El misterio de Pale Horse (18 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Pale Horse
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Ginger se irguió bruscamente para decir:

—No tenemos más que un camino: debes convertirte en un cliente auténtico.

La miré fijamente.

—¿Un cliente auténtico?

—Sí. Tú o yo, da igual que sea uno o el otro, hemos de forjarnos el propósito de quitarnos a alguien de en medio. Uno de nosotros habrá de ir en busca de Bradley y contratar sus servicios.

—No me gusta esa idea —repliqué con viveza.

—¿Por qué?

—Encierra graves peligros.

—¿Para nosotros?

—Tal vez. Ahora bien, estaba pensando realmente en... la víctima. Hemos de hacernos de una y darle un nombre. Aquí no puede haber invención. Existe la posibilidad de que efectúen indagaciones... Casi seguro que procederán así. ¿No estás de completo acuerdo conmigo? Contesta.

Ginger reflexionó unos segundos y luego asintió.

—Sí. La víctima tiene que ser una persona real, con sus correspondientes señas.

—Eso es lo que no me agrada —declaré.

—Y además hemos de contar con unos motivos justificados, también auténticos, para querer eliminarla.

Guardamos silencio, considerando ese aspecto de la situación.

—Esa persona, quienquiera que fuese, habría de estar de acuerdo con nuestro plan —dije hablando lentamente—. Es mucho pedir.

—Hay que montar el tinglado a la perfección —manifestó Ginger—. El otro día dijiste una cosa muy razonable... Ese sucio negocio presenta un punto endeble: tiene que ser secreto, pero no demasiado. Los clientes en potencia han de tener de algún modo noticia de su existencia.

—Lo que más me extraña es que no haya llegado a oídos de la policía —declaré—. Siempre suelen estar informados acerca de las actividades criminales en marcha.

—Eso se debe, a mi entender, a que ésta es una organización regida por amateurs. En ella no participan profesionales del crimen. Es una cosa distinta a la de alquilar unos pistoleros con objeto de ordenarles el asesinato de determinadas personas. En una palabra: es una entidad privada.

Respondí que, indudablemente, algo había de eso.

Ginger prosiguió diciendo:

—Supongamos ahora que tú o yo, examinaremos las dos posibilidades, estamos empeñados en desembarazarnos de alguien. Señalemos este probable «alguien»... Yo tengo a mi querido tío Mervyn, quien me dejará cuando muera una fuerte suma de dinero. De la familia sólo quedaremos entonces yo y un primo que vive en Australia. Ahí hay un motivo, en consecuencia, el hombre cuenta más de setenta años de edad y claro, registra algunos fallos de salud. Lo más sensato en mi caso es que aguarde la presencia de las causas naturales... A menos que necesitara dinero urgentemente, lo cual sería muy difícil de fingir. Además, quiero mucho a mi tío, y más o menos fuerte, lo cierto es que le saca a la vida el jugo y yo no quisiera privarle de un solo minuto, ¡ni siquiera exponerle a ese riesgo! ¿Y tú? ¿En qué condiciones te encuentras? ¿Tienes algún familiar que haya pensado en nombrarte su heredero?

Denegué moviendo la cabeza bruscamente.

—Ni uno.

—¡Qué fastidio! Pensaremos en el chantaje, entonces. Eso me llevaría mucho trabajo de ajuste. Tú no eres suficientemente vulnerable. Si fueras un miembro del Parlamento, o un funcionario del Foreign Office o un ex ministro, la cosa sería diferente. Lo mismo ocurre conmigo. Hace cincuenta años todo habría resultado fácil... Cartas comprometedoras, o fotografías, como alternativa... Pero, en nuestros días, ¿a quién le importa eso? Bien. ¿Qué otro recurso puede existir? ¿Bigamia? —Ginger me dirigió una mirada de reproche—. ¡Lástima que no hayas sido nunca un hombre casado! Porque en este caso habríamos planeado alguna trama útil.

