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Authors: Agatha Christie

El misterio de Pale Horse (13 page)

BOOK: El misterio de Pale Horse
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Mi amigo me dirigió una mirada de extrañeza.

—Quizá tengas razón... por lo que hemos visto hasta ahora.

—Eso es lo que tienen todos en común: muerte...

—Sí, pero tal vez este hecho no resulte prometedor como aparece, Mark. ¿Tienes alguna idea acerca de la cantidad de personas que fallecen diariamente en las Islas Británicas? Algunos de los apellidos que figuran en la lista son muy corrientes, lo cual no es precisamente una ayuda.

—Delafontaine... Mary Delafontaine... Este apellido no es nada común, ¿verdad? Creo que sus funerales tuvieron lugar el martes.

La mirada de Corrigan era ahora escrutadora.

—¿Cómo te has enterado de eso? Lo leíste en el periódico, supongo.

—Lo supe por una amiga de la difunta.

—Nada de sospechoso hubo en su muerte. Puedo asegurártelo. Con los restantes fallecimientos ocurre lo mismo. La policía ha llevado a cabo investigaciones. De haberse tratado de «accidentes» había motivos más que sobrados para alarmarse. Pero nos encontramos ante unas defunciones completamente normales: pulmonía, hemorragia cerebral, tumor cerebral, cálculos biliares, un caso de polio... Nada sospechoso, en absoluto.

Asentí.

—Nada de accidentes, nada de envenenamientos. Únicamente enfermedades que conducen a los que las sufren a la muerte. Exactamente lo que Thyrza Grey sostiene...

—¿Sugieres que esa mujer posee facultades para lograr que alguien a quien jamás ha visto, una persona además situada a varias millas de distancia, caiga enferma de pulmonía y muera?

—Yo no he sugerido tal cosa. Fue ella quien lo hizo... Creo que es una fantasía y me gustaría considerarla posible. Pero hemos de tener en cuenta diversos factores, todos ellos curiosos. Así está la casual mención de «Pale Horse» en relación con personas intencionadamente eliminadas. Existe un lugar llamado así... La mujer que habita en esa casa afirma que tal operación es factible. Es más: alardea de ello... Dentro de la misma población vive un hombre que ha sido identificado como el seguidor del padre Gorman la noche en que éste fue asesinado, cuando regresaba de asistir a una moribunda a quien otra persona oyó hablar de «una tremenda iniquidad»... Son demasiadas coincidencias, ¿no te parece?

—Aquel hombre no pudo ser Venables puesto que, según tú, hace varios años que es paralítico.

—¿No es posible, desde el punto de vista médico, que esa parálisis sea fingida?

—No. Las extremidades presentarán, sin duda, señales de atrofia.

—Es un hecho que, ciertamente, salda la cuestión —admití con un suspiro—. Una lástima. Porque de existir una organización especializada en la eliminación de seres humanos Venables es el cerebro indicado para regirla. Las cosas que ha reunido en su casa valen una fantástica suma de dinero. ¿De dónde habrá salido éste? —Hice una pausa y luego agregué—: Esas personas que han muerto pacíficamente en sus lechos, ¿han beneficiado a alguien con su desaparición?

—En mayor o menor grado y dentro de determinadas escalas sociales, la muerte de una persona siempre favorece a otra. Tú lo que quieres saber es si la policía ha observado detalles particularmente sospechosos. Veamos. Lady Hesketh_Dubois, como sabes, sin duda, dejó al morir unas cincuenta mil libras. Sus herederos son sus sobrinos y una sobrina. El primero vive en el Canadá. La sobrina es casada y habita en un lugar del norte de Inglaterra. Ese dinero irá a parar a sus manos. A Thomasina Tuckerton le dejó su padre una gran fortuna. Por haber muerto soltera y antes de los veinte años de edad la heredera de aquélla es su madrastra, una mujer a la que no cabe señalar nada censurable. Luego tenemos a la señora Delafontaine, cuyo dinero pasa a su sobrina...

