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Authors: Agatha Christie

El misterio de Pale Horse (17 page)

BOOK: El misterio de Pale Horse
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¿Qué había esperado encontrar allí? No sé, pero mis sensaciones eran ahora distintas. A mi alrededor no advertía nada lúgubre. Me hallaba delante de una mujer de mediana edad y aspecto corriente. No veía en ella ningún rasgo sobresaliente ni tampoco me pareció muy guapa. Tenía unos labios cuya delgadez no conseguía disimular una generosa capa de carmín. Su trazado revelaba un carácter seco. La barbilla se recogía un poco hacia atrás. Los ojos eran de un azul desvaído. Evidentemente, estaban habituados a valorarlo todo. Por el mundo se encuentran muchas mujeres como la señora Tuckerton, aunque no tan costosamente vestidas ni bien maquilladas...

—¿El señor Easterbrook? —claramente se notaba que mi visita le resultaba grata. Incluso se mostraba efusiva—. Me alegro mucho de conocerle. Me siento también halagada ante su interés por esta casa. Desde luego, sabía que fue construida por John Nash (mi esposo me lo dijo), pero nunca imaginé que llegara a despertar la atención de una personalidad como usted.

—Pues, verá usted, señora Tuckerton... Esta edificación se sale de las normas habituales que informaron las obras de Nash. Es lo que le da relieve y.. ejem...

Ella misma me ahorró el trabajo de continuar hablando.

—En tales materias soy una ignorante, lo confieso... Me refiero a la arquitectura y a la arqueología... No debe usted tomármelo en cuenta.

No, no me importaba, en absoluto. Prefería que fuese así.

—Esas son cosas enormemente apasionantes, desde luego —opinó la señora Tuckerton.

Le contesté que los eruditos, por el contrario, solíamos ser unas personas aburridísimas, demasiado concentradas en nuestra labor, excesivamente aisladas del mundo circundante.

La señora Tuckerton repuso que tenía la seguridad de que eso no era cierto, que se sentiría muy satisfecha si le aceptaba una taza de té antes de examinar la casa, si es que no prefería que invirtiésemos los términos.

No rechacé la invitación en cuanto al té, pero respondí que en primer lugar sería mejor que inspeccionásemos el edificio.

Me llevó de un lado para otro, hablando por el gusto de hablar todo el tiempo, gracias a lo cual eludí los innumerables comentarios que exigía mi papel.

Había sido una suerte, me dijo, de que me hubiera decidido a visitarla en aquella fecha. La casa se encontraba a la venta.

—Es demasiado grande para mí... Eso por lo menos me parece desde la muerte de mi esposo —añadió.

Creía tener un comprador en perspectiva ya, pese a que los agentes de la autoridad encargados de tramitar la operación sólo hacía una semana que se ocupaban de aquel asunto.

—No le habría gustado de haberla visto vacía. Para poder apreciar una cosa en lo que realmente vale es indispensable conocerla hallándose habitada, ¿no le parece, señor Easterbrook?

Yo habría preferido la vivienda vacía de gente y de mobiliario pero, naturalmente, no podía decírselo. Le pregunté si continuaría viviendo en aquel distrito después de la venta.

—No sé... —me contestó—. Viajaré un poco primero. Visitaré los países en que se disfruta del sol. Odio este clima insoportable. Creo que pasaré el invierno en Egipto. Estuve allí hace dos años. Es una tierra maravillosa aquélla... Bueno. Supongo que nada de nuevo podré contarle con referencia a la misma. Usted debe conocerla bien.

Mis noticias sobre Egipto eran muy escasas y así se lo dije.

—Es usted muy modesto —comentó alegremente—. Éste es el comedor, de forma octogonal, como puede ver. Es una magnífica idea, ¿verdad? Así quedan eliminados los rincones.

Le di la razón y me dediqué a estudiar las proporciones del cuarto.

