor parte son gallos.

Era Bella quien había hablado. Acababa de salir por una de las puertas posteriores de la vivienda.

—Gallos blancos —observé.

—Destinados a la cocina, ¿verdad? —inquirió Despard.

—Nos son útiles —respondió Bella.

Su boca habíase abierto, formando una larga línea curva que se extendía de un extremo a otro de su tosca faz. En sus ojos había una mirada de astucia.

—Ésos son los dominios de Bella —explicó Thyrza Grey.

Sybil Stamfordis apareció en la puerta principal para despedir a los visitantes.

—No me gusta nada esa mujer, nada en absoluto —dijo la señora Oliver ya dentro del coche, cuando nos alejábamos de allí.

—No debe usted tomar a Thyrza demasiado en serio —le aconsejó Despard—. La señorita Grey disfruta hablando de lo que habla siempre y observando el efecto que produce en los demás.

—No me refería a ella. Es un ser sin escrúpulos, con la atención concentrada en lo que le interesa principalmente. Pero no es peligrosa como la otra mujer.

—¿Bella? Admito, que es un tanto misteriosa.

—Tampoco pensaba en Bella. Me refería a Sybil. No parece estar en su juicio. ¿A qué vienen todas esas cuentas y trapos que luce? ¿Qué pretendía al hablarnos de aquellas fantásticas reencarnaciones? (¿Por qué jamás reencarna una vulgar cocinera o una fea aldeana? ¿Es que eso se reserva exclusivamente para las princesas egipcias y las bellas esclavas babilónicas? Inverosímil.) Sin embargo, aunque es una estúpida, yo experimenté la impresión de que era capaz de hacer algo, de influir para provocar hechos raros. Siempre veo las cosas por el lado malo, pero estimo que esa mujer podría ser utilizada en un sentido, precisamente a causa de su necedad. No creo que nadie haya entendido lo que quiero decir —terminó al señora Oliver patéticamente.

—Yo sí —repuso Ginger—. No me extrañaría nada que estuviese usted en lo cierto.

—Debiéramos asistir a una de esas séances —dijo Rhoda—. Tal vez resultara divertido.

—No, no lo harás —declaró Despard con firmeza—. No quiero que te mezcles en asuntos de ese tipo.

El matrimonio comenzó una alegre discusión. Presté atención a la señora Oliver, al oírle hablar de los trenes de la mañana siguiente.

—Puedes venirte conmigo, en mi coche —le propuse.

La señora Oliver vacilaba.

—Pensé que sería mejor el tren...

—Vamos, vamos. Tú has viajado conmigo en otras ocasiones. Puedes confiar en mí como conductor. Lo sabes.

—No es eso, Mark. Es que tengo que ir a unos funerales mañana. No me es posible retrasar la llegada a la ciudad. —Suspiró—. No me gustan nada los funerales... De poder ser, no asistiría a ninguno.

—¿Has de ir forzosamente a éste?

—Eso entiendo yo, Mark. Delafontaine era una antigua amiga... A ella le agradaría mi gesto, pienso, de poder apreciarlo. Ya sabes cómo son algunas personas.

—Desde luego... Delafontaine, por supuesto.

Los otros fijaron sus miradas en mí, sorprendidos.

—Lo siento —murmuré—. Bien... Me preguntaba dónde había oído el apellido Delafontaine últimamente. Fuiste tú, ¿verdad? —Miré a la señora Oliver—. Tú hablaste de que ibas a visitarla... Se encontraba en una clínica.

—¿Yo? Pues... sí. Es muy probable.

—¿De qué murió?

La frente de la señora Oliver se cubrió de arrugas.

—Polineuritis tóxica... o algo parecido.

Ginger me observaba con curiosidad. Su mirada era viva y penetrante.

En un instante en que todos abandonábamos el coche dije bruscamente:

—Voy a dar un paseo. Me encuentro pesado. Quizá sea por haber comido demasiado. Al banquete con que nos obsequió el señor Venables sólo le faltaba el té que ha venido después. La digestión ha sido laboriosa.

Me alejé apresuradamente, antes de que nadie pensara en acompañarme. Quería recuperarme íntimamente, ordenar mis ideas, bastante embrolladas en aquellos instantes.

¿Qué significaba ese asunto? Todo había comenzado con aquella casual, pero impresionante observación de Poppy, quien declaraba que cuando uno quería desembarazarse de alguien no tenía más que recurrir a «Pale Horse».

Por orden... Luego había tenido lugar mi encuentro con Jim Corrigan, quien me diera a conocer la lista de nombres, que consideraba relacionada con la muerte del padre Gorman. En aquélla figuraba el apellido Hesketh_Dubois y el de Tuckerton también, lo que me hizo recordar el episodio del café de Luigi. Más adelante había surgido el nombre de aquel Delafontaine, vagamente familiar. Había sido la señora Oliver quien lo mencionara, aludiendo a una amiga enferma. Y ésta acababa de morir...

Después yo, por una razón que no acertaba a explicarme, había ido en busca de Poppy, al establecimiento en que trabajaba. Y la chica había negado calurosamente que tuviese noticias de una institución denominada «Pale Horse». Y lo que era aún más significativo: «Poppy habíase mostrado asustada».

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