—Sí. ¿Y dónde vive ésta?

—En Kenya, con su esposo.

—Todos ellos ausentes —comenté.

Corrigan me echó una enojada mirada.

—De los tres Standford fallecidos uno dejó una esposa mucho más joven que él, la cual ha vuelto a contraer matrimonio... con bastante rapidez. El difunto era católico, de manera que no hubiera accedido nunca al divorcio. En Scotland Yard se sospechaba que un tal Sidney Harmondswort, muerto a consecuencia de una hemorragia cerebral, se procuraba ingresos extra por medio del chantaje. Varias personas de elevada posición deben haberse sentido aliviadas ante su desaparición.

—Me estás dando a entender que todos esos fallecimientos fueron verdaderamente oportunos. Háblame ahora de Corrigan.

—Corrigan es un apellido muy corriente. Son muchas las personas de ese nombre que han muerto últimamente... Por lo que sabemos hasta ahora, de tales fallecimientos no se han derivado especiales beneficios para nadie.

—La revisión llega a su fin. Tú eres la víctima en perspectiva. Ten cuidado.

—Lo tendré. Y no creo que tu bruja sea capaz de producirme una úlcera duodenal o una fuerte gripe. La profesión me ha endurecido.

—Escucha, Jim. Me propongo llegar al fondo de la teoría defendida por Thyrza Grey con tanto interés. ¿Quieres ayudarme?

—No, desde luego que no. No acierto a comprender cómo un hombre educado como tú puede dar crédito a esos disparates.

Suspiré.

—¿No puedes usar otra palabra? Estoy cansado ya de oír eso.

—Necedades, tonterías... ¿Te gustan esas más?

—No mucho.

—Eres obstinado, ¿eh, Mark?

—En la forma en que están planteadas las cosas alguien tiene que serlo.

Capítulo X

Glendower Close era un paraje recientemente urbanizado. El terreno aprovechable ondulaba en forma de un semicírculo irregular, en uno de cuyos extremos veíanse varios edificios, algunos de ellos todavía en construcción. En el centro, aproximadamente, veíanse las puertas de una cerca con un rótulo en el centro que rezaba lacónicamente: «Everest».

Inclinada sobre el terreno, dentro de la zona del jardín, veíase la redonda figura de un nombre que el inspector Lejeune reconoció sin dificultad: tratábase de Zachariah Osborne, entretenido en aquellos momentos en plantar unos bulbos. Abrió la puerta y pasó al interior. El señor Osborne se incorporó para ver quién era el que penetraba en sus dominios. Al identificar a su visitante su faz ya roja de por sí se cubrió de una capa adicional de carmín, reveladora del placer que le producía su llegada. El Osborne campesino presentaba todos los rasgos del otro Osborne propietario de una farmacia en Londres. Calzaba unos rústicos zapatos y llevaba una camisa arremangada, pero también con este atuendo resaltaba su limpieza característica de hombre de la ciudad. Su brillante calva se hallaba cubierta de sudor, que él secó cuidadosamente con un pañuelo antes de salir al encuentro del inspector.

—¡Inspector Lejeune! —exclamó complacido—. Considero esto un honor. De veras, señor. Recibí su carta, correspondiendo a la mía, pero no esperaba verle por estos lugares. Bien venido a mi modesta morada. Bien venido a «Everest». ¿Le sorprende a usted el nombre, quizá? Es que los Montes Himalaya me han interesado siempre. En su día seguí paso a paso todos los azares de la expedición al Everest. ¡Qué triunfo para nuestro país! Sir Edmund Hillary. ¡Qué hombre! ¡Qué tesón, qué resistencia la suya! Como todos aquellos que no han tenido que sufrir incomodidades personales aprecio en su justo valor el coraje de los que se obstinan en conquistar montañas jamás holladas por la planta del hombre o navegan entre temibles icebergs para descubrir los secretos del Polo. Pero, entre y acépteme una copa de cualquier cosa.