Acabada nuestra inspección, regresamos a la sala y la señora Tuckerton ordenó que fuera servido el té. Esto corrió a cargo del hombre que me abriera la puerta. La enorme tetera de plata que puso encima de la mesita que teníamos delante, habría agradecido una limpieza concienzuda.

La señora Tuckerton suspiró profundamente al salir su criado.

—En nuestros días la servidumbre está realmente imposible. A la muerte de mi esposo, la pareja de servidores, un matrimonio, que había conservado por espacio de veinte años casi, se empeñó en marcharse. Me dijeron que se retiraban, pero después me enteré de que se habían colocado en otra casa, creo que con unos sueldos muy elevados. En mi opinión, es un absurdo pagar esos honorarios desmesurados. Piense usted en lo que cuesta la manutención de un criado... No hablemos de la ropa, lavado, etc.

Sí. No me había equivocado. Aquellos ojos desvaídos, sus finos labios... Tenía ante mí una imagen de la avaricia.

No experimenté ninguna dificultad siempre que me propuse hacer hablar a la señora Tuckerton. A ésta le gustaba. Le gustaba sobre todo hablar de sí misma. Al final, escuchándola atentamente, diciendo de cuando en cuando una palabra oportuna para animarle, me enteré de muchos detalles referentes a su vida, a los que inconscientemente fue aludiendo.

Supe así que cinco años atrás había contraído matrimonio con un viudo: Thomas Tuckerton. Ella era entonces «mucho más joven que él». Habíanse conocido en un gran hotel de la costa al que ella había ido a pasar un fin de semana. Él tenía una hija interna en un colegio próximo...

—El pobre Thomas se sentía muy solo... Su primera esposa había muerto varios años antes y él la echaba de menos.

La señora Tuckerton continuó perfilando su propio retrato. Aquella mujer, graciosa y amable, había sentido compasión frente al hombre que envejecía en medio de la mayor soledad. A la quebrantada salud de éste había sentado perfectamente el afecto de la inesperada compañera.

—En los últimos meses de su enfermedad no me permitió que cultivara el trato con mis amistades.

Me pregunté si entre éstas no figurarían algunos hombres que Thomas Tuckerton consideraba indeseables. Tal hecho podría haber justificado los términos en que redactara su testamento.

Éstos habían sido estudiados por Ginger en Somerset House.

Había mandas para la servidumbre, para un par de ahijados y una cantidad para la esposa... suficiente, nada excesiva. Una cantidad invertida en un negocio. La mujer disfrutaría de la renta que produjera durante toda su vida. El resto de la fortuna, expresado en una cantidad de seis cifras, pasaba a su hija. Thomasina Ann, quien sería la dueña absoluta del dinero al cumplir los veintiún años de edad o en el momento de su matrimonio. De morir antes soltera, la fortuna pasaba a la madrastra. Por lo visto la familia se reducía a ellos.

El premio, pensé, ha sido de los grandes. Y a la señora Tuckerton le gustaba el dinero... Yo tenía la seguridad de que ella no había dispuesto nunca de un céntimo hasta su matrimonio con el viejo viudo. Seguramente, la idea comenzó a surgir lentamente en su cerebro. Ligada para toda la vida, al menos para cierto número de años, a un esposo inválido, habíase ilusionado pensando en el futuro, cuando fuera libre, joven todavía y suficientemente rica para intentar convertir en realidad sus sueños más fantásticos.

El testamento debía haber significado una gran desilusión. Ella había pensado en algo más sustancioso que una renta moderada. No en balde apuntara al dejar correr la imaginación a los viajes a todo confort, a los cruceros de placer, a los vestidos caros, a las joyas... O, posiblemente, buscaba el dinero por el gusto de tenerlo, por disfrutar viéndolo crecer en la cuenta corriente de un Banco, acumulando intereses.