Debió delatarme un gesto involuntario. Ginger reaccionó rápidamente.

—Lo siento —dijo—. ¿He provocado algún recuerdo doloroso?

—No. No se trata de nada molesto. Ha transcurrido ya mucho tiempo. Hasta dudo de que haya alguien que conozca el episodio.

—¿Contrajiste matrimonio?

—Sí. Cuando estudiaba en la Universidad. Los dos nos pusimos de acuerdo para hacer de nuestro enlace una cosa secreta. Ella no tenía... Bueno. Mi familia se habría opuesto. Ni siquiera tenía la edad requerida. Nos mentimos mutuamente en tal aspecto.

Guardé silencio mientras revivía brevemente el pasado.

—Aquello no hubiera durado mucho de todos modos. Ahora lo sé muy bien. Era una chica extraordinariamente guapa, a la que hubiera llegado a querer..., pero...

—¿Qué ocurrió?

—Marchamos a Italia para pasar allí unas largas vacaciones. Hubo un accidente... un accidente automovilístico, en el que ella encontró la muerte.

—¿Qué fue de ti?

—Yo no me hallaba en el coche. Estaba ella sola... con un amigo.

Ginger me miró fugazmente. Creo que comprendió en seguida. Indudablemente se hizo cargo de la impresión que yo debía haber sufrido al comprobar que la chica con la que me había casado no era precisamente de las que se convierten en esposas fieles.

Inmediatamente, Ginger volvió a la realidad.

—¿Os casasteis en Inglaterra?

—Sí. Figuramos en el registro de Peterborough.

—Pero ella murió en Italia, ¿verdad?

—Sí.

—En Inglaterra, pues, no existen documentos oficiales referentes a su muerte. ¿Es así?

—Efectivamente.

—¿Qué quieres más entonces? ¡Esto es como una respuesta a nuestra plegaria! ¡Nada más sencillo! Tú estás apasionadamente enamorado de una mujer, con la que te propones casarte... Ahora bien, ignoras si todavía vive tu esposa. Hace años que os separasteis y no has vuelto a tener noticias suyas. ¿Cómo te vas a arriesgar? Repentinamente, ¡aparece en escena aquélla! No sólo se niega a concederte el divorcio, sino que te amenaza con ir a ver a su rival y revelar tu secreto.

—¿Quién es mi futura joven esposa? —inquirí un tanto confuso—. ¿Tú?

Ginger parecía sorprendida.

—Por supuesto que no. Yo soy el tipo opuesto... Estimo que sabes muy bien a quién me refiero, aunque la alusión sea tan velada... Y ella me parece que encajaría perfectamente en ese papel. Estoy pensando en la escultural morena que acompañas a veces.

—¿Hermia Redcliffe?

—Eso es. Tu amiga más asidua.

—¿Quién te habló de ella?

—Poppy, por supuesto. Es una persona rica además, ¿verdad?

—Extraordinariamente rica, pero.

—Bien, bien... No te voy a decir que te cases con ella por su dinero. Tú no eres de esos hombres. Sin embargo, ciertas mentes repulsivas, como la de Bradley, se inclinarían a pensar lo contrario que yo... Examinemos la situación planteada. Te disponías a hacer la clásica proposición a Hermia cuando surge inopinadamente tu legítima esposa de las tinieblas del pasado. Le pides que te conceda el divorcio, pero ella no se presta a ese juego. Es vengativa. Y luego... Tú has oído hablar de «Pale Horse». Apostaría lo que tú quisieras a que Thyrza y Bella, la chiflada aldeana, pensarán que ése fue el motivo de tu visita aquel día. Interpretarán la misma como una especie de exploración realizada con un propósito vago o definido. Lo interpretaron ya así en el instante oportuno, debido a lo cual Thyrza se mostró explícita. Simplemente: te estuvieron haciendo el artículo, como cualquier vendedor ansioso de colocar un género.