Guiando a su huésped el señor Osborne hizo entrar a Lejeune en la reducida vivienda, reluciente de limpia aunque escasamente amueblada.

—Todavía no he acabado de instalarme —explicó el farmacéutico—. Asisto a las subastas de por aquí siempre que me es posible. Por tal procedimiento uno se hace de cosas que en las tiendas valdrían tres veces más. ¿Qué podría ofrecerle a usted? ¿Una copa de jerez? ¿Cerveza? ¿Una taza de té? Puedo preparar éste en un periquete.

Lejeune contestó que prefería una cerveza.

—Aquí la tiene —dijo Osborne momentos después, regresando de la habitación vecina con dos «tanques» de peltre llenos hasta los bordes del dorado líquido—. Nos acomodaremos un poco para descansar un rato. «Everest». ¡Ah!, el nombre de mi casa tiene un doble significado
[5]
. Estas pequeñas bromas me gustan.

Dicho esto, el señor Osborne se inclinó hacia delante ansiosamente.

—¿Le ha sido de utilidad mi información —inquirió.

Lejeune suavizó el golpe hasta donde le era posible.

—Me temo que no tanto como esperábamos.

—¡Ah! Confieso que estoy desconcertado. Aunque, en realidad, no hay razones para suponer que un hombre que avanzaba en la misma dirección que el padre Gorman asesinó a éste. Quizá hayamos dado excesiva importancia al hecho. Además, el señor Venables es un individuo acomodado, respetado en la localidad, dentro de cuyos círculos más selectos, se mueve.

—La cuestión es que el señor Venables no puede ser el hombre que vio usted aquella noche.

El señor Osborne se irguió bruscamente.

—¡Oh! ¡Ya lo creo que lo es! No tengo la menor duda. Jamás me equivoco cuando veo una cara.

—Pues esta vez ha de reconocer su error —repuso Lejeune suavemente—. El señor Venables es una víctima de la polio. Desde hace más de tres años se encuentra paralizado desde la cintura a los pies y es incapaz de utilizar sus piernas.

—¡Polio! —exclamó Osborne—. ¡Oh, Dios mío!... Eso parece zanjar la cuestión. Y sin embargo... Dispénseme, inspector Lejeune. Espero que no se moleste. ¿Es cierto eso realmente? Quiero decir: ¿posee usted una prueba médica al respecto?

—Sí, señor Osborne. La tenemos. El señor Venables es paciente de sir William Dugdale, de Harley Street, uno de los doctores más eminentes de Londres.

—Desde luego, desde luego... Un miembro del Colegio Real de Médicos. ¡Un hombre célebre! Parece ser que he sufrido una terrible equivocación. ¡Estaba tan seguro! ¡Las molestias que he causado para nada!

—No debe usted tomar las cosas así —le atajó Lejeune rápidamente—. Su informe continúa siendo valioso. Es evidente que el hombre que usted vio se asemeja muchísimo al señor Venables y como éste, en cuanto a sus facciones, un tipo masculino poco vulgar; hay que pensar en que no existen muchas personas que se ajusten a su descripción.

—Cierto, cierto —Osborne se animó un poco—. El hombre del mundo del hampa de aspecto similar al del señor Venables... Verdaderamente, no puede haber muchos. En los archivos de Scotland Yard...

Miró esperanzado al inspector.

—Puede que la cosa no sea tan sencilla como eso —repuso aquél—. Existe la posibilidad de que el sujeto que nos interesa no esté fichado. Y en todo caso, como ya dijo usted antes, no hay razones aún para suponer que el desconocido seguidor del padre Gorman sea su agresor.

El señor Osborne parecía deprimido de nuevo.