¡Y ese dinero había ido a parar a la chica o iría a parar en su día! La hija de su marido era una rica heredera. Sí. La misma que, con toda seguridad, no habría gustado de aquella persona extraña, sin preocuparse de ocultar sus sentimientos, con la brutalidad que en estas situaciones constituye la norma de conducta de los jóvenes. De las dos, la hija sería rica, a menos que...

¿A menos que...? ¿Era lo suficiente? ¿Tenía derecho a pensar por cuanto sospechaba de aquella pobre mujer que no cesaba de decir trivialidades había sido capaz de recurrir a «Pale Horse» y concertar con los elementos que componían la extraña sociedad el asesinato de una joven?

No, no podía creerlo...

Sin embargo, yo había ido allí con un objeto. Tenía que seguir adelante. Con alguna brusquedad, sin transición, le pregunté:

—Creo que en cierta ocasión llegué a conocer a su hija... a su hijastra...

Me miró un poco sorprendida. El tema, sin duda, no le parecía interesante.

—¿Habla usted de Thomasina? ¿De veras?

—Sí, en Chelsea.

—¡Ah, claro! Tenía que ser en Chelsea. —La señora Tuckerton suspiró—. Estas chicas de hoy... Son muy difíciles de manejar. No hay modo de controlarlas. Esto afectó mucho a su padre. Desde luego, yo no podía hacer nada. Jamás prestó atención a nada de lo que dije. —Tras suspirar de nuevo añadió—: Cuando nos casamos yo era una mujer y una madrastra... —No acabó la frase, limitándose a mover dubitativamente la cabeza.

—Es una posición delicada siempre —manifesté afectuosamente.

—Hice concesiones... Me porté lo mejor que me fue posible.

—Seguro que procedería así.

—Pero no me sirvió de nada. Por supuesto. Tom no le habría consentido que fuese desatenta o grosera conmigo, pero ella sabía bandearse bien. Me hizo la vida imposible. En cierto modo fue un alivio cuando insistió en dejar la casa, si bien recuerdo cómo le sentó a Tom. Después se dedicó a frecuentar amistades que no eran nada recomendables.

—Ya; ya me di cuenta de eso.

—¡Pobre Thomasina! —exclamó la señora Tuckerton. Se ajustó un mechón de cabellos que acababa de soltársele sobre la frente. Luego me miró—: ¡Oh! Quizá no esté usted enterado... Murió hace un mes. Encefalitis... Una cosa casi repentina. Creo que es una enfermedad frecuente entre la gente joven... Es una pena.

—Sabía de su muerte —dije.

Me puse en pie, añadiendo:

—He de darle las gracias, señora Tuckerton, por su amabilidad al acceder a enseñarme la casa.

Nos estrechamos las manos.

Cuando ya me encaminaba hacia la puerta me volví de pronto.

—A propósito... Creo que usted conoce «Pale Horse», ¿verdad?

No había ninguna duda en cuanto a la reacción de ella. El pánico, un pánico desmesurado, extraño, asomó a sus ojos. Debajo del maquillaje, la tez debió palidecer intensamente.

Su voz sonó fuerte y algo chillona:

—¿Pale Horse»? ¿Qué quiere decirme con ese nombre? No sé nada acerca de él...

Fingí sorprenderme.

—Oh... Me he equivocado. Es una casa que en otro tiempo fue hostería... Se halla enclavada en Much Deeping. Estuve en el poblado hace varios días y me llevaron a verla. Ha sufrido una transformación, como es lógico, pero ésta ha sido presidida por un criterio inteligente y el lugar conserva el clima, la atmósfera especial de los viejos tiempos. Creo que alguien pronunció su nombre allí... Bueno. Tal vez fuese su hijastra, que hubiera visitado el sitio con cualquier motivo, u otra persona del mismo apellido... —Hice una pausa—. La casa de que hablo se ha hecho de una excelente reputación.