—Es posible —respondí evocando mi extraña charla con la señorita Grey.

—La siguiente visita, la que hiciste a Bradley, redondea la cosa. ¡Has picado! Estás en camino de convertirte en un cliente...

Ginger calló. En su rostro se dibujaba una expresión de triunfo. Sus palabras me parecían juiciosas pero aún no comprendía...

—Sigo pensando en la posibilidad de que lleven a cabo una detenida investigación —argumenté.

—Seguro que procederán así —convino Ginger.

—No está mal lo de la falsa esposa avanzando hacia mí desde el pasado, como has dicho tú... No obstante, esa gente querrá detalles... Desearán saber dónde vive, por ejemplo. Y si yo intento ponerles trabas...

—No te verás en la necesidad de recurrir a tal treta. Para hacer las cosas bien, esa mujer tiene que estar en el sitio que le corresponde ocupar... ¡Y allí estará! Agárrate, Mark. ¡Yo seré tu esposa!

2

La miré fijamente. Debí hacerlo, supongo, con los ojos desmesuradamente abiertos. La expresión de mi rostro sería, sin duda, cómica en aquellos momentos. No sé cómo ella no soltó entonces la carcajada.

Había comenzado a recobrarme cuando Ginger habló de nuevo.

—No hay por qué asombrarse tanto —dijo la chica—. Después de todo no se trata de una proposición.

—Por fin recuperé también el habla.

—Tú no sabes lo que has dicho.

—Claro que lo sé. Lo que yo he sugerido es perfectamente factible... Tiene, además, la ventaja de no hacer recaer el peligro sobre ningún inocente.

—Tú misma te pondrás en peligro.

—Sé cuidar de mí.

—Eso no vale, en el presente caso. Además, el truco no representaría solidez alguna.

—¡Sí, hombre, sí! He estado pensando en ello. Mira... Yo me presento a alquilar un piso amueblado, portadora de una o dos maletas cubiertas de rótulos o etiquetas de hoteles extranjeros. Doy mi nombre a la señora Easterbrook... ¿Quién será el que se atreva a negar que soy tu esposa?

—Cualquiera que te conozca.

—Aquellos que me conocen no me verán. Voy a faltar a mi trabajo. Motivo: enfermedad. Me teñiré los cabellos... A propósito, ¿tu esposa era morena o rubia?... Aunque este detalle realmente no importa mucho.

—Morena —respondí mecánicamente.

—Mejor. Me disgustan las rubias. Un vestido distinto, unos toques fuertes de maquillaje y no me reconocerá ni mi más íntima amiga. Y como nadie te ha visto del brazo de esposa alguna en el transcurso de los últimos quince años, nadie tampoco podrá sostener que yo no soy la auténtica. ¿Por qué había de dudar la gente de «Pale Horse»? Si tú estás dispuesto a echar una firma al pie de un documento por el que se concierta una apuesta importante, basada en tu afirmación de que aún vivo, los otros aceptarán tus palabras como artículo de fe. Tú no estás relacionado con la policía en ningún sentido... Eres, pues, un auténtico cliente. Mirando los registros de Somerset House, si desconfían, podrán ver el folio en que quedó registrado vuestro enlace. Tampoco hay inconveniente en que comprueben que te une una gran amistad con Hermia, y todo lo demás. ¿Por qué han de sentirse recelosos?

—No te das cuenta de las dificultades... del peligro...

—¿Peligro? ¡A la porra, el peligro! —exclamó graciosamente mi amiga—. Me gustaría ayudarte a ganarle a esa sabandija de Bradley unos centenares de libras.

Miré a Ginger recreándome en la contemplación de su rostro. Me gustaba mucho aquella chica... Lo mismo sus rojos cabellos que sus pecas o su valeroso espíritu. No podía permitir que se arriesgara hasta el punto que ella pretendía.