—Habrá de perdonarme. Creo que me he dejado arrastrar de mi deseo de ser útil... ¡Me habría agradado tanto figurar como testigo de un proceso criminal! Nadie habría conseguido hacerme ceder terreno, se lo aseguro... ¡Oh, no! ¡Me habría aferrado bien a mis convicciones!

Lejeune guardaba silencio, estudiando a su anfitrión pensativamente.

El señor Osborne respondió a su callado escrutinio.

—¿Deseaba preguntarme algo?

—Sí. ¿Por qué tenía usted que aferrarse así a sus convicciones, señor Osborne?

Éste dirigió una atónita mirada al policía.

—Pues porque estoy seguro de mí mismo... ¡Oh! ... Sí. Ya comprendo lo que quiere decir. El hombre en cuestión no era el que interesa conocer... Consecuentemente, no tengo por qué sentirme tan seguro... No obstante, yo...

Lejeune se echó hacia delante.

—Tal vez se haya preguntado usted por qué he venido a verle hoy. Sí. ¿Por qué me encuentro aquí en estos instantes habiendo logrado una prueba de carácter médico que demuestra que el hombre visto por usted no era el señor Venables?

—Claro, claro... bien, inspector Lejeune. ¿Por qué ha venido usted?

—He venido porque me impresionó su convencimiento por lo que atañe a la identificación. Quise saber en qué se basaba su certeza. Recuerde que aquélla fue una noche brumosa. He estado en su tienda. Desde la puerta de la misma he mirado hacia el lado opuesto. Tengo la impresión de que en una noche de niebla no se podría percibir claramente a esta distancia un rostro humano y menos distinguir con detalle sus facciones.

—Tiene usted razón, hasta cierto punto. La niebla iba extendiéndose en aquellos momentos. Pero llegaba, a ver si usted me comprende, en jirones. Había espacios despejados... En uno de ellos divisé al padre Gorman, avanzando rápidamente por la acera opuesta. Por eso pude verle con tanta claridad, lo mismo que al desconocido, que le seguía de cerca. Además, en el instante preciso en que este último se hallaba a mi altura encendió un mechero, a cuya llama arrimó el cigarrillo que llevaba en los labios... Su perfil se destacó en tal momento con toda claridad: la nariz, la barbilla, la pronunciada nuez... Me sorprendió su rostro entonces. No lo había visto nunca por allí. «De haber entrado alguna vez en mi establecimiento me acordaría», pensé. Así pues...

El señor Osborne se interrumpió bruscamente.

—Le escucho —dijo Lejeune en actitud cavilosa.

—Un hermano —sugirió Osborne animado—. ¿Un hermano gemelo, quizá? Eso supondría la solución del enigma.

—¿El clásico caso de los hermanos gemelos? —Lejeune sonrió, moviendo la cabeza en un elocuente gesto de negación—. Una treta muy socorrida en las obras de pura fantasía. Ahora que, en la vida real, no se da...

—No. Supongo que no. No obstante, es posible que un hermano normal... Un parecido muy acentuado... —El señor Osborne parecía razonar juiciosamente.

—Por las averiguaciones que llevamos hechas hemos sabido que el señor Venables no tiene ningún hermano.

—¿Por las averiguaciones que llevan ustedes hechas?

—Aunque de nacionalidad inglesa, él nació en el extranjero. Sus padres le trajeron a la metrópoli cuando contaba solamente once años.

—Entonces no saben ustedes mucho de ese hombre... A su familia, me refiero.

—No. No es fácil averiguar ciertas cosas acerca del señor Venables. Es decir, si no nos decidimos a preguntárselas a él mismo. Y, ¿en qué nos vemos a fundar para proceder así?

Lejeune hablaba lentamente. Siempre existían medios para enterarse de lo que a la policía le convenía saber sin que ésta se viese obligada a recurrir al interesado, pero el inspector no abrigaba la menor intención de poner a Osborne al corriente de eso.

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