Avanzaba yo satisfecho por el corredor, en busca de la salida. En uno de los espejos vi reflejada la faz de la señora Tuckerton. Tenía la vista fija en mí. Parecía tremendamente asustada. Me imaginé el aspecto que ofrecería aquel rostro en el transcurso de unos años... La imagen, en verdad, no tenía nada de agradable.

Capítulo XIV
1

Relato de Mark Easterbrook

—Así, pues, ya estamos completamente seguros —dijo Ginger.

—Lo estábamos antes.

—Sí. Nuestro razonamiento era atinado.

Guardé silencio un momento. Me imaginaba el viaje de la señora Tuckerton a Birmingham. La veía entrar en el despacho del señor Bradley. Saludaba a éste... Se encontraba nerviosa. Luego él la tranquilizaba haciendo un auténtico despliegue de corteses modales. Le subrayaba hábilmente que Thomasina aludiera a unos supuestos propósitos matrimoniales. Seguro que en ningún momento dejó de pensar en el dinero... No se trataba de una pequeña cantidad, de una mísera suma, sino de una fortuna, una fortuna que le permitiría tener cuanto había ansiado siempre. ¡Y pensar que ese dinero tenía que ir a parar a manos de aquella chica degenerada, de malas maneras, que haraganeaba constantemente por los bares de Chelsea embutida en sus pantalones estrechos y en sus holgadas blusas, acompañada de amigos y amigas tan indeseables y degenerados como ella misma! ¿Por qué había de disfrutar esa muchacha, que nunca sería una persona digna, que no haría jamás una cosa a derechas, de aquel dinero?

Y luego... Otra visita a Birmingham. Más seguridades... Finalmente, la discusión de las condiciones. Sonreí involuntariamente. Aquí el señor Bradley habría tropezado con graves obstáculos. Ella debió regatear incansablemente. Pero después llegaría a un acuerdo, extenderían algún documento, debidamente firmado por las partes contratantes... Más tarde, ¿qué?

Aquí era donde mi imaginación se detenía. Ya no podía seguir.

Abandoné mis reflexiones, observando que Ginger me estaba mirando.

—¿Qué? —me preguntó—. ¿Te has imaginado en detalle cómo ocurrió todo?

—¿Qué has hecho para adivinar lo que estaba pensando?

—Estoy empezando a averiguar cómo discurres. ¿Verdad que ibas siguiéndola en su desplazamiento a Birmingham? ¿No fantaseabas también sobre los sucesivos episodios?

—Sí. Pero siempre llega a un punto en el cual no tengo más remedio que detenerme... ¿Qué ocurre después?

Nos contemplamos mutuamente.

—Antes o después —dijo Ginger—, alguien tendrá que averiguar qué ocurre en «Pale Horse».

—¿Y cómo?

—Lo ignoro... No será una labor fácil. Ninguno de los que han estado allí nos lo dirá. Por otro lado son éstos los únicos que podrían hablar. Es difícil... Me pregunto si...

—¿No podríamos recurrir a la policía? —sugerí.

—Sí. Al fin y al cabo disponemos de algo concreto en que basarnos, lo cual bastaría para que aquélla entrara en acción, ¿no crees?

Moví la cabeza dubitativamente.

—Intención evidente. Pero, ¿es eso suficiente? Estoy pensando en la insensatez que supone esa cacareada «ansia de muerte»... Bien, bien... —añadí impidiendo con un ademán que me interrumpiera Ginger—. Quizá no se trate de una tontería. Ahora, en una audiencia, sonaría como tal. Aún no tenemos la menor idea acerca del funcionamiento de eso.

—Pues tendremos que averiguarlo. ¿Cómo?

—Para ver y oír no hay nada como los propios ojos y oídos. Surge un inconveniente y es: ¿dónde esconderse en aquella gran habitación, en otro tiempo granero o pajar de la casa?... Me imagino que allí es donde todo, no sé lo que puede encerrar ese «todo», tiene lugar.

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