—No lo consentiré, Ginger —dije—. Supón... que sucediese cualquier cosa.

—¿A quién? ¿A mí?

—Sí.

—¿Y qué?

Ginger asintió con gesto pensativo.

—Fui yo quien te metió en esto...

—Sí. Pero no es eso lo importante. Lo importante es que los dos nos hemos enfrentado con el mismo problema y es preciso que hagamos algo. Te hablo muy en serio, Mark. Esto no es un pasatiempo, ni muchísimo menos. Si lo que sospechamos es cierto, se trata de algo monstruoso, con lo que hay que acabar. Esto no es el crimen cometido en un instante de acaloramiento, de odio o de celos, no es tampoco codicia, el afán de ganar desmesuradamente si bien arriesgándose... Es el crimen como negocio y dentro de éste da lo mismo que la víctima sea una persona que otra.

»Es decir —añadió Ginger—, si lo que sospechamos es verdad, como acabo de decir.

Me miró y yo vi la duda reflejada en sus ojos.

—Es verdad —afirmé—. Y ése es el motivo que piense que pueda pasarte algo.

Ginger apoyó los codos en la mesa y comenzó a rebatir mis argumentos.

Iniciamos un pesado tira y afloja, yendo de acá para allá, repitiendo por ambas partes los mismos conceptos cien veces. Y entretanto las manecillas del reloj que había en la repisa de la chimenea seguía avanzando lentamente.

Ginger remató la discusión.

—Mira, Mark. Estoy prevenida y preparada. Sé lo que alguien va a intentar hacerme. Y no creo ni por un momento que ella se salga con la suya. Si todo el mundo siente un «oculto deseo de muerte», tal sensación en mí aún no se ha desarrollado. Disfruto de una salud excelente. Y yo no puedo creer que acabe teniendo cálculos biliares o meningitis sólo por que Thyrza se dedique a dibujar signos cabalísticos en el suelo o Sybil entre en trance o lo que hagan esas mujeres...

—Bella sacrifica gallos blancos —dije pensativo.

—¡Hay que admitir que eso es una comedia!

—No sabremos en realidad lo que sucede.

—No. Por eso es tan importante averiguarlo. Pero, ¿tú crees que puede ser que porque ellas hagan todas esas tonterías en el interior del antiguo granero de «Pale Horse» es posible que una persona que habita en Londres se sienta víctima de una enfermedad mental? ¡No puedes creerlo, Mark!

—No, no puedo creerlo.

Nos contemplamos unos segundos en silencio.

—Escucha, Ginger —le dije—. Invirtamos los términos. Conviértete tú en cliente. Yo seré el objetivo... Podemos idear algo que...

Ginger me contestó moviendo bruscamente la cabeza, sin dejarme terminar.

—No. Mark. Así no resultaría. Por varias razones. La más importante es que yo soy conocida en «Pale Horse...» Saben que yo soy una chica independiente, libre, sin problemas. Esa gente se informaría sobre mí sin otro trabajo que el de hacer hablar un poco a Rhoda. Nos sorprenderían. Se pondrían en guardia y Dios sabe las consecuencias que tendría este torpe paso. En cambio tú ocupas una situación ideal ya... Eres un cliente nervioso, que husmea y vacila, no decidiéndose todavía a comprometerse. Hay que proceder según te he explicado, Mark.

—No me gusta eso, Ginger. Me da miedo al pensar en ti y verte en cualquier sitio sola, bajo nombre falso, lejos de una persona capaz de protegerte. Creo que antes de hacer semejante cosa deberíamos decirselo a la policía... Sí.

—Estoy de acuerdo. No me desagrada esa idea. Debes, efectivamente, dar ese paso. Ya tienes algo en que basarte. ¿A quién deseas recurrir? ¿A Scotland Yard?

—No —respondí—. He pensado en el detective inspector del distrito. Lejeune, se llama. Me parece que será mejor si recurrimos a él